Ratchitt tomó una pequeña caja de cobre de uno de las muchas bolsas que cubrían su armadura. Sus garras se mostraban torpes debido al miedo, pero finalmente se las arregló para tirar del gancho. Le dio a la caja un firme golpe y el panel frontal se desprendió, permitiendo que una serie de tubos unidos traqueteasen hacia el suelo, formando entre ellos un enorme tubo con una bulbosa lente al otro extremo. El ingeniero brujo lo arrastró fuera del borde del precipicio sobre el cual se encontraba, elevando el tubo hacia su ojo para poder observar el horizonte. “Ahí está” siseó. Estaba tan excitado devido a lo que vio que comenzó a trepar por las rocas. Sus frenéticos movimientos hicieron desprenderse unas cuantas piedras de su sitio y tuvo que saltar hacia atrás con un gruñido de sorpresa, chocando de espaldas con la imponente figura que se encontraba tras él.
“¿Qué?” gruño el Señor de la Guerra Padrealimaña, mientras presionaba desde el cuello a la nuca del ingeniero, mientras lo alzaba hasta su arrugado rostro. “¿Qué es lo que has visto? ¿Otro bosque devorador de carne? ¿O un lago de ácido intransitable? ¿Qué más puede lanzar esta maldita isla en contra nuestra?” Golpeó su frente contra la de Ratchitt y le fulminó con la mirada. “Estoy comenzando a tener serias dudas sobre la expedición.” Soltó a Ratchitt, y el ingeniero se cayó sobre la ladera del pequeño montículo emitiendo un sonido de metal y cristales. Padrealimaña señaló con su cuchillo los pilares de roca que los rodeaban. Docenas de pálidos gusanos, finos como dedos, comenzaron a arrastrarse hacia él entre las grietas del suelo. “Este lugar tiene vida propia” gritó. “Y nos quiere muertos.”
“Sí-sí” jadeó Ratchitt, mientras se levantaba del suelo palmoteando sobre la armadura del señor de la guerra. “Estáis en lo cierto, como siempre, maestro. La isla está más maldita de lo que hubiese podido imaginar.” Sus ojos crecieron de excitación. “Lo cual prueba todo cuanto pensé.” Examinó con una pequeña lupa una de las ondulantes rocas. “¿Qué clase de magia podría provocar tal cantidad de corrupción? ¡La magia del Caos! ¡Magia disforme! La roca de las cosas-elfas debe ser más poderosa aún de lo que habíamos imaginado.”
El señor de la guerra alzó su cabeza mientras emitía un gruñido de frustración. Entonces empujó al ingeniero contra una de las columnas, directamente sobre un nido de aquellos retorcidos gusanos.
Ratchitt chilló de terror mientras notaba cómo los pálidos gusanos trepaban por su cara y lo mantenían firmemente aprisionado en la roca. “¡Me están comiendo!”
El señor de la guerra le sujetó contra la roca y dejó salir una risa gutural. “Bueno” dijo. “¿Y por qué no?” Alzó su cuchillo hacia la horda que se apiñaba por subir la colina que tenía detrás. Cada uno de los skaven peleaba con alguna clase de bizarro atacante y todos ellos estaban heridos de alguna forma. Cada palmo de la isla vibraba con maliciosa vida y hambre feroz. “ Todos los demás están siendo comidos” argumentó Padrealimaña. “¿Por qué deberías librarte?”
Ratchitt forcejeó desesperadamente mientras los gusanos se deslizaban por debajo de su armadura y se extendían por su cuello.
“Cuéntame” espetó el señor de la guerra, mientras se agachaba a la altura del ingeniero que pataleaba de miedo.” ¿Por qué no debería marcharme mientras puedo y dejar que te pudras en tu preciosa isla?”
“Mire” gimoteó Ratchitt, arrastrando sus binoculares por el suelo. “Al otro lado de la colina!”
El señor de la guerra miró el tubo de cobre que le tendió el ingeniero y dejó salir un gruñido de desconfianza.
“ ¡Rápido!” chilló Ratchitt mientras sentía cómo los gusanos le quemaban el pellejo y se abrían paso hasta su carne.
Padrealimaña selló de nuevo el tubo de cobre. “Ya he tenido suficiente de tus inútiles artilugios” murmuró, mientras lo aplastaba bajo su talón.
Ratchitt rugió horrorizado mientras las lentes se hacían añicos bajo las curtidas garras de Padrealimaña.
El señor de la guerra sacudió su cabeza mientras observaba los desesperados intentos del ingeniero por liberarse. “¿En qué estaba pensando?”, murmuró.
Ratchitt volvió a gritar mientras sentía cómo los húmedos gusanos se retorcían bajo su piel y anidaban bajo ella, haciendo camino hacia su palpitante corazón.
El señor de la guerra resopló y miró hacia arriba a través de las sombras, mientras una sombra pasaba por encima. “¿Y ahora, qué?” gruñó.
El grifo del príncipe Jinete de Tormenta se posó con tal fuerza sobre el lateral de la colina, que provocó un pequeño alud.
Padrealimaña dejó de agarrar a Ratchitt y se protegió la cara de la avalancha de rocas que se precipitaban hacia él.
Ratchitt gritaba por el dolor y el alivio que sentía al liberarse de la roca infesta de gusanos y acabó por desplomarse en el suelo. Mientras el ingeniero se alejaba rodando de la columna de roca, se sintió al borde de la inconsciencia: la sangre manaba de incontables agujeros que cubrían su torso, y su cabeza parecía colgarle frágilmente mientras se alejaba del grifo.
El grifo soltó un chirrido ensordecedor mientras el príncipe se dirigía hacia el señor de la guerra.
El Señor de la Guerra Padrealimaña se apartó de su trayectoria justo a tiempo para esquivar los talones de la bestia. “¡Atacad!” aulló, desenganchando su alabarda y apuntando con ella a la cría de grifo. Mientras se arrastraba hacia un lugar seguro, sujetó el talismán de piedra de disformidad que colgaba alrededor de su cuello y lo resguardó tras su coraza, murmurando una rápida oración a la Gran Rata Cornuda mientras lo hacía.
Una multitud de skaven se precipitó hacia delante para proteger a Padrealimaña, pero mientras el monstruo se alzaba delante de ellos, comenzaron a mirarse con nerviosismo y se detuvieron. Ninguno de ellos estaba dispuesto a ser el primero en enfrentarse a aquella terrorífica criatura.
La elección les fue arrebatada en el momento en que el grifo se abalanzó sobre ellos, chirriando y gruñendo hacia la confusa masa de figuras apretujadas. Mientras los skaven alzaban un bosque de lanzas y alabardas, intentando desesperadamente defenderse del ataque del grifo, estaban demasiado ocupados para detener la esbelta y dorada figura que saltó del lomo de la criatura y se dirigía corriendo hacia su general.
El príncipe echó hacia atrás su arma, corriendo y murmurando un amargo juramento de venganza mientras blandía su arma hacia la cabeza de Padrealimaña.
El señor de la guerra se alzó y permaneció erguido, siseando con rabia mientras bloqueaba con su alabarda la espada del elfo y logrando empujarlo pendiente abajo.
El príncipe logro rodar grácilmente aterrizando sobre sus pies y cargó saltando hacia su oponente con un ondulante grito de guerra.
Ratchitt permaneció apoyado sobre la roca y sonrió. Sus piernas le temblaban y su cabeza aún estaba nublada por el dolor, pero una vez más se dio cuenta de que el destino se encontraba de su parte. Sintió la poderosa mirada de la Gran Cornuda observándole, alentándole a tener éxito. “Rápido-rápido” murmuró hacia sí y comenzó a trepar torpemente por la pendiente. “Solo los juguetes de Ratchitt pueden salvarnos ahora” rió de forma alocada, a la vez que corría tras las dos figuras que se batían en duelo y llegaba a la principal fuerza skaven.
Mientras trepaba observó que el grifo ya se hallaba rodeado de un círculo de carne ensangrentada y miembros retorcidos; pero los skaven eran tan numerosos que se agolpaban hacia la criatura rodeándola con sus irregulares armas.
Uno de los skaven más grandes – un bruto de pesada coraza y casco con cresta – trepó sobre los demás miembros de su clan y alzó su puño en señal de triunfo. “Lo tenemos rodeado” dijo a gritos, preparándose para empujar su arma sobre el apaleado animal. Pero antes de que pudiese golpear, una punta de flecha atravesó su coraza. Se agarró la flecha mientras se encontraba en estado de shock, confundido por la sangre que brotaba de su pecho; entonces cayó hacia delante en las garras del grifo que le daban la bienvenida.
Los otros skaven aullaron de consternación y el círculo de alabardas se debilitó cuando se giraron para comprobar quién más les estaba atacando.
Tal breve vacilación fue suficiente para sellar su destino, y el grifo se abalanzó hacia delante despedazando las armaduras de sus atacantes con ferocidad.
Ratchitt se escabulló sobre una roca y miró desde la cima de la pendiente. Al fondo de la colina, una columna de figuras blancas y azules se deslizaban atravesando la vanguardia del ejército de Padrealimaña. “Cosas-elfo” siseó Ratchitt, dejándose caer tras la roca para ocultarse de su vista. Mientras se apoyaba contra la roca, el ingeniero dejó salir una nueva risa de satisfacción. “Sí-sí” murmuró. “Solo los juguetes de Ratchitt podrán salvar a Padrealimaña ahora. Entonces tendrá que escuchar.” Todavía riéndose para sí mismo, el ingeniero se dejó caer tras la roca y correteó colina abajo, olvidándose del dolor de sus heridas ante la perspectiva de utilizar uno de sus inventos.
Con el señor de la guerra todavía enfrascado en el combate y el resto de los skaven defendiéndose del grifo o bien batallando contra los elfos que se acercaban, ninguno prestó demasiada atención a Ratchitt mientras corría hacia uno de los carros que había persuadido a Padrealimaña para que trajese. Mientras se acercaba, ordenó a los esclavos que desabrochasen la cubierta de lona y descargasen el contenido del carro.
Los esclavos jadeaban y gruñían debido al esfuerzo mientras empujaban una máquina de aspecto extraño por una pequeña rampa en la ladera. Parecía un mortero de cuchillas de alguna clase, pero el cañón estaba cubierto de placas de metal grabadas con runas y relucientes pistones.
Ratchitt se estremeció cuando un rugido que le resultó familiar se escuchó tras las rocas. A pesar de encontrarse en una desproporcionada inferioridad numérica, los elfos ya habían conseguido abrir brecha entre las filas de los skaven y se encontraban a tan solo unos pocos minutos del Señor de la Guerra Padrealimaña. El general había visto su inexorable avance, pero le resultaba imposible escapar de los ataques del Príncipe Jinete de Tormenta, los cuales eran rápidos como un rayo. Su hocico relucía por la sangre mientras se esforzaba por defenderse y lo único que podía hacer era gritar de frustración mientras los elfos avanzaban hacia él.
“Rápido-rápido” ordenó Ratchitt, repartiendo collejas entre los esclavos que forcejeaban la engorrosa máquina. “¿Dónde se encuentran?”
Uno de los esclavos saltó al interior del carro y sujetó un enorme cofre, inclinándose repetidamente mientras intentaba abrir la tapa.
Ratchitt rugió de excitación mientras observaba el contenido; docenas de bolas de cristal, encerradas en jaulas de cobre remachado, que contenían un brillante líquido verde de aspecto virulento. “Ratchitt es demasiado listo-listo como para que le traten tan mal,” susurró mientras estrechaba sus garras. “¡Cargadla!”
Los esclavos se apresuraron a obedecer, tras una elaborada serie de reverencias. Llevaron con cierta prudencia algunas de las bolas de cristal junto a la máquina y las depositaron cuidadosamente en el interior del cañón.
Tan pronto vio que las bolas estaban aseguradas en su sitio, Ratchitt dio un codazo a los esclavos para que se apartaran y se subió a la máquina. Se abrochó un alambre alrededor de su cabeza y observó el caos que se encontraba bajo sus pies. Frunció el ceño y murmuró un breve conjuro en voz baja, mientras tocaba un cilindro de latón que se encontraba a un lado del arma. “¡A la izquierda!” espetó, convocando a los esclavos para que se acercasen de nuevo. Corrieron al escuchar las órdenes del ingeniero y empujaron la máquina ligeramente. “¡No tanto!” chilló Ratchitt, mientras golpeaba en la cara al esclavo que se encontraba más próximo, dejando al desdichado escuálido caer pendiente abajo. El resto de esclavos sujetaron la máquina rápidamente, haciéndola retroceder unos pocos centímetros, y miraron expectantes a su amo. Observó de nuevo tras el cableado y asintió de forma satisfactoria. Entonces se alejó unos pasos y señaló una mecha situada a un lado del artefacto.
Los esclavos se miraron nerviosamente los unos a los otros.
“¡ Enciéndelo!” gritó Ratchitt, sacando su extraña pistola y apuntando a la cabeza del esclavo que se hallaba más próximo.
Mientras los demás se alejaban del peligro, el esclavo murmuró una breve oración a la Gran Rata cornuda y encendió la mecha.
No ocurrió nada.
Ratchitt se quedó perplejo durante unos segundos, todavía apuntando con su pistola a la cabeza del tembloroso esclavo. “Mal” murmuró y apretó el gatillo. El retroceso echó hacia atrás su brazo y sus ojos se llenaron de humo. Cuando la nube se disipó, los demás skaven gritaron horrorizados.
El desdichado esclavo yacía retorciéndose sin cabeza junto a la máquina.
“Rápido-rápido” dijo Ratchitt, apuntando con su arma hacia otro de los esclavos. “Otra vez.”
El esclavo elegido se acercó hacia la máquina y se inclinó hacia la chamuscada mecha. Mientras Ratchitt observaba con recelo sobre su hombro, el esclavo revisaba cuidadosamente el mecanismo. Con un gesto de satisfacción, el esclavo se dio cuenta de que varios de los tornillos se habían aflojado. Comenzó a apretarlos rápidamente con una de sus garras y arrastró una palanca a su posición inicial. Entonces observó nervioso a sus pies el cuerpo sin cabeza y se giró hacia Ratchitt.
Ratchitt arqueó sus labios, dejando a la vista una fila de colmillos amarillentos.
El esclavo cerró los ojos y encendió la mecha.
Ratchitt chilló de deleite como un rayo disparado hacia delante con un fuerte crujido y el mortero disparó su contenido colina abajo.
Debajo, las rocas estallaban en enormes hongos de fuego verde. El cañonazo resonó por toda la colina, dispersando skaven y elfos como hojas en una tormenta.
El príncipe y el señor de la guerra detuvieron su contienda mientras observaban la batalla conmocionados. A la vez que las columnas de humo color esmeralda se disipaban, se revelaba la completa extensión de los daños causados. Un gran cráter ennegrecido apareció al otro lado de la colina y junto a éste una pila de cuerpos carbonizados. Muchos de los muertos eran skaven, pero también se encontraban varios elfos en el interior del cráter y el príncipe gritó de consternación.
Mientras el príncipe se tambaleaba con la tez pálida debido al shock provocado por la pérdida de sus compañeros, Padrealimaña vio clara su oportunidad y atacó con su cuchillo de carnicero.
El príncipe vio el peligro justo a tiempo para protegerse el rostro, pero la hoja atravesó la armadura de su antebrazo, logrando herirle. Comenzó a tambalearse hacia atrás mientras le maldecía y cayó por la pendiente hacia el ejército skaven.
“¡Fuego-fuego! ¡Fuego-fuego!” chillaba Ratchitt, saltando atrás y adelante mientras los esclavos continuaban cargando cuidadosamente más esferas de cristal en la máquina. Esta vez no hubo necesidad de atosigarles; antes de que Ratchitt pudiera alzar su pistola, uno de los esclavos encendió la mecha y las esferas salieron silbando a través del aire.
Otra explosión de color verdoso resonó en la colina. Ésta fue incluso mayor que la primera y ésta vez la mayoría de las figuras que fueron diseminadas por el aire eran elfas.
El príncipe consiguió ponerse de pie a tiempo de esquivar la pared de alabardas y espadas que se precipitaba hacia él. Los skaven que se agolpaban a su alrededor entraron en un estado de frenesí al olfatear la sangre fresca que corría por su brazo. “Garra Afilada” jadeó, mientras trataba de arrastrarse de vuelta por la ladera.
El grifo se encontraba a tan solo a unos pocos metros de distancia. Tenía un corte irregular en un costado y una alabarda clavada en su grueso cuello, pero al escuchar la llamada de su amo, se levantó sobre sus patas traseras y dejó salir un chirrido ensordecedor. Los skaven que rodeaban al monstruo se amilanaron ante el tamaño de la criatura y ésta aprovechó una vez más para cargar, esparciendo miembros y armas a su alrededor mientras avanzaba hacia donde se encontraba el príncipe.
Mientras el grifo avanzaba hacia él, sujetó con su brazo el cuello de la bestia y se subió a su lomo. Con los skaven presionándolo a su alrededor, el grifo rugió de nuevo y esta vez el príncipe gritó al unísono del ensordecedor rugido mientras observaba a sus hermanos asesinados.
De todas formas, ni siquiera tal despliegue de furia fue capaz de ocultar la derrota de los elfos, y los skaven rodearon con aire victorioso a la criatura, pululando por barrancos y picos en imparable superioridad numérica.
“¡Seguidme!” ordenó el príncipe al resto de sus tropas, agarrándose el brazo ensangrentado mientras el grifo se elevaba hacia los cielos. “¡Retirada hacia el templo!”
El segundo cañonazo le dio a los skaven nuevas reservas de valor, y para entonces menos de la mitad de la guardia del mar pudo escuchar la orden del príncipe. Los que pudieron, dieron media vuelta y huyeron hacia la bruma mientras un enjambre de vociferantes skaven les pisaba los talones.
“En el nombre de Aenarion,” gritó el príncipe, mientras el grifo se elevaba hacia el cielo. “Id hacia el templo.”
“¡Fuego-fuego!” chilló Ratchitt de nuevo, riendo de forma histérica ante la destrucción que había creado, e ignorando el hecho de que ya solamente quedaban skaven en la parte baja de la colina. Los esclavos también reían, y se empujaban los unos a los otros en su afán de cargar las bolas en el dispositivo. Debido a la excitación que sufrían, dos esclavos tropezaron y se produjo un chasquido de rotura de cristales.
Sonó un nuevo cañonazo y la máquina se desvaneció en una nube de astillas, roca vaporizada y turbio humo verde.
Ratchitt se encontró desplomado sobre una roca, a varios metros de distancia, observando el mundo boca abajo que estaba fragmentado en docenas de pequeños diamantes. Un agudo silbido resonaba en sus oídos y se preguntó por un momento si su cabeza se habría separado de su cuerpo. Entonces, se deslizó hacia el suelo y los cristales rotos de sus gafas se desprendieron, retornando así su visión a algo parecido a la normalidad.
Vislumbró entonces una silueta de un Señor de la Guerra Padrealimaña que estaba dado la vuelta, cubierto de sangre y cojeando debido a una herida que le habían hecho en el muslo. Sin embargo, seguía manejando con espectacular habilidad el cuchillo de carnicero que portaba mientras avanzaba entre gruñidos.
“ ¡Espere!” chilló Ratchitt, alzándose como pudo mientras se alejaba de Padrealimaña. “¡Acabo de salvarle la vida! Lo menos que puede hacer es dejar que le muestre lo que he encontrado.”
“Lo menos que puedo hacer es nada” gruñó Padrealimaña, avanzando con tal velocidad que saliva y sangre caían de su tembloroso hocico. “Pero todavía tengo fuerzas suficientes para desollar tu inservible pellejo.”
“¡Espera!” chilló Ratchitt de nuevo, alzando su pistola hacia el rostro del señor de la guerra.
Padrealimaña tropezó hasta detenerse. El sabía que la pistola era propensa a tener un mal funcionamiento, pero a esa distancia podría incluso dejarlo sin rostro. Echó un vistazo sobre su hombro. Su ejército se le aproximaba rápidamente, con las triunfantes alimañas a la cabeza, pero todavía se encontraban a minutos de distancia. Se encogió de hombros y bajó su arma. “Muéstrame” rugió. “Después, muere.”
Ratchitt mandó a Padrealimaña dirigirse hacia la parte alta del precipicio con su arma y trepó rápidamente tras él. Al llegar al borde, hurgó bajo su armadura hasta sacar otra caja de cobre cilíndrica. Al igual que antes, quitó el cerrojo, lo golpeó un par de veces y comenzó a extender su interior por el suelo con una serie de ruidos. Entonces le entregó el adornado tubo al señor de la guerra e hizo un gesto hacia el lado opuesto del valle.
Padrealimaña se limpió la saliva de su hocico con un gesto de desprecio y acercó el catalejo hacia su ojo. “¿Qué se supone que voy a...?” Se detuvo y dio un paso al frente, acercándose peligrosamente al borde. “¿Qué es eso?” siseó, bajando el dispositivo y devolviéndoselo a Ratchitt.
Ratchitt cogió el catalejo y observó a través de él. Al lado opuesto del valle se encontraba la costa sur de la isla, y saliendo de ésta había un estrecho cuello de tierra. Al final del istmo, alzándose entre la bruma que rodeaba las rocas, había una imponente masa de calaveras negras que se tambaleaban. Se elevaba cientos de metros hacia el cielo y obviamente se trataba de un templo de algún tipo, pero su arquitectura no se asemejaba a nada que hubieran visto antes. Los cráneos de piedra se alzaban en una maraña imposible de fachadas, cúpulas y parapetos. A Ratchitt no le cabía la menor duda de que aquella lunática y retorcida construcción era el corazón de toda la isla. “ Aquello, oh, el más sagaz de todos, es nuestro premio” respondió.
Las máquinas de guerra y grupos de apoyo Skryre son de lo más efectivos y fiables, hasta que explotan...
ResponderEliminarHay días que explotan más que otros... Parece que la Rata Cornuda no te sonríe xDD
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