Escuchad
mi canción: ¡ah, como suena mi
flauta! Escuchad mi llamada,
mortales, y
no penséis en lo que os espera en las sombras
hacia
las que os atrae mi canto de sirena.
Venid, hombres, venid, ratas,
venid, criaturas de la oscuridad. No oigáis los gritos de
aquellos
que han marchado por delante de
vosotros, no miréis al borde del
abismo hacia
donde os llevan los pasos de este baile.
Danzad
al son de mi flauta, incluso si vuestros pies están en carne viva y
sangrando.
Sonreíd conmigo, incluso si es la sonrisa de
las
calaveras y vuestra piel se despelleja.
Reíd conmigo, aunque os
atragantéis de bilis.
Por que todos sois mis marionetas, y os
guiaré en una alegre danza.
La
alegre danza de la muerte.
IV
Todos
los que se aprovechan de los despojos del
Caos están condenados.
Así lo dice el Gran
Teogonista Vilgrim Tercero -dijo Marius con
vehemencia- ¡No soy ni un ladrón ni un saqueador!”
“¡Ya
llevamos tres semanas aquí, Marius! -le respondió Hensel
amargamente-. Nos hemos quedado
sin dinero. Necesitamos más hombres
y armas. Por el
amor de Sigmar, Marius, ¡moriremos de hambre! -
Hensel se detuvo un momento, y en sus ojos oscuros
apareció una
mirada taimada-. Esa cripta abierta está
por aquí, y alguien la
encontrará. Otros, menos piadosos que nosotros, estarán buscándola
¿Dejarás que la
riqueza del Imperio sea robada por criaturas
malvadas u hombres sin ninguna virtud moral? ¡Al menos
nosotros la
gastaremos en una noble causa!”
Mientras
hablaban, Enderlin, uno de los hombres de
Lapzig, apareció en la
esquina, visiblemente excitado.
“Encontramos
la casa del mercader ¡La cripta está allí,
desde luego!, -les
dijo con una sonrisa-. Será mejor que
nos demos prisa y nos
llevemos el tesoro antes de que
haya ningún problema.” -Después
de eso salió
corriendo, con el Cazador de Brujas y Hensel pisándole
los talones.
Enderlin
les llevó hasta una estrecha callejuela,
completamente cubierta de
escombros. En el otro
extremo,
donde la callejuela daba a otra callejuela más
amplia, había un
esqueleto colgando de una jaula, y
su metal oxidado rechinaba cuando
el cadáver era
movido por el viento rancio. La esquina de un
edificio
cercano se había derrumbado hasta los cimientos, y en
la
oscuridad del sótano brillaba el oro ante la débil luz
del día.
“¡Nosotros
nos llevaremos eso!” -dijo una voz, y de las
sombras surgieron una
docena de hombres, algunos
armados con ballestas y el resto armados
con espadas
y lanzas. Todos iban muy bien vestidos, a la manera
de
los Marienburgueses.
“¡No
os atreváis a oponeros a mí! -gritó Marius, desenvainando su
propia espada-. Me envía el propio Sigmar. Cruzáos en mi camino y
estaréis condenados por
toda la eternidad. El mundo a nuestro
alrededor se halla en conflicto, el Caos ataca los cimientos de
nuestra
propia tierra, malvadas criaturas acechan en nuestras
antaño orgullosas ciudades. Los hombres no deberíamos enfrentarnos
entre nosotros en esta época de dificultades, pues ¿no tenemos un
enemigo común contra
el que combatir?”
“De
todas maneras, ¡ese oro es nuestro!” -contestó su jefe, indicando
a sus hombres que
avanzaran.
“Entonces,
que así sea, ¡estaréis en brazos de la condenación antes de que
se ponga el sol!” -replicó Marius,
lanzándose al ataque.
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