Escuchad
mi canción: ¡ah, como suena mi
flauta! Escuchad mi llamada,
mortales, y
no penséis en lo que os espera en las sombras
hacia
las que os atrae mi canto de sirena.
Venid, hombres, venid, ratas,
venid, criaturas de la oscuridad. No oigáis los gritos de
aquellos
que han marchado por delante de
vosotros, no miréis al borde del
abismo hacia
donde os llevan los pasos de este baile.
Danzad
al son de mi flauta, incluso si vuestros pies están en carne viva y
sangrando.
Sonreíd conmigo, incluso si es la sonrisa de
las
calaveras y vuestra piel se despelleja.
Reíd conmigo, aunque os
atragantéis de bilis.
Por que todos sois mis marionetas, y os
guiaré en una alegre danza.
La
alegre danza de la muerte.
II
Dos
enormes gárgolas estaban sentadas delante del
arco en ruinas de la
puerta, y miraban burlonamente a Marius y sus mercenarios mientras
se
aproximaban. Lapzig hizo la señal del sagrado martillo
sobre su
pecho mientras pasaba entre ellas. El propio
muro ya había sido
reclamado por la tierra: zarcillos de
hiedra crecían por todos
lados, y los parches de musgose
extendían sobre los antiguos bloques de piedra.
Cuando pasaron bajo
la sombra de la Puerta de laGárgola,
Marius y Hensel vieron realmente la Ciudad
de los Condenados por
primera vez.
Justo
delante de la puerta había una amplia plaza
empedrada, y a sus
lados se alzaban tiendas, viejas
pero
aún en pie. Sus ventanas estaban rotas, habían
robado las puertas
para hacer leña, incluso los marcos
de algunas de ellas habían
sido destrozados para
obtener un precioso combustible. Los vacíos
huecos
de las ventanas les miraban como cráneos.
“Esto
no es nada. Esperad hasta que nos adentremos
más, entonces
entenderéis lo que le ha ocurrido a este
lugar,” -gruñó Lapzig.
A una señal de su dedo, uno de
sus hombres se adelantó para
explorar. Justo entonces,
una tos asfixiada reverberó por toda la
plaza, y todos se
giraron para mirar una figura encorvada que
atravesaba cojeando la plaza hacia ellos, envuelto en harapos.
“¿Os
predigo el futuro, señores? -preguntó el extraño.
Sus ojos
estaban cubiertos por vendajes manchados
de sangre, y una
enflaquecida pierna salía en un
extraño ángulo de debajo de la
desharrapada y sucia
túnica blanca del viejo.
“¡Alejad
a este endemoniado de mí!, -aulló Marius
con unos ojos abiertos
como platos. Sacó el sable de la
vaina y lo blandió ante la cara
del pedigüeño.-
¡Adorador de la Oscuridad, voy a atravesarte!”
“¡Esperad!
-gritó el pedigüeño, alzando una mano huesuda- Mis visiones no
proceden del Caos, ¡si no del propio santo Sigmar! -El hombre
rebuscó en el interior de
su túnica y sacó un desgastado icono de
un martillo.-
Yo fui sacerdote antaño. Cuando el cielo cayó me
saqué
los ojos para no ver la maldad a mi alrededor, sólo la
gran
sabiduría de Sigmar. Él me dice que debéis volveros ahora para
salvar vuestra alma. Uno no salta a la
condenación, uno camina
hacia allí paso a paso.”
“Déjame
en paz con tus acertijos, desecho -le interrumpió Lapzig, empujando
al anciano a un lado-No
debemos demorarnos dentro de las murallas
demasiado tiempo, ya debe haber otros que saben que estamos aquí.”
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