domingo, 20 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 12)



 Caladris sintió cómo se estremecía el muro bajo sus pies y se agarró a las rocas para no caerse. Durante unos segundos una delgada columna de luz arqueó sobre las cabezas del ejército skaven y arremetió contra las puertas de la muralla. La antigua piedra se onduló y finalmente reventó hacia el patio de armas interior. La fuerza del impacto fue tan intensa que mientras se derrumbaban las puertas el resto de la muralla comenzaba a cambiar y a deslizarse también.

Entonces, tan rápido como vino, la luz se desvaneció.

Mientras duraba el eco del cañonazo los elfos contuvieron el aliento, esperando a ver sus efectos. Durante unos segundos no ocurrió nada; entonces, con un terrible crujido, toda la pared comenzó a desplomarse lentamente hacia atrás.

“Ha caído” gritó el Príncipe Jinete de Tormenta, haciendo despegar su grifo de la antigua piedra y elevándose sobre sus cabezas. “¡Abandonen el muro!”

Incluso cuando parecía que la tierra se desmoronaba bajo sus pies, el Maestro de la Espada Kaaer y sus hombres no mostraron temor alguno. Mientras una ensordecedora erupción los cubría de polvo y rocas, corrieron silenciosamente de vuelta por los desmoronados escalones hacia el patio interior y los istmos.

Mientras los soldados corrían hacia él, hacinándose en las vías de escape rápido, Caladris pronunció un hechizo de enlazamiento y canalizó la magia sobre las desmoronadas rocas. Durante unos minutos sentía como si todo el peso de la estructura reposara sobre sus hombros. El poder mágico chisporroteaba entre sus dedos y salía disparado como un mortero, mientras los soldados se apresuraban en bajar por las escaleras. Finalmente dejó salir un grito de abandono y saltó de la muralla, dejando que toda la estructura se colapsara tras él. Sus ojos brillaron con un blanquecino fogonazo mientras flotaba grácilmente hacia las lejanas losas del patio. Nada más aterrizar, se giró para mirar hacia la la pared mientras ésta iba desmoronándose. El arma Skaven había dejado en el muro un agujero del tamaño de una casa mientras los elfos huían y las torretas se desmoronaban en una mezcla de roca y argamasa. Caladris se percató con una mezcla de orgullo y horror que varias docenas de guardas no habían intentado salir corriendo para alcanzar las ya desvanecidas escaleras. La marea de cuerpos chocando los unos con los otros hacía imposible la huida, de modo que simplemente permanecieron en sus puestos – esperando pacientemente a morir, para que otros tal vez tuvieran la oportunidad de vivir.

Caladris se dirigió rápidamente hacia la fina banda de tierra que conectaba con el templo. Una vez que estuvo a una distancia prudente, se giro para contemplar un nuevo muro alzándose en lugar del anterior. Este otro estaba hecho de colosales jirones de humo, y se elevaba incluso a una altura superior a la del original. La enorme cortina de polvo lo salvó de ver a los agonizantes elfos, aunque no de sus gritos, que hicieron que el mago se estremeciera y se tambaleara hacia el borde del estrecho puente de piedra.

Grupos de polvorientos soldados comenzaron a emerger como fantasmas de entre el caos que se había formado, incapaces de disimular su conmoción hacia el nivel de destrucción que estaban presenciando. El muro había permanecido en pie durante miles de años; construido por manos desconocidas, antes incluso de los tiempos de Aenarion. Ninguno de ellos había imaginado que cayera ni en sus peores sueños.

Caladris vio al Maestro de la Espada Kalaer, caminando con paso sereno atravesando el humo mientras hacía las veces de pastor de los maestros de la espada a través del caos. Hizo un gesto hacia el mago mientras realizaba una serie de órdenes. Varios soldados se apresuraron a obedecer, formando ordenadas filas en torno a Caladris.

Caladris echó un vistazo entre los escombros hacia las figuras que se aproximaban y suspiró con alivio. El Capitán Althin estaba allí, liderando un grupo de sus guardianes del mar, y estaban seguidos a su vez por Eltheus con su emplumado casco y por los ágiles siluetas de sus Guardianes de Ellyrion.

“¡Alejaos!” gritó el príncipe desde el frente.

Todos miraron hacia arriba para observar una mancha de moteadas plumas leonadas y una reluciente armadura dorada, mientras el grifo atravesaba las nubes de polvo.

“¡Aún no estáis a salvo!”

Caladris miró hacia la pared de humo y vio impresionantes sombras atravesando la bruma. “Está en lo cierto. Algo se aproxima” murmuró, aferrando su vara en señal de alarma.

“¡Seguid las órdenes del príncipe!” Gritó Kalaer, elevando su espada a dos manos en dirección a los istmos. “¡Dirigíos hacia el templo!”

Mientras los elfos se apresuraban a obedecer, Caladris observó las enormes siluetas emergiendo del humo tras ellos. Mientras las pesadas formas fueron reveladas totalmente, el mago permaneció en shock. Los monstruos que se acercaban desde el muro no se parecían a nada que hubiera visto jamás. Se asemejaban a grotescos skaven sobredimensionados, pero parecían estar cosidos a partes de otras criaturas. Sus musculosos miembros se extendían sobre una mezcla de pellejos desparejados y carne putrefacta, y sus hocicos llenos de cicatrices estaban retorcidos por el dolor y la frenética sed de sangre. A medida que se golpeaban a través de los escombros, se dieron un festín con los elfos caídos, haciendo pasar sus miembros amputados por sus deformes gargantas y arañándose los unos a los otros en su afán de avanzar. Aparecieron unas figuras más pequeñas en torno a las ratas-ogro, repartiendo latigazos y pinchando las piernas de los monstruos en un intento de controlar sus torpes movimientos.

Mientras el Maestro de la Espada Kalaer llegaba al lado de Caladris vigilaba su retaguardia del enemigo que avanzaba y no pudo disimular su sorpresa. A pesar de ello se puso erguido inmediatamente, e hizo un guiño al mago mientras avanzaba a paso ligero. “Muy bien” dijo, girándose hacia el mago. “Tú y los otros debéis hacer lo que el príncipe diga.” hizo un movimiento con su espada hacia los monstruos. “Pero esas cosas se mueven demasiado rápido. Si no les oponemos resistencia nos desgarrarán a medida que huimos. Los mantendré ocupados durante el tiempo suficiente para que lleguéis al templo y organicéis adecuadamente la defensa.”

Caladris sacudió la cabeza en negativa, pero el caballero ya había ordenado avanzar al resto de maestros de la espada.

Inmediatamente después siguió la confusión. Los soldados que habían estado siguiendo las órdenes del príncipe se detuvieron a la vista de Kalaer y formaron una linea defensiva.

No había señal alguna del grifo, de modo que Caladris sostuvo en alto su vara e iluminó brevemente el puente con un destello de luz. “¡Debemos llegar al templo!” gritó. “¡Los maestros de la espada nos darán todo el tiempo que puedan!”

El Capitán Althin y los demás asintieron como respuesta y continuaron avanzando por el estrecho puente, ayudando a los heridos a moverse mientras avanzaban.

Kalaer lideró a sus maestros de la espada hacia la parte mas estrecha del puente de piedra. Solo pudo llevar a diez de ellos, pegados hombro con hombro, para cortarles el paso de las ratas-ogro. Con una simple palabra en código, las filas de elfos tomaron sus largas espadas a dos manos y formaron una especie de espesura metálica puntiaguda.

Mientras los retorcidos monstruos se dirigían hacia ellos, el grado de su terrible deformidad se iba haciendo más claro hasta revelarse por completo, pero los elfos no mostraron temor alguno y comenzaron a golpear grácilmente con sus espadas en una serie de mortíferos arcos. A pesar de estar apretujados los unos a los otros, se dirigieron hacia las ratas-ogro con increíble velocidad y precisión. Décadas de entrenamiento les han otorgado unos sentidos para el combate que casi excede las habilidades propias de su raza para detectar los movimientos de sus compañeros y se movían hacia el enemigo con sigilosa gracilidad.

Las ratas-ogro rugieron de frustración mientras las brillantes figuras bailaban con facilidad fuera de su alcance. Comenzaron a aparecer heridas recientes sobre su gruesa piel y sin embargo, aunque arremetieron contra sus delgados oponentes no consiguieron propinarles un solo golpe.

Una enorme figura surgió de oscuridad y una de las ratas-ogro se tambaleó hacia atrás, golpeando a las demás mientras trataba de detener la sangre que había comenzado a brotar de su delgado cuello.

“El príncipe” dijo Kalaer con una triste sonrisa, mientras el grifo hundía sus garras en la presa mientras ésta se resistía.

La herida rata-ogro dejó salir un leve gorgoteo mientras el Príncipe Jinete de Tormenta sacaba su lanza del cuello de la bestia y volvía a clavárselo en la columna.

“¡Por el Rey Fénix!” gritó el príncipe, a la vez que el monstruo golpeaba al skaven que tenía bajo sus pies. Un coro de chillidos comenzó a sonar mientras aterrizaba pesadamente sobre el puente, al mismo tiempo que la bestia emitía un gutural eructo.

Antes de que el resto de skaven pudieran rodearle, el príncipe hizo que el grifo retomara el vuelo, mientras la sangre de la rata-ogro colgaba de su lanza como un estandarte. “¡Por Aenarion!”

Los maestros de la espada fueron incapaces de aguantar sus sonrisas ante el grito agónico de la rata-ogro, pero el rostro de Kalaer permaneció inalterado. En el momento en que la criatura cayó, dejó una pequeña brecha en el muro de pútrida carne pespunteada que eran las ratas-ogro, permitiendo así ver el enorme tamaño de la horda que avanzaba hacia ellos. “Hay demasiados...” murmuró, bajando levemente su espada durante un segundo.

Por primera vez en su vida, el Maestro de la Espada Kalaer sintió temor.  

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