Capítulo dos
Encuentros fatídicos
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Karak Ungor era la fortaleza más sólida de las situadas al norte de las montañas de Karaz Ankor, el sempiterno reino de los enanos. La rocosa edificación de piedra y bronce era un monumento a la tenacidad enana y a su maestría en la construcción de fortalezas impenetrables. Durante cerca de dos mil años, Karak Ungor ha resistido tormentas, cataclismos y la depredación de los pieles verdes. A los ojos de los enanos, no era otra cosa que un parpadeo en la gran cronología de la historia, algo que hizo perdurar a los habitantes de la montaña y que había resistido los estragos del tiempo y de la conquista.
Un pequeño comité de bienvenida esperaba tras la puerta de entrada en la inmensa bodega a los invitados que llegaban de todas partes del Gran Océano. Aquellos enanos parecían poco más que granos de arena en la enorme extensión de roca, permaneciendo de pié frente a la inmensa puerta que conducía al norte de las Montañas del Fin del Mundo.
Sobre ellos se alzaba gigantescas figuras de los dioses ancestrales que habían sido esculpidas en la roca de la montaña. Grungni, Valaya y Grimnir, los más grandes de todas las antiguas deidades de los enanos, dominaban cada uno una las tres paredes de la cámara. Destacaban con su forma escarpada, los ancestros se mantenían severos e imponentes mientras observaban a sus descendientes en juicioso silencio.
La cuarta pared estaba abarcada casi por completo por el enorme portón. Estaba rematado en un enorme arco enroscado de bronce con runas grabadas en oro y gemas engarzadas que habían sido extraídos de la propia montaña. La puerta misma era una enorme losa de piedra pulida con filigranas de cobre que dibujaban la figura de dos reyes enanos sentados sobre sus tronos. Era el símbolo de magnificencia en la parte anterior y posterior de la puerta del fuerte. A cada lado de ésta había un par de guardianes reales que parecían casi estatuas, cuyos rostros apenas eran visibles tras las rendijas de sus yelmos y sus barbas trenzadas. Cada uno portaba una enorme hacha de doble filo que reposaba sobre las hombreras de sus antiguas armaduras, preparadas para reaccionar. Uno de ellos portaba un enorme cuerno de guerra rematado en bronce reposaba junto a su peto de gromril.
Sobre el cuarteto de guerreros patrullaban diez ballesteros con sus armas colgadas a las espaldas sobre una plataforma de piedra que se erguía sobre el portón. Esos enanos eran los guardianes de la puerta interior, la primera línea de defensa del fuerte y quienes harían la llamada a las armas en caso de que sufrieran un ataque.
Morek, situado en el centro del comité de bienvenida, limpiaba sin descanso su armadura. Hubiese deseado redoblar las tropas del portón, además de situar una corte de treinta o más guardias reales durante el trayecto como muestra de fuerza y entereza, pero la reina no los dispuso – estaban negociando un tratado con los elfos, no la guerra.
La Reina Brunvilda, esposa del Rey Bagrik, se encontraba a la derecha de Morek, ocupando el centro de la delegación. Estaba ataviada con majestuosos ropajes azules cosidos con hilos de oro y en los cuales había inscritas runas de bronce. Sobre su cabello llevaba una simple mitra con un único rubí en el centro. Su larga cabellera era del color del cuero curtido, recogido en círculos concéntricos trenzados que habían sido recogidos y ocultados a la vista. Un corpiño de cuero atado a su cintura resaltaba su figura de matrona y ensalzaba su amplio busto. Lo ensalzaba un cinturón dorado y enjoyado. Sus ojos eran de color gris pizarra pero mantenían el resplandor del fuego de las forjas de los niveles más profundos. Una vez dicho todo, Morek pensó que era una mujer notable.
El noble enano tenía su propia reclamación de realeza, aunque débil en comparación. Su clan era un primo lejano del de el Alto Rey Gotrek Rompeestrellas. Había sangre noble corriendo por sus venas, y aunque él nunca había buscado ningún tipo de reconocimiento real, siempre se sintió feliz de servir a los reyes y reinas de Ungor.
A la derecha de la reina estaba Kandor Barbadeplata; mercader, diplomático y tesorero real. Kandor vestía caros ropones de color esmeralda y fuego, una muestra del beneficio que le reportaban sus negocios con el oro y la plata. Estaba adornada con accesorios dorados, incluyendo una caña de madera lacada con gemas incrustadas. Morek era incapaz de comprender por qué lo necesitaba. El mercader podía andar perfectamente sin un bastón. La barba de Kandor estaba bien peinada y trenzada de forma impecable, con el pelo peinado y arreglado. Muy a su pesar, Morek limpiaba a escondidas su armadura con el guante en un esfuerzo de hacerla parecer más brillante. Vio de soslayo la mirada del mercader, frenando así la idea de Morek de acicalarse en su presencia. La respuesta del capitán de la guardia real fue hosca e inaudible.
El resto del comité lo formaban diez guardias reales, los únicos que la reina había aceptado, formando filas detrás de ellos. Ninguno de los enanos había hablado ni una vez desde su llegada al portón exterior y tan solo se escuchaba el coro formado por martillos golpeando yunques que surgen desde las profundidades más lejanas acompañado del viciado olor a hollín de las forjas.
Morek rompió el silencio.
- Los invitados de su majestad llegan tarde.
Kandor Barbaplata no se giró al contestar.
- Llegarán a tiempo, Morek. ¿No tienes paciencia?
- Como si estuviera hecho de ella. Podría quedarme aquí hasta que Grungni regresara de los Desiertos del Norte y esperar otros cincuenta años si hiciera falta – ladró Morek. sintiéndose desafiado mientras alzaba su vista de acero sobre el imperioso comerciante.
- Son invitados en nuestro hogar, Thane Mazapétrea, no solo los de Kandor Barbaplata – dijo la reina Brunvilda con tono suave pero potente.
- Sí, mi reina. - Sintiéndose castigado, Morek apartó la mirada de la reina con una repentina sensación de ardor en sus mejillas, y se alegró de que la armadura cubriera en gran medida su rostro. - Pero los enanos tenemos estrictos hábitos y rutinas. Solo digo que la falta de puntualidad no es manera de ganarse nuestro favor.-
- Sus maneras no son las mismas que las nuestras – aconsejó la reina, aunque ella no tenía la necesidad de recordarle a Morek aquel hecho. A su juicio, los elfos eran completamente distintos a los enanos, tanto en apariencia como en comportamiento. Al parecer, estos exploradores observadores de estrellas no estaban contentos con sus propias tierras y buscaron a otros con los que compartir su pasión innata por los viajes. Morek los consideraba decadentes y frágiles. Imaginó que no se adecuarían a la vida en las bodegas. Sonrió por debajo del casco ante la idea de las molestias que les ocasionaría el hospedaje y esperaba que, como resultado del mismo, este durase poco tiempo.
- La pregunta que se plantea entonces, mi señora, es ¿cómo hemos pensado que pueda haber algún tipo de acuerdo entre nuestros pueblos? - replicó Morek, tras haber escogido sus palabras con sumo cuidado para no ofender a la reina.
Kandor respondió por ella.
- Eres un guerrero, Morek, así que debería encomendarte a ti la defensa del reino – dijo, girándose para observar al capitán de la guardia real. - Pero yo soy un mercader y embajador, así que te pido que me dejes a mí los asuntos de comercio y diplomacia. Este pacto tendrá éxito. Aún más, fortalecerá nuestro reino y asegurará su prosperidad.-
- Será mejor que recuerdes que todos los enanos están encomendados a la protección de las bodegas – le replicó Morek. - Y no me creas tan tonto de no ver que estás aquí por tus propios intereses.-
- Como tesorero real, es por el bien de los clanes de Ungor que yo...-
- ¡Suficiente! - dijo la reina Brunvilda, Deteniendo a Kandor antes de que continuase. - Nuestros invitados están aquí.-
El portal de la gran entrada se abrió lentamente. Mucho más pequeño que la entrada, el portón era la verdadera entrada hacia las bodegas. La gran puerta de Karak Ungor se había abierto desde hacía más de doscientos años, no desde que había sido fundada por primera vez y la totalidad de los ejércitos de la bodega había marchado adelante para unirse a las fuerzas del entonces Alto Rey, el venerable Snorri Barbablanca. Los enanos y los elfos habían ido juntos entonces, pero a pesar de la naturaleza intratable de los enanos, las alianzas se estaban siendo forjadas de nuevo.
Un toque de clarín resonó a través de la enorme cámara mientras el guardián de la puerta hacía resonar su cuerno de guerra, anunciando la llegada de los elfos. A su señal, sus compañeros guerreros permanecieron atentos, pisando el suelo al unísono con sus botas en perfecta armonía, y las patrullas detuvieron su labor mientras observaban la honorable tranquilidad en los nuevos aliados que venían del mar.
Los elfos eran criaturas fantasiosas, altas y orgullosas, cuya pálida piel relucía con un brillo de otro mundo. Se deslizaron sobre las losas enanas tan ligeros como el aire con sus prendas azules y blancas ondeando en la leve brisa invisible. Había en ellos una belleza agreste y misteriosa, poderosa y aterradora al mismo tiempo. A los ojos de Morek, parecían delicados y finos. A pesar de su aura sobrenatural, ¿qué podían poseer estas elevadas criaturas de lo que tuvieran necesidad los enanos?
El comité de elfos estaba liderado por lo que Morek presumió que era algún embajador de su gente. Estaba vestido con túnicas blancas. Llevaba brazales de oro como decoración adornados con pequeños zafiros que relucían por debajo de sus mangas anchas. El cabello del embajador era del color de la plata y descansaba sobre sus hombros, y aunque su rostro mostraba una sonrisa benigna había una tristeza en sus ojos que no podía ocultar.
Un guerrero que llevaba una media armadura ceremonial de placas lacadas con escamas de reluciente plata le seguía de cerca. Sus ojos, almendrados como los del resto de sus parientes, parecían perpetuamente sesgados, y su nariz larga y angular indicaba su realeza. Llevaba una delgada espada con rubíes incrustados en la empuñadura, envainada en una cinta trenzada a la cintura del elfo. Su pelo dorado caía como una cascada sobre su severo rostro, y una corona con una joya engastada enmarcaba la frente del elfo mientras reparaba en la sala con altiva indiferencia. Morek supuso entonces que aquel era el líder, el príncipe elfo.
Otros dos se acercaron a escoltar al príncipe, también nobles. Uno era un hombre con una larga cabellera negra, también ataviado con túnicas pero más ostentosas que las de la embajadora. Este tenía un aspecto poco agraciado, Y Morek vio la amenaza implícita en la forma en la que el elfo jugueteaba de forma distraída con la empuñadura de la espada que llevaba atada a la cintura.
Su compañera era una mujer, con un atuendo similar aunque llevaba una diadema de plata sobre su cabeza. La pareja murmuraba en voz baja, tan cercanos el uno al otro que a Morek se le hizo incómodo observarles. Ciertamente, la mujer poseía una... presencia que atraía a la vez que repelía al guardián real. Tuvo que luchar contra sí mismo para no bajar la mirada. El hombre de su lado, que caminaba con desdeñosa arrogancia, pareció darse cuenta de la incomodidad del enano y le susurró algo a la mujer que hizo que se riera en voz baja. Morek sintió como sus mejillas se enrojecían y cómo crecía su enfado.
Otro de los elfos se mantuvo apartado del resto del desfile que avanzaba en parejas, alejado del séquito de músicos, sirvientes que transportaban regalos, portaestandartes y un pelotón formado por cincuenta lanceros. Él era más grande que el resto; no solo más alto, sino corpulento y parecía que todo aquello cuanto le rodeaba le hacía sentirse incómodo. Su cabello era del color de las frambuesas y tenía un aspecto salvaje pese a estar recogido con trenzas. Un grueso manto de piel blanca cubría sus musculosos hombros y llevaba puesta una armadura de escamas rematada en un peto dorado. Llevaba una larga daga atada a sus caderas y a su espalda acarreaba un hacha de doble hoja.
Morek pensó que se trataba de un guardaespaldas por la forma en que observaba cada rincón de la cámara, buscando en todos los rincones oscuros cualquier tipo de amenaza o enemigo. Tal vez no todos los elfos eran débiles y caprichosos, pensó Morek. ¿Acaso era posible que los hubiese juzgado mal?
El Príncipe arrugó la nariz ante el hedor que desprendía el reino de los enanos. Le habían informado de que era una “fortaleza magnífica”. Parecía poco mas que una tumba excavada en la tierra, afortunadamente olvidada pero desenterrada por algún motivo inimaginable. Ese “gran portón” del que Malbeth le había hablado era poco más que un peñasco salpicado de piedras preciosas. No seguía ninguna de las fluyentes líneas ni de la suavidad artística de la arquitectura élfica. Peor aún, el aire estaba impregnado con un espeso y cálido humo acre. Ithalred percibió el olor del aceite, saboreó hollín en su boca y al mismo tiempo anhelaba volver a las altas torres plateadas de Tor Eorfith.
Mientras se preguntaba a qué clase de lugar les había traído Malbeth, posó su mirada en la espalda del embajador que los conducía hacia los enanos que les esperaban.
- ¡Y se atreven a llamar un reino a este agujero en la tierra!- le susurró Lethralmir a Arthelas, haciéndose eco de los pensamientos de su príncipe mientras caminaba detrás de él. La vidente se rió en voz baja y su musical voz despertó algo más que el simple placer de la compañía en el maestro de la espada.
- Ellos la construyeron como una enorme cámara, Lethralmir – le susurró en respuesta.
- Poderosísima, de hecho – replicó el el elfo con un tono sarcástico a la vez que fijaba su mirada en la penumbra. - Aún se les ve diminutos. ¿Crees, tal vez que intentan compensar algo? - añadió, sonriendo.
Arthelas se rió a viva carcajada, incapaz de controlarse a sí misma. Una mirada mordaz del Príncipe Ithalred bastó para silenciarlos a ambos.
- Tu hermano es siempre un diplomático serio. ¿No es así, querida Arthelas? - se burló en un tono muy bajo.
La sacerdotisa sonrió recatadamente y el maestro de la espada sintió un ardor muy profundo.
- Bienvenidos a Karak Ungor, queridos amigos- dijo Kandor mientras se inclinaba ante el embajador de los elfos. La mirada del mercader enano extendió el saludo a todos los demás, en particular al príncipe, que parecía completamente indiferente ante tal gesto.
- Tromm, Kandor Barbadeplata – dijo el embajador de forma calurosa en un rudimentario Khazalid y le dio un firme apretón de manos.
- Tromm, Malbeth. Nos honras con esas palabras – dijo Kandor en respuesta, haciendo ver su emoción ante el hecho de que un elfo usase la lengua materna de los enanos (“tromm” solía usarse como muestra de aprecio y de respeto ante la largura y aspecto de sus barbas). La incongruencia de que un elfo dijese eso no había pasado por alto para Morek, de todas formas.
“ ¿Honrarnos? Kandor, eres un wazzok*. ¡Quien te lo dice no tiene barba! En cualquier caso nos ofende con su mentón lampiño” pensó Morek, apretando sus dientes ante las adulaciones del mercader, y preguntándose si la línea ancestral de Kandor estaba teñida de sangre élfica.
Esta no era la primera visita de Malbeth a la fortaleza. El elfo era un guardabosques, aunque también fuese embajador, y había viajado desde Yvresse en la costa este de Ulthuan hasta el Viejo Mundo a través del Gran Océano. Allí había conocido a Kandor Barbadeplata, el cual estaba entregando un transporte de minerales a otros almacenes al sur de las Montañas del Fin del Mundo. Allí conoció a Kandor Barbadeplata, quien estaba distribuyendo un envío de minerales hacia el resto de fortalezas de las Montañas del Fin del Mundo. Ambos habían entablado una firme amistad, haciéndose eco de la del noble elfo Malekith y el primer rey de los enanos, Snorri Barbablanca. No era más que un reflejo de la alianza de aquellos tiempos. La alianza actual se encontraba bajo una auspiciosa luz, con el traicionero hijo de Aenarion el Defensor huido de Ulthuan ante el poder de Caledor Domadragones y buscando auxilio en las tierras de Naggaroth.
De todas formas tales hechos no tuvieron consecuencias, y las charlas entre el enano y el elfo dieron lugar al comercio, y tras acompañar a Kandor hacia el sur al lejano Monte Gunbad, regresaron hacia el norte a Karak Ungor. Las visitas del elfo habían sido breves, y nunca había conocido al embajador en persona durante ese tiempo, aunque parecía tan afeminado como había imaginado.
- Somos nosotros quienes nos sentimos honrados por vuestra amable hospitalidad – respondió Malbeth, el elfo, antes de girarse hacia Brunvilda.
- Noble Reina Brunvilda – dijo mientras hacía una reverencia. - Parece que fue ayer la última vez que estuve entre estos muros. -
- Sí, Malbeth – replicó la reina. - Solo han pasado veintitrés años, poco mas que lo que dura el cambiar del viento – dijo, sonriendo ampliamente.
Malbeth le devolvió el gesto, antes de anunciar al resto de los de su raza. – Es mi deber presentaros a Arthelas, vidente de Tor Eorfith y hermana del príncipe. – El engalanado elfo avanzó para dedicarle a la reina una respetuosa reverencia antes de que Malbeth continuara. – Lethralmir, de la corte del príncipe. – La mirada del embajador parecía endurecerse a medida que se posaba sobre el maestro de la espada, quien ofreció una extravagante reverencia a sus anfitriones enanos. – Éste es Korhvale de Cracia, el campeón del Príncipe – añadió Malbeth. El musculoso elfo prefirió permanecer como estaba, con el príncipe en su punto de mira, y tan solo asintió con cortesía.
- Finalmente, – dijo Malbeth, dando un paso hacia atrás, - el Príncipe Ithalred de Tor Eorfith. -
El príncipe se adelantó a su propio ritmo, posando su mirada sobre todos los enanos presentes y especialmente a los guerreros a quienes observaba juiciosamente.
- No veo a vuestro rey – dijo Ithalred abruptamente, prescindiendo de cualquier vehemencia, como si estuviese tratando con un enemigo que tuviera frente a su espada.
Morek se enervó por la impertinencia del elfo, pero se contuvo de replicarle ante la presencia de su reina.
- Soy la Reina Brunvilda de Karak Ungor, - le dijo al príncipe, dando un paso hacia delante e inclinando su cabeza como muestra de cortesía. – El Rey se presentará en el Gran Salón una vez se hayan instalado. Alas, una vieja herida le dificulta caminar a mi señor y fui enviada a recibirle en su lugar. -
El Príncipe Ithalred miró a su alrededor y volvió a posar sus ojos sobre los de la reina mientras le respondía. – Espero impaciente nuestro primer encuentro – dijo, con su propia maestría en la lengua enana que, a diferencia de la de la de Malbeth, era cruda como si las palabras se atascaran en su lengua.
- ¡Deshonra a nuestra reina! – siseó Morek hacia Kandor, quien había preferido alejarse del capitán de la guardia real.
- No conocen nuestras costumbres, eso es todo – rechistó Kandor hacia el impertinente susurro, con su reclamándole que guardara silencio con su mirada.
Ithalred no pareció escucharles y se giró para hablar en lengua élfica a sus asistentes. Nada mas terminar, los sirvientes y los portadores de regalos avanzaron.
- Traemos regalos de nuestros dominios en las islas como muestra de nuestra amistad. – Las palabras del príncipe resultaban tan poco cálidas como sinceras, aunque de hecho el despliegue de regalos era sin duda impresionante, repleta de telas de seda, bellos trabajos de alfarería élfica, pieles lujosas y especias.
- Nos honráis con todos estos regalos – dijo la reina al príncipe con los debidos respetos.
- Así es, - respondió el Príncipe Ithalred, - y aún veo que vuestra hospitalidad se resume a este encuentro con unos guardias armados. -
Una oleada de punzante indignación recorrió el rostro de la reina, pero no actuó en consecuencia.
- Ellos son la el comité ceremonial de la guardia real de Karak Ungor – explicó cuidadosamente, con un tono calmado aunque tirante. - Como es nuestra tradición, estos guerreros acompañan a los reyes y a los nobles de otros asentamientos. Y así es con vos, buen príncipe. -
- ¿Estamos “escoltados” entonces, mientras estemos en este... asentamiento? - continuó el elfo. - ¿Bajo arresto domiciliario hasta que debamos volver? Esto no parece una alianza, siendo recibidos por unos guardias como un enemigo que pretende asediar sus muros. -
- ¡Es un gran honor ser recibido por la guardia real! - bramó Morek repentinamente, incapaz de contenerse por más tiempo.
- ¡Capitán Morek, – espetó la Reina Brunvilda, antes de que los elfos pudieran responder, modere su lengua!
Ithalred estaba formando una réplica cuando Malbeth intervino. - Por favor, esto no es necesario. Mi príncipe está cansado del viaje y desconocía el propósito de esta graciosa bienvenida – dijo mientras miraba a Ithalred, quien parecía repentinamente desinteresado en los hechos para alivio del embajador. Malbeth también percibió la mirada de un elfo de pelo oscuro, llamado Lethralmir, quien sonrió sin alegría ninguna. El embajador evitó su mirada, volviendo a centrar su atención en la reina enana.
- ¿Tal vez podrían conducirnos a nuestros aposentos? - sugirió Malbeth. - Un poco de descanso aclararía nuestras fatigadas mentes. -
- Por supuesto – respondió la Reina Brunvilda cortésmente, girándose hacia Kandor.
- Hemos preparado unas lujosas estancias para usted y vuestra corte – dijo el mercader con evidente alivio en su rostro después de haber pasado la crisis.
- Esperan que habitemos en cuevas como ellos, sin duda – susurró el elfo de pelo oscuro.
Morek encontró a Lethralmir más desagradable a medida que hablaba a la sobrenatural mujer, Arthelas. Ella parecía menguar a medida que la charla se desarrollaba, y su belleza se resquebrajaba como si las tribulaciones del viaje le hubiesen pasado una enorme factura.
Kandor parecía no escuchar las observaciones del elfo de pelo oscuro, o al menos prefirió ignorarlas, decidido a salir beneficiado de la delegación.
- Síganme, por favor – dijo con cortesía.
Un pensamiento recorrió la mente de Morek. - ¡Esperad! - dijo levantando la palma de su mano. - No se permite que los forasteros lleven armas en la sala – le dijo a los elfos. - Deberéis dejarlas aquí. -
A la señal de su capitán, la guardia real avanzó para recoger las lanzas, arcos y espadas de los elfos. Al mismo tiempo, uno de los porteadores de regalos, Korhvale, se detuvo entre su príncipe y los enanos que se aproximaban. A pesar de no decir palabra alguna, sus intenciones eran claras: ningún elfo renunciaría a sus armas.
El príncipe murmuró algo en lengua élfica al guerrero que estaba detrás de él, sin que sus ojos se apartaran del capitán de la guardia.
- ¿Es así como establecéis los vínculos de confianza, rodeando a vuestros aliados con soldados y forzándolos a entregar sus armas? - preguntó el príncipe con creciente agitación.
- Tan solo lo pedimos – dijo Kandor, que intentaba aliviar la situación. - Vuestras armas serán guardadas en una armería privada.
- ¿Privada? - preguntó el príncipe, espantando las incipientes respuestas de su embajador. - Percibo cierta falta de consideración, enano.
- Aun así – aseguró Morek mientras avanzaba sin miramientos hacia los seis lanceros elfos que se habían deslizado casi de manera imperceptible a ambos lados del príncipe, mientras sujetaban sus armas con cierta postura amenazante. - Seréis desarmados antes de entrar en la sala. -
A pesar de que Morek medía casi dos metros menos que los elfos, se mantuvo firme como una montaña ante ellos y no sería desobedecido.
Korhvale, el guardaespaldas élfico, intercedió de nuevo, con sus nudillos apretados y una expresión en su rostro que reflejaba la agresión que estaba sufriendo.
- Entonces deberéis arrebatárnoslas – murmuró, mientras su acento élfico se espesaba mientras luchaba por pronunciar las palabras. Esta vez Ithalred se sintió libre de dejarle actuar, mientras su rostro permanecía inmutable como si llevara una máscara de piedra. Tras él, el elfo de oscura melena observaba con cierto regocijo, una fea sonrisa dibujada en sus labios, mientras que la mujer parecía repentinamente atemorizada por la confrontación que se aproximaba.
A Morek no le preocupó en absoluto.
- Por Grungni que lo haré, - gruñó beligerante, mientras revisaba su hacha. El resto de guardias reales se situó detrás de él, apartando a un lado al resto de nobles enanos y preparados para sacar sus armas.
- ¡ Guardián Martillopétreo! - dijo la Reina Brunvilda, que había guardado silencio hasta ese momento. - No te atrevas a empuñar tu arma delante de mí – ordenó. - Que tus hombres se retiren a los barracones del recibidor oeste. -
El rostro de Morek se torció bajo su máscara acorazara, con un reflejo en sus ojos que delataba su estado de ánimo.
- No os dejaré... desatendida, mi reina – protestó con una mirada feroz en sus enormes ojos. - Nunca ningún guardia real en la historia del asentamiento ha... -
- Estoy al corriente de la historia el asentamiento, mi guardián, y he vivido muchos años entre sus muros. No tengo ninguna necesidad de guardias armados contigo a mi lado como mi guardaespaldas – añadió con una leve sonrisa para tratar de mantener la pose y la reputación de Morek. - Tu preocupación es innecesaria. Ahora, retira a la guardia real. -
Morek abrió la boca de nuevo, claramente reflejado en el movimiento de su barba, pero se contuvo de hablar ante la expresión del rostro de la reina, que no admitiría ningún nuevo argumento.
El capitán de la guardia real se encogió de hombros ligeramente, aunque se encargó de despedir a Korhvale con una mirada antes de que sus hombres se retiraran.
“Has estado a punto de probar mi hacha” pensó Morek examinando cada palabra.
Morek hizo una reverencia más hacia su reina, quien asintió en respuesta antes de ordenar que sus guerreros se retirasen de la sala. Los enanos comenzaron a alejarse llenos de dudas mientras el sonido que provocaban sus armaduras resonaba por toda la estancia, y Morek se situó al lado de su reina, contentándose con observar detenidamente a los elfos.
- Ahora, queridos amigos – continuó la Reina Brunvilda, - como reina de Karak Ungor, os suplico amablemente que depositéis vuestras espadas y arcos aquí. Ninguna fuerza armada armada ha entrado nunca en Karak Ungor, salvo otros dawi**. No romperé esa tradición ahora, – dijo, con una voz dulce aunque autoritaria. - Ni yo, ni ninguno de mis guerreros, debería arrebatároslas. Más bien, se os pide que renunciéis a ellas voluntariamente. Hay una antecámara previa al salón en la cual podréis dejarlas hasta que estéis preparados para dejarnos. Noble Príncipe Ithalred, - añadió, girándose hacia el príncipe, - Su fina espada es claramente una reliquia y nosotros los enanos comprendemos el valor y la importancia de dicho objeto. No le pediré apartarse de ella y, en consecuencia, tiene mi permiso para portarla en nuestro emplazamiento. El juramento de un enano es un vínculo, - añadió. - y es más fuerte que la piedra. -
El príncipe estaba a punto de responder cuando un brillo significativo procedente de su embajador, Malbeth, le hizo meditar. Hubo un entendimiento entre ellos y cuando Ithalred volvió a hablar, la agresividad de su tono había disminuido.
- Eso es aceptable – dijo, esta vez mirando a la reina a los ojos.
- Muy bien entonces - respondió la reina. - Estáis invitados a la Gran Sala una vez os hayáis instalado en vuestros aposentos. La fortaleza de Karak Ungor ha preparado una fiesta y entretenimientos en su honor. -
- Es usted muy atenta, noble reina - intercedió Malbeth.
La reina y los elfos hicieron una última reverencia y avanzaron lentamente hacia el pórtico para depositar sus armas en la antecámara. Después de eso, Kandor los condujo a sus habitaciones mientras Morek los observaba de cerca.
Una vez se quedó a solas con el capitán de la guardia real, la Reina Brunvilda suspiró profundamente. Los elfos acababan de atravesar sus puertas y la hostilidad ya era moneda corriente.
- Podía haber ido peor – dijo Morek con honestidad, consciente de que su propia aversión a los elfos había avivado las llamas de la discordia.
La reina le ofreció en respuesta la severidad de su rostro.
- Los elgi*** son rencorosos y no tienen honor alguno – dijo Morek para rellenar el silencio incómodo.
- Sin embargo, nos las hemos arreglado para tratar con ellos – respondió la Reina Brunvilda, con la mirada fija en la caravana de elfos que iban desapareciendo entre los pasillos, mientras pasaban por el ancho corredor hacia sus aposentos.
- Pero, mi reina, nos faltan al respeto... ¡y en nuestros propios dominios!- se quejó con un lastimero grito.
La mirada de furia de Brunvilda se posó ahora sobre la figura chapada en acero de Morek.
- Os han faltado al respeto, mi reina – dijo el capitán de la guardia real, con un tono de voz que se iba suavizando mientras miraba a los ojos de la matriarca.
Durante un momento la expresión de la reina se suavizó, pero entonces, tras un instante de reflexión, su apariencia dura como la roca regresó junto con su furia hacia Morek.
- Dejadnos a nosotros litigar con su cambiante humor – dijo con voz calmada, y se dirigió hacia la Gran Sala donde su rey le aguardaba.
- Siento cómo ese olor, esa oscuridad, se filtra en cada fibra de mi piel – dijo el Príncipe Ithalred con su ceño fruncido mientras observaba a los artesanos elfos levantar su gran carpa.
Kandor, el mercader enano, había conducido a los elfos hacia lo que él describió como la “Sala de Belgrad” en el ala este del emplazamiento. Esos “aposentos” consistían en una amplia cámara central, donde se suponía que se instalarían el príncipe elfo y su corte, entre dos amplias galerías donde sus guerreros podrían asentarse, y cuatro antecámaras, dos de ellas anexadas a las galerías en las cuales se acomodarían los sirvientes y guardarían sus cosas.
A pesar de haber estado abandonadas durante largo tiempo desde que se agotaron sus filones de minerales, las habitaciones eran magníficas y estaban espléndidamente decoradas. El suelo estaba arreglado con lustrosas losas de bronce pulido. Los brillantes arcos, rematados en joyas, se elevaban sobre sus cabezas en los techos abovedados, sujetas por gruesas columnas adornadas por bronce y plata. De las paredes colgaban relumbrantes antorchas cuyo tenue brillo resplandecía como el oro fundido. Esta “opulencia” había fracasado a la hora de impresionar a los elfos, y una vez los enanos se fueron, el príncipe dispuso a trabajar a sus ayudantes rápidamente.
Según Kandor, la Sala de Belgrad era antiguamente los aposentos de un noble enano muerto hacía mucho tiempo. Por lo menos eso fue lo que Ithalred pudo discernir con sus escasos conocimientos sobre Khazalid.
- Cada centímetro de la cripta es como describió el enano – dijo, mientras su corte de sirvientes trabajaba duro para tratar de adecentarla a su gusto.
Sobre las losas del suelo desenrollaban cinturones de seda blanca que eran alzados con unas extensiones de madera, para finalmente formar unas extensas tiendas. En la lujosa tela había cosidos diseños élficos: runas de Lileath, Isha y Kurnous, halcones de presa y águilas elevándose, un fénix resurgido y un dragón rampante. Ellos representaban Ulthuan, sus dioses y los símbolos de su poder.
Una vez alzaron las tiendas, las llenaron de alfombras y pieles, colgaron tapices y las adornaron con tallas de madera tan grandes como camas, taburetes y cómodas decoradas con joyas e imágenes élficas. Ithalred había traído consigo varios percherones y carros élficos desde Eataine. Todo su equipaje había sido transportado al interior del emplazamiento por sus sirvientes, y sus caballos fueron alojados en los establos subterráneos de los enanos – los elfos enfermaron ante la idea de dejar a sus reses bajo la tierra.
Cada carpa que los elfos habían traído consigo reservadas para los nobles estaba dividida en varias habitaciones. Estaban decoradas de acuerdo a sus gustos con almohadas y pendones. Largas cortinas de terciopelo contenían el aroma de las especias que ardían lentamente en vajillas de plata que intentaban alejar el persistente olor a humo y aceite que surgía del subsuelo.
Como embajador del príncipe, se le permitió a Malbeth ocupar una habitación separada del resto. Los aposentos de la corte élfica disponían de comodidades menos grandiosas, sus tiendas eran más pequeñas y carecían de los extravagantes lujos y fineza presentes en el resto de carpas, aunque no prescindían de sus propias comodidades.
- No solemos hacer este tipo de... cosas, mi príncipe, pero obviamente esta sala tiene algún tipo de significado para los enanos. Al otorgarnos estas comodidades nos están haciendo entrega de un gran honor – aconsejó Malbeth, tratando de alejar de la mente del príncipe un comienzo tan poco apropiado.
- Malbeth, estás tan embriagado por estos seres manchados de hollín que no te das cuenta de que nos han obligado a habitar una cueva, ¿o acaso Loec te ha engañado con algún atractivo que oculta la realidad del problema? – preguntó Lethralmir, mientras se situaba a la vera del príncipe acompañado por Arthelas.
El embajador se mantuvo firme ante la presencia del noble pero se mordió la lengua cuando sintió que su corazón se estaba inflando de rabia. Lethralmir era el compañero más cercano y mejor amigo de Ithalred. Fueron compañeros de armas en el campo de batalla en numerosas ocasiones y compartían una unión de sangre que era imprudente cambiar. Malbeth perdería todos sus favores si mencionaba una sola palabra en contra del maestro de la espada, y necesitaba tener al príncipe de su lado si pretendían llegar a algún tipo de acuerdo con los enanos.
- ¿Un honor, dices? – continuó Lethralmir. – Yo no lo veo así. Estas estancias excavadas en la tierra son espléndidas para revolcarse entre suciedad. Incluso sus aposentos reales están sujetos a tal ignominia, pero la sangre pura de Ulthuan no se rebajará a tales niveles. -
Arthelas dejó escapar una leve risa. Incluso Ithalred reprimió una sonrisa ante la puntualización del maestro de la espada.
- Mi señor – dijo el sirviente mientras se reverenciaba ante el príncipe, - ¿dónde debo poner esto? – el elfo de lisa vestimenta portaba un pequeño cofre de diseño enano, uno que era obviamente dirigido hacia el príncipe. Por el sonido que surgía de el, parecía que hubiese botellas en su interior.
Ithalred reaccionó ante el objeto como si fuese algo desagradable que hubiese dejado olvidado.
- Pósalo con el resto – dijo, y miró hacia un lado. El sirviente le hizo un gesto y se retiró.
Malbeth le vio llevar el cofre enano a una de las antecámaras donde observó la sombría figura de otros objetos y regalos de sus anfitriones. Los enanos habían organizado un pequeño banquete con comida y bebida, junto con todos los taburetes y mesas que sus invitados pudieran usar. Los elfos las habían apartado rápidamente, retirándolos de manera poco ceremoniosa hacia un lugar que quedase fuera de su vista. Para Malbeth, verlo fue doloroso. Tenía la esperanza de que Ithalred hubiese intentado comprender la cultura enana. Sin embargo, parecía que no tenía la intención de hacerlo.
Incluso las antorchas enanas fueron retiradas, ya que el príncipe se quejó del olor del humo que éstas exudaban. En su lugar, los sirvientes colocaron linternas élficas con cordeles de plata. Los soportes de madera impecablemente tallada sujetaban las plateadas linternas, y estas a su vez estaban adornadas con parte de la flora nativa de Ulthuan. El olor de las flores enmascaró, en parte, el fuerte olor a hollín, aceite y piedra picada que flotaba en el aire, aparte de estar reforzado por los quemadores de inciensos, enormes calderos dorados situados alrededor de toda la sala principal, que relucían con un tenue brillo.
Una vez terminaron, era como si los elfos hubiesen recreado un trozo de Tor Eorfith en las habitaciones subterráneas de Karak Ungor.
- Deberá hacerse – dijo el príncipe mientras se dirigía con paso ligero hacia su carpa. – Lethralmir – añadió. El otro noble se detuvo sobre sus pasos mientras él se situaba junto a la hermana de príncipe.
La cara de Korhvale se ensombreció abruptamente cuando el maestro de la espada se aproximó a Arthelas.
- ¿Sí, Ithalred? – dijo Lethralmir.
- Que mis sirvientes me preparen un baño, y envía a una dama para que me frote. Necesito que alguien quite toda esta suciedad de mi cuerpo. -
- Por supuesto, mi príncipe – respondió Lethralmir, enmascarando su irritación mientras se dirigía hacia los sirvientes que esperaban fuera.
- ¿Y qué hay del tratado comercial? – intercedió Malbeth, justo antes de que el príncipe desapareciera tras las cortinas de su tienda. – Tenemos mucho de que hablar. -
- Atenderé esos asuntos más tarde... con algo de vino – respondió, y entró en su tienda sin mirar atrás.
Korhvale se apresuró a seguirle, pero se detuvo antes de entrar y se contentó con aguardar en la entrada. Él era un León Blanco, la guardia real por tradición de los nobles de Ulthuan, y nativo además de la montañosa región de Cracia. A Malbeth le gustaba Korhvale. A pesar de ser hosco y taciturno, hablaba clara y sinceramente, sin la clase de lenguaje venenoso y lleno de bilis que Lethralmir favorecía. El embajador se percató de que el León Blanco se fijó durante mucho tiempo en Arthelas mientras ella se dirigía a su tienda, y apartó la mirada cuando sus ojos se encontraron con los de la vidente.
"Parece que tienes muchos pretendientes, algo que disgustará mucho a tu hermano, vidente” pensó Malbeth mientras se retiraba a sus aposentos.
Las cortinas de la tienda se corrieron tras él y Malbeth suspiró profundamente, después de hacer que sus sirvientes se retiraran para que pudiera estar solo. Había trabajado muy duro para que esta reunión con los enanos fuese posible, a pesar de las reticencias de Ithalred. Sabía que no iba a ser fácil, que su mayor obstáculo sería la actitud y la arrogancia del príncipe. Como hijo de Eataine, su sangre portaba la realeza de Ulthuan e Ithalred era tan noble y orgulloso como cualquiera de sus antecesores. Su abuelo había luchado junto con el mismísimo Aenarion, ayudando al que posiblemente fue el más trágico de todos los héroes elfos a repeler las hordas de demonios hacia el abismo del cual habían salido.
La historia no era la única cosa que estaba a favor de Ithalred. El rango social de su padre y su tío eran considerables y su familia es una de las más influyentes de los Reinos Interiores. Ithalred, sin embargo, no tenía deseos de cementar las bases de su fortuna en tierras y títulos; él era un explorador, y en eso él y Malbeth eran almas gemelas. Pequeñas maravillas una vez contemplada la Torre Brillante – esa gloriosa columna de la plata más pura, que se alza como un torreón eterno frente a la Puerta Esmeralda de Lothern – la cual había devuelto a Ithalred la el ansia por la exploración y desde donde partió hacia las tierras que se hallaban al otro lado del Gran Océano. No pudo reprimir su deseo como un enano no puede aplacar sus ganas de cavar en una montaña. Lo llevaba en la sangre.
Malbeth sabía que para el príncipe había sido especialmente duro el ir hacia los enanos, aunque fuese bajo la mascarada de un acuerdo comercial, pero ahora se encontraba aquí y necesitaban hacer las cosas lo mejor posible para congraciarse con sus anfitriones, si es que eso era posible. Aún con todo, Malbeth tenía la esperanzadora idea de que la primera reunión con los enanos hubiera salido mucho mejor de no haber sido por la estrecha mente de Ithalred y su arrogante superioridad.
La suya era una necesidad terrible, aunque el príncipe nunca se atreviera a reconocerla. Establecer un pacto de comercio con los enanos era algo minoritario pero necesario al fin y al cabo; sin el, los elfos no obtendrían lo que realmente andaban buscando.
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*:Insensato, crédulo.
**:Enanos
***:Elfos
Diccionario de Khazalid del libro de ejército de Enanos de 4ª edición de Warhammer Fantasy. Podéis consultarlo aquí.