Descendiendo por la larga rampa, el ejército enano penetró en la gran sala subterránea. La sala tenía quizás diez tiros de flecha de longitud y lo mismo de ancho; su techo parecía estar tan alto por encima de las cabezas de los enanos que igualmente podría haberse tratado del cielo. De hecho, sus antiguos constructores habían colocado joyas en él que brillaban como estrellas. Constelaciones de diamantes y brazos espirales de turquesas observaban fríamente el lugar donde iba a desarrollarse en breve una batalla. Por cuatro enormes ventanales con arcadas situados en el lejano techo entraban cuatro columnas de luz que caían iluminando la gigantesca sala abovedada.
Una gran grieta se abrió en el lado izquierdo del suelo de la cámara. Un aire frío surgía de sus oscuras profundidades: traía olores de corrupción y de cosas que hacía mucho tiempo que se estaban descomponiendo en la oscuridad. El frío aire atravesó la capa de Thorgrim y le llegó a los huesos, tocándole con los gélidos dedos de un cadáver.
En diversos puntos se habían formado charcas estancadas que cubrían las depresiones de la roca y el irregular suelo. Cada diez latidos de corazón caían gotas condensadas del techo a cientos de metros de distancia, agitando el agua con cada impacto. Una espuma de algas fosforescentes brillaba en la oleosa superficie. Se habían formado enormes montículos de cascotes donde habían caído toneladas de rocas. Las estatuas caídas de antiguos reyes enanos yacían como dioses de piedra desplomados por el agrietado suelo de los bordes de la cámara. Bosques de hongos altos hasta la cabeza, luminiscentes e insalubres, surgían del suelo de la sala en una docena de puntos. Varios túneles y escaleras desembocaban en la gran sala: antiguas rutas de acceso que llevaban por caminos olvidados a lugares legendarios.
Thorgrim sabía que esa era una de las partes de la ciudad más viejas y profundas, remontándose su construcción a justo después de la primera Gran Invasión del Caos. La gigantesca cámara formaba parte de la Gran Carretera Subterránea, y, como gran parte de Karaz-a-Karak, había tenido que ser abandonada. Simplemente no habían tenido suficientes enanos para ocupar toda la ciudad. Pico Eterno se construyó para albergar a cien veces más enanos de los que vivían en ella actualmente. La mayor parte de la población prefería habitar cerca de los demás, en el barrio oeste de la ciudad. Unos pocos guerreros y centinelas eran todo lo que quedaba para vigilar ante la aparición de intrusos. Y al final habían llegado intrusos.
En la distancia, Thorgrim podía ver sin dificultad a la horda skaven que los centinelas habían descubierto. Los hombres rata parecían estar más en su ambiente entre las ruinas del ancestral reino enano que los propios enanos. Este sentimiento preocupó a Thorgrim. Era como si los skaven hubieran evolucionado para vivir entre las ruinas y los restos de las civilizaciones muertas o agonizantes. Parecían destinados a agarrarse a los deshechos de la historia y sobrevivir mientras otras razas mejores y más sabias se hundían en el olvido.
Desde lo alto de su trono llevado a hombros de cuatro robustos camaradas, Thorgrim observó cómo las fuerzas enemigas se desplegaban. El ejército skaven era un hirviente mar negro de sucios pellejos y agitadas colas rosadas; había miles de guerreros hombres rata. A medida que los enanos entraban en la sala, la marea de criaturas tomaba forma y se organizaba como si estuviera guiada por una inteligencia superior. Entre la gran masa se percibía un cierto orden, una inteligencia visible.
Una oleada de grandes ratas avanzó adelantándose al ejército skaven, formando una pantalla de hostigadores que se extendía ante todo el ejército. Sus parientes bípedos se amontonaban tras ellas. En el centro había una unidad de criaturas gigantes, medio ogros y medio ratas. A la espalda de una de ellas había montado un enorme guerrero skaven, quizás el general del ejército. A su lado, las infames filas de los repugnantes monjes de plaga formaban tras su estandarte de pesadilla: el cadáver medio descompuesto de un hombre bestia empalado como un cerdo asado en una pica.
Cerca de ellos, los portadores de los incensarios de plaga hacían oscilar esferas que contenían la muerte por contagio. Enmascarados y enguantados, los lanzadores de viento envenenado tomaban posiciones entre los diversos regimientos de guerreros alimaña y de guerreros de los clanes, sujetando cuidadosamente sus esferas de cristal cargadas con viento envenenado. Detrás de las filas delanteras avanzaban enormes regimientos de terribles guerreros skaven. En el centro de todo el ejército, de pie sobre la estatua caída de un rey enano, se encontraba un Vidente Gris, controlando toda la hirviente masa infernal de sus seguidores ratunos. Levantó una zarpa gris para atraer la atención y parloteó a los skaven reunidos, azuzándoles hasta que estos parecieron quedar presos de un estado de odio enloquecido hacia sus enemigos.
(mañana la segunda parte)
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