Un denso humo emergió de los doce templos del sacrificio emplazados en la ciudad de Naggarond, impregnando la ciudad entera de un denso y suave aroma. Era el día de la Cosecha de Almas, una de las muchas fiestas en honor a su dios Khaine. Cada familia noble trataría de superar a la vecina sacrificando un mayor número de esclavos. Las familias que fueran más generosas en sus donativos serían bendecidas por la hermandad y se librarían de su ira en la Noche de la Muerte. Los niños elfos oscuros esperaban impacientes a las puertas de los templos, donde las sacerdotisas les entregaban las cabezas cortadas de los esclavos. Los jóvenes competían entre ellos clavando sus trofeos en estacas que apoyaban en los parapetos de los altos muros de la ciudad.
En el interior de los templos, una vez destripadas las víctimas y colocados sus corazones y entrañas en las piras de sacrificio, las elfas brujas se encargaban de desollarlas para coser largas telas con sus pieles. La posición social de cada familia se medía por el tamaño de estas macabras decoraciones que adornaban los muros de la ciudad. La sangre fluía por las calles, pero sobre ellas flotaba la frenética corrupción de Malekith, ajeno a la fiesta que estaba teniendo lugar ahí abajo. Había presenciado numerosas celebraciones de la muerte, y le traían sin cuidado esos menesteres.
Desde una ventana de la torre más alta de la ciudad, en el punto más elevado de todo Naggarond, volvía su mirada hacia el este. Naggaroth era su tierra y en ella hacía todo lo que le satisfacía. Todas y cada una de las almas que allí habitaban le pertenecían y, si quisiera aplastarlas, podía hacerlo a voluntad, pero no era suficiente. Mientras su gente le reverenciaba en su propia autoindulgencia, sus enemigos se hacían cada vez más poderosos. Incluso en esos momentos, en Ulthuan, los patéticos guerreros de Eltharion se vanagloriaban de cómo habían llevado con éxito un ejército hasta las orillas de Naggarond. Hasta entonces, ningún mortal había osado poner el pie en sus tierras sin su permiso. Era un síntoma de que su gente se debilitaba, decadente en su confianza. Algunos culpaban de ello al crecimiento de la confianza de los cultos clandestinos. Incluso ahora, mientras su pueblo se regocijaba en las matanzas en nombre de Khaine, había quienes preferían poner su fe al servicio de otros dioses. A él no le preocupaban tales asuntos, los apuñalamientos por la espalda y la política interna de los elfos oscuros servían para fortalecer a su gente. Entre el veneno y las conspiraciones, los débiles morirían y sólo quedarían los más fuertes. Mientras las traiciones crecían y prosperaban, los corazones de los de su raza se habían enfriado y endurecido tal y como él deseaba.
Malekith regresó de la ventana para sentarse en su trono había sido esculpido con los huesos de aquellos a quienes el Rey Brujo había aniquilado, la sangre manaba de las cuencas vacías de los cráneos de la base del estrado. A la izquierda del trono reposaba una larga espada de cortante y agudo filo. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que blandiera su espada. Malekith sintió un intenso odio hacia toda la raza de los altos elfos, le invadió la ira como si se tratase de un fuego interno que crecía en intensidad. Destructora, su espada mágica, probaría de nuevo el sabor de la sangre esa misma noche. Mientras la ira recorría todo su cuerpo, este permanecía insensible al dolor de sus quemaduras. Su cuerpo había quedado horriblemente desfigurado cuando intentó atravesar las llamas sagradas de Asuryan, e incluso ahora los sentimientos de odio que inundaban a Malekith eran su único escape a esta abrasadora angustia. El amargo recuerdo de sus heridas intensificó aún más su ansia de muerte.
Se dirigió con determinación hacia la galería donde descansaba su dragón negro, Seraphon, despertado de su sueño como si hubiese presentido el sentimiento de maldad creciente en su señor. Malekith se subió en su montura y, sin necesidad de orden alguna, la bestia se elevó de la galería y luego cayó en picado hacia la tierra como si se tratara de un halcón lanzándose sobre su presa, invisible para los de abajo debido a la intensa humareda. El Rey Brujo y la bestia emitieron un grito que provocó un escalofrío de miedo incluso a la Reina Bruja. Todos los elfos oscuros de la ciudad sabían que el Rey Brujo buscaba venganza. En medio de la fiesta su señor había declarado que la guerra estaba próxima y que, como su pueblo, debían unirse a él.
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