El Maestro de la Espada Kalaer murió con un aullido de incredulidad.
Mientras la colosal rata-ogro partía su cuerpo por la mitad, el arma del espadero permanecía sujeta a su mano, como si fuese incapaz de asimilar que pudiera caer ante un rival tan indigno. La criatura utilizó el torso partido de Kalaer como una extensión de su garra, esparciendo su sangre sobre los elfos mientras agitaba el cadáver sobre sus cabezas. Entonces golpeó a otro elfo fuera del puente, enviándolo hacia el lejano oleaje situado bajo el puente.
Los maestros de la espada que aún resistían continuaban luchando con la misma determinación sigilosa que antes, pero con la muerte de Kalaer, se dieron cuenta de que pronto le seguirían. El estrecho paso de roca había impedido a los skaven atacarles con toda su potencia, pero aún así, estaban a punto de llegar a la extenuación. Por cada skaven que derribaban, otro aparecía para reemplazarlo. Ya habían acabado con centenares de aquellas cosas, pero sabían que no quedaba esperanza. Todo cuanto les quedaba por hacer era morir con la mayor dignidad posible.
La rata-ogro que había acabado con Kalaer avanzaba ahora hacia los otros maestros de la espada, enviando a varias decenas de skaven al vacío, ya que avanzaba con inexorable paso pesado hacia los elfos. Sujetó el mellado trozo descomunal trozo de hierro que estaba utilizando como garrote e intentó esgrimirlo contra sus enemigos, pero al pisar sobre los cuerpos que yacían en suelo hizo que tropezase y cayera de bruces.
Varios de los elfos bailaban con gracilidad sobre el borde de la pieza de metal y hundieron sus espadas en el pespunteado pecho de la criatura. Entonces lo arrojaron por el puente hacia el mismo abismo en el cual Kalaer había hallado su destino.
Mientras la rata-ogro caía a la vista de todos, el grifo de Jinete de Tormenta bajaba desde los cielos una vez más. Mientras su montura se deslizaba sobre los apretujados combatientes, el príncipe se dejó caer entre los elfos. “No podéis morir aún” dijo el príncipe de forma serena mientras ocupaba su lugar entre los combatientes. “El puente debe resistir.”
El dorado casco alado del príncipe actuó como un faro para los elfos que permanecían en su sitio y, mientras avanzaba, le rodearon con un impresionante escudo de espadas giratorias. No estaban tan engañados consigo mismos como para creer que podrían vencer a todo un ejército, pero con el brioso príncipe reluciente liderándoles, sentían todo el orgullo de su raza a punto de explotar de sus pechos y guiando sus golpes. Las posibilidades de morir eran totales, pero tendrían su lugar en la historia.
El príncipe sostuvo su espada en el aire y aulló victorioso mientras docenas de skaven cayeron de repente al suelo con flechas de plumaje blanco incrustadas profundamente en sus delgados cuellos. Se giró para ver a Althin y a sus guardianes marinos, agachados tras los maestros de la espada mientras continuaban disparando flechas sobre sus cabezas. Junto a ellos se encontraban Eltheus y sus jinetes, desprovistos de sus caballos pero sujetando sus lanzas con siniestra determinación. Volvió a dirigir órdenes a sus hombres. “Llenad el mar con sus apestosos pellejos. Os prohíbo morir hasta que no eliminemos esa asquerosa plaga del mundo.” Mientras propinaba jatos sin cesar a los cuerpos infestados de flechas, el príncipe gritó sobre su hombro. “Capitán Althin, ¿ha visto a Caladris?”
“No tenía estómago para pelear” gritó el capitán, mientras disparaba otra flecha. “La última vez que lo vi, se dirigía hacia el templo.”
El príncipe asintió. “Ese muchacho es más valiente de lo que se imagina, Althin” murmuró mientras tomaba aliento nuevamente. “Más valiente que cualquiera de nosotros.”
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