sábado, 26 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 18)


“¡Romped-matad!” Chillaba el Señor de la guerra Padrealimaña, agitando su alabarda hacia los pocos elfos restantes. El resonar de la gran campana había llevado a su ejército a nuevos niveles de locura asesina y sed de sangre, pero le llenó de temor. Una magia tan poderosa solo era utilizada por los videntes grises, y no podía permitirles que echasen sus zarpas sobre el amuleto antes que él lo hiciese. “¡Golpead-cortad!” aulló, mientras se elevaba sobre la espalda de una de sus alimañas de negro pelaje y golpeando su casco furiosamente. Sacudió su cabeza perplejo. La cosa-elfo de dorada armadura había retenido el avance de su ejército casi con una sola mano. Tan solo unos pocos soldados heridos permanecían a su lado, protegiéndose las espaldas los unos a los otros mientras sus espadas a dos manos iban y venían; a pocos pies de distancia tras el estrecho puente de roca, había un par más de ellos, disparando sus flechas hacia la inminente horda. “Matadles” rugió, golpeando el metal de su propio casco de frustración, incapaz de creer que un pequeño grupo como ese pusiera en peligro sus planes tan cuidadosamente trazados.

Miró atrás en dirección a la horda que intentaba meterse por el estrecho puente. Ninguno de los rostros que veía le resultaba familiar. Entonces, para terminar de horrorizarlo, vio el hocico lleno de costras de ese traicionero caudillo, Colaespina. “¡Traidor!” chilló señalando al skaven mientras avanzaba. Golpeó nuevamente a la alimaña, pero esta vez para que se girase hacia Colaespina. “¡Detenedle!” chilló, empujando a sus guardias fuera del alcance de los elfos. “¡Matad al traidor!”

El sonido de la horrorosa campana vibró de nuevo mientras los enloquecidos skaven se giraban los unos a los otros. Padrealimaña y Colaespina arrojaron órdenes a sus guerreros de clan, pero la escena degeneró rápidamente en un caos total. Mientras el aire vibraba por los tañidos de la sacrílega campana, el ejército skaven rompió sobre sí mismo en una orgía de garras ensangrentadas y brillantes dientes.

“¡Ratchitt!” gritó Padrealimaña, intentando sacar su musculoso cuerpo de la fatigada masa de espadas y colmillos. “¡Matadle!” chilló, espiando al ingeniero agachado sobre una roca al lado del puente. “¡Usa tu pistola, maldito gusano!”

El ingeniero asintió con entusiasmo como respuesta, y señaló a la extraña pistola de cañón largo de su túnica, levantándola con evidente excitación.

Padrealimaña se giró hacia Colaespina y sonrió triunfante. “¡Muere, sucio traidor! He esperado durante...”

Sus palabras se volvió un confuso gorgoteo tan pronto como la sangre comenzaba a manar de su boca. Observó a Ratchitt confuso y vio que el ingeniero no estaba apuntando con su arma hacia el puente, sino a él. El sonido del disparo había sido aplacado por los tañidos de la campana y el clamor de la batalla, pero mientras Padrealimaña bajó la mirada y observó su pecho vio un ennegrecido agujero del tamaño de un puño en su coraza.

“Ratchitt” murmuró antes de caerse del puente y de precipitarse sobre las rocas en las que rompía el oleaje.

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