De repente, durante un breve instante, solo se escuchaba silencio. Ni siquiera los gritos de los heridos ni los lamentos de los moribundos rompieron ese silencio. El rugido del cañón se detuvo. No sonaron gritos de guerra. Todo el mundo contuvo el aliento y esperó, sintiendo que la batalla había alcanzado un punto crucial. Era uno de esos raros momentos en los que el clamor de la batalla disminuía, el humo se disipaba y un hombre sabio podía ser consciente de la situación rápidamente, con exactitud y con la esperanza de estar en lo cierto.
El Caballero Roget d'Armaniac se giró sobre su silla para estudiar el campo de batalla. Ante él yacían una pila de ballesteros tileanos, contaminando el suelo de Bretonia con su inferior sangre extranjera. Sus correligionarios gritaban cuando salieron huyendo del campo de batalla. No merecía la pena perseguirlos. Por todos los dioses había mostrado esa escoria aldeana. ¡Cómo se atrevían a creer que podrían oponerse a la flor de la caballería Bretoniana! Bueno, les había enseñado una pequeña lección: que ni diez de esos lacayos a sueldo del emperador Karl Franz suponía un desafío para un noble hijo de Bretonia. Diez, cien o mil. ¡Enviárnoslos! Les mataría a todos, como el verdadero caballero que era.
Se tomó un segundo para alzar el visor de su casco con forma de león. Dioses, ¡cómo se habían lamentado las nubes al mostrar orgullosamente su rostro tras su leonado casco! Así, eso estaba mejor. Ahora podía ver mejor. Sí, era cierto, los Bretonianos estaban ganando, podría decir. Cierto, había unos pequeños reductos de obstinada resistencia, donde la Reiksguard se negaba a aceptar una derrota certera, o donde el trueno de los arcabuceros Imperiales habían hecho añicos a la infantería Bretoniana. Sin embargo, era algo asumible. La infantería eran aldeanos, mimados, débiles y fofos. Simplemente no podías esperar que ellos supiesen luchar apropiadamente. No entendían la naturaleza del honor ni cómo ganar la gloria en batalla.
Al corazón de Roget le dio un vuelco. Podía ver el estandarte imperial ondeando en un monte colindante. No había nada que lo protegiese a excepción de una deshonrosa chusma y pequeño y extraño cañón de nueve tubos. Sí, ése era el momento. Ahora, traería el renombre a la casa de los d'Armaniac. Los bardos cantarían su hazaña durante miles de años. La historia de cómo Sir Roget había liderado a sus hombres a una gloriosa victoria sería contada durante generaciones. Escupió desden al pensar en los alabarderos Imperiales. Esa pequeña caja explosiva no le infundía ningún temor.
Tales cosas eran típicas de las tropas Imperiales. No confiaban en su fuerza y en el acero como un verdadero guerrero debía hacerlo. Siempre buscaban cobardemente alguna ventaja. Bueno, no les haría ningún bien. Se dirigió hacia sus seguidores y señaló la colina.
Sus hermanos caballeros se alinearon tras él, preparados para la carga. Asintieron con sus emplumados cascos. Allí se encontraban algunos de los más renombrados caballeros de toda Bretonia. Reconoció el casco con forma de jabalí de Marcel d'Ume, y el de Lucien de Noir con forma de . Al verles se quedó henchido de orgullo. Era casi injusto, pensó: diez verdaderos Bretonianos contra apenas unos treinta aldeanos y su indigna arma de pólvora.
- ¿Está seguro de que esto es sabio, Sir Roget? – preguntó el joven Sir Edouard. – He oído horrorosos rumores acerca de ese Hellblaster.
Roget maldijo en alto. ¿Qué se podía esperar que le hicieran esos ridículos nueve chismes que señalaban la cresta de águila de su casco? - ¿Eres un hombre o un ratón, niño? ¿Dónde está tu honor?
Esto era demasiado para el joven Edouard. Clavó las espuelas en los flancos de su caballo y, sin esperar a los otros, avanzó hacia la colina. Los caballeros comenzaron a seguir su grito de guerra. Una sensación de poderío invadió a Sir Roget mientras cabalgaba. Dejó caer la lanza sobre su apoyo. Casi había alcanzado su objetivo. No le gustaba el aspecto de aquel bribón que estaba encendiendo la mecha de la base del aparato. Sonreía y se reía a carcajadas. Era casi como si el aldeano no pudiera creer su suerte, y lo demostraba descaradamente.
Está cerca. Pronto tendría el estandarte Imperial en su mano. Podía verse a sí mismo en la corte del Rey Louis, aceptando el reconocimiento de su agradecido monarca. De repente una enorme nube de humo se elevó desde el arma. Por un momento, fue como estar en el infierno. Hubo varias gigantescas explosiones. Las bocas de los cañones relucían incluso a pesar del humo. Los estallidos provocaron en su casco un eco ensordecedor. A su alrededor salían despedidos pedazos de tierra. La metralla rebotaba sobre su escudo. El olor de la pólvora llenaba sus fosas nasales. Algo rojo y húmedo salpicó su cara. Se pasó la lengua por los labios y saboreó el salado sabor de la sangre de otro. Se agachó mientras algo pesado pasó rozando su cabeza. Tras él escuchaba los gritos de dolor de Sir Leon.
La montura de Roget relinchó aterrorizada. ¡Cómo se atrevían a asustar a la bestia de esa manera! Se lo haría pagar. La nube de humo se disipó. Roget se detuvo y esperó la llegada de sus compañeros.
- Por Bretona y el Rey Louis! – gritó, y esperó la respuesta de sus seguidores. Giró la vista lentamente y se quedó horrorizado. No había otros Bretonianos cerca. ¡Todos había desaparecido! ¿Qué vil magia era esa? Seguro que ese arma no había podido quebrar de esa forma su unidad. No, había sido hechicería demoníaca.
Entre gritos de triunfo, los alabarderos Imperiales avanzaron hacia él.
Como odio la artillería imperial, y sobretodo este cañón que ahora con un ingeniero dentro sirve para deletear cualquier cosa sobre el campo de batalla :(
ResponderEliminarMe encanta que recuperes estos relatos, Yibrael. Son de lo mejorcito de este nuestro querido universo.
ResponderEliminarSin duda alguna,de los mejores de esa época.Lo que nos reíamos mi hermano y yo con el.Por cierto,es mi imaginación o faltan palabras?
ResponderEliminarMuy grande,si señor
Tienes razón, faltan algunas palabras... Es que es un re-traducido del relato.
EliminarLos bretonianos siempre han tenido una enorme dificultad para distinguir estupidez de heroismo.
ResponderEliminarTodo un clasico Yibrael.
Tales cosas eran típicas de las tropas Imperiales. No confiaban en su fuerza y en el acero como un verdadero guerrero debía hacerlo. Siempre buscaban cobardemente alguna ventaja. Doy fe.
ResponderEliminar¡Ah, los Imperiales y los Bretonianos, siempre compitiendo por ser los adalides de la raza humana! ¡Pobrecitos! ¡Sólo el Poder del Caos es eterno! xD
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