“No podemos ganar” jadeó Caladris, mientras atravesaba a la carrera los portones del templo.
Los elfos se congregaron en el patio que rodeaba el santuario y se observaron los unos a los otros, atemorizados. Ninguno de ellos se lo había esperado. Ellos eran los herederos de Aenarion. ¿Cómo era posible que se encontrasen huyendo de semejantes alimañas piojosas? Docenas de ellos se encontraban heridos en mayor o menor grado, pero fue el aguijón de la derrota lo que torcía sus rostros. Alrededor de cien guardianes del mar se encontraban todavía en pie pero el colapso de los muros fue un duro golpe para ellos y todos se asomaban a ver la columna de polvo sumidos en la confusión. Estaban siendo flanqueados por la mayoría de los jinetes de Eltheus, pero tampoco parecían muy seguros de qué hacer después. No existía posibilidad alguna de una carga de caballería por aquel estrecho paso de rocas irregulares y habían sido forzados a guarecer sus monturas en los establos y continuar su lucha a pie.
El Capitán Althin caminó sobre las losas de piedra hacia el lado de Caladris. Su cara estaba blanca del dolor y el dragón marino de su emblema se había esfumado bajo una mancha de sangre. “¿No puedes ayudarles?” pregunto, gesticulando en dirección al istmo sobre el cual los maestros de la espada estaban librando la cruenta batalla. Su voz vibraba con una inusual nota de pasión. “No pueden detener el avance de las criaturas indefinidamente. “¿Seguro que toda tu sabiduría y aprendizaje sirven de algo?”
El mago frunció el ceño y sacudió la cabeza, pero no dio respuesta alguna. Estaba claramente sumido en sus pensamientos y parecía que apenas había comprendido lo que el capitán le decía.
“Entonces, ¿no vas a hacer nada?” Los nervios del capitán afloraron y agarró al mago por sus ropajes. “¿Acaso tienes miedo?”
Caladris soltó sus ropas de las manos del capitán. “No, soldado” le espetó. “Tan solo dudaba por una pequeña razón.”
“Cómo te atreves” rugió el capitán, dando unos pasos al frente al son del entrechocar de las placas de su armadura. “Vosotros los intelectuales estáis siempre dispuestos a señalar rápidamente a los necios.” Flexionó los dedos de la mano con la que sujetaba su espada, con claras ganas de sentir su empuñadura. “No voy a soportar más tus...” Sus palabras se ahogaron mientras se veía a sí mismo. Miró las sorprendidas caras de sus compañeros y sacudió la cabeza. “Perdóname, mago” dijo, mientras se alejaba rígido como un arco.
El color volvió a las mejillas de Caladris y miró sobre su aguileña nariz hacia el capitán, pero cuando le respondió, lo hizo en un tono más que controlado. “Si voy allí ahora mismo, ciertamente podré ayudar al Maestro de la Espada Kalaer. Tal vez incluso durante varios minutos. Entonces, cuando esas criaturas sean conscientes de mi poder, me quitarán de en medio sus armas de energía disforme y, tras hacer una carnicería contigo y los demás, podrán pasearse a sus anchas por el templo.” Señaló a la pila de enrevesadas torres y contrafuertes que tenían tras ellos. “¿Te das cuenta – susurró – de lo que eso significaría?”
“¿Entonces qué?” gruñó el capitán, intentando calmar su voz mientras la bajaba al mismo tono que la del mago. “¿Nos sentamos aquí y miramos cómo Kalaer muere?”
“Debo hablar con el príncipe” musitó el mago, pareciendo olvidar todo lo relacionado con el capitán. Sus ojos se abrieron de par en par mientras sus pensamientos llegaban a una terrible conclusión. “Ya solo nos queda una esperanza.”
Caladris se dirigió de vuelta por el arco torcido que llevaba hacia el patio y fue observando a lo largo del puente de piedra. El polvo surgido del muro derribado por fin se estaba asentando y pudo ver claramente el relucir de las espadas de Kalaer y sus compañeros bajo la luz de la luna. “Mi príncipe” susurró, mientras elevaba sus sentidos sobre la batalla en dirección a las nubes.
Tomó aliento horrorizado mientras observaba a través de los ojos del Príncipe Jinete de Tormenta. Desde su elevada situación, el príncipe observaba por completo el tamaño del ejército que avanzaba hacia ellos. Varios miles de aquellos andrajosos jorobados que parecían la sopa de un caldero en ebullición correteaban por toda la isla en dirección a la estrecha defensa plateada de Kalaer. De todas formas, no era solo el número de skaven lo que hacía que Caladris perdiera el aliento – sino las horripilantes invenciones de sus máquinas de guerra. Enormes, con ruedas de madera, empujadas sobre las colinas, alimentadas por enormes pedruscos brillantes de piedra de disformidad y el frenético empuje de millares de ratas; enormes bolas de metal motorizadas abrían el paso, con enormes filos metálicos sujetos a éstas de cualquier manera; tambaleantes púlpitos con runas inscritas salían de la espesura del bosque, esgrimiendo humeantes incensarios y un sin número de máquinas arcanas se acercaban, parpadeando en la oscuridad como los espíritus cuando son molestados.
“¿Qué esperanza nos queda?” preguntó el príncipe, que sentía la presencia del mago en su mente. “Hay demasiados.”
“¿Qué hay del resto de nuestra flota?” le replicó Caladris.
El Príncipe Jinete de Tormenta dirigió su montura a través de las nubes, y con su lanza apuntó hacia las playas situadas al oeste de ellos.
Caladris dejó salir un grito de euforia al contemplar el grupo de barcos que se aproximaban a la irregular linea costera. “¡Están aquí!” pensó. “Seguro que entonces estamos a salvo.”
“No todavía” puntualizó el príncipe en sus pensamientos, señalando con su lanza en el corazón de la isla hacia otra enorme columna de skaven que avanzaba para unirse a la fuerza principal. Este nuevo ejército era casi tan grande como el inicial y estaba situado directamente hacia los refuerzos de los elfos que aún estaban por llegar. A la cabeza se encontraba otra ruinosa máquina de guerra: un extravagante andamio con ruedas, desde el cual colgaba de lo más alto una enorme campana de bronce.
Caladris sintió como le daba un vuelco el corazón. Tres figuras de grises ropajes se acurrucaban bajo la campana y sintió su maligno poder tan claramente como sentía el viento en el rostro del príncipe. “Poseen gran hechicería bajo su mando” pensó. “Y esa campana – hay algo terrible en su manufactura. Ha sido forjada con sufrimiento y muerte.” Se estremeció. “La temo más que cualquier otra cosa, mi príncipe.”
“Entonces debemos detenerla” gritó Jinete de Tormenta, alzando su lanza mientras dirigía a Garra Afilada hacia la pesada estructura.
“¡No, espere!” pensó el mago. “Solo hay un modo de detener a tal multitud.”
El príncipe retuvo su montura y la permitió quedarse flotando en el aire un momento, perm itiendo que la enfermiza brisa lo sujetara. “Dibuja mentalmente tus ideas con presteza, Caladris.” Señaló de nuevo al reducido grupo de maestros de la espada que mantenía su posición en el puente a pesar de tener nulas posibilidades de éxito. “Tenemos muy poco tiempo.”
“¿Recuerda lo que le dije de la Piedra Fénix?”
“Recuerdo que me comentaste que no posee ninguna utilidad como arma, si.”
“Es cierto. Como objeto en sí mismo es inútil; pero pensad en lo que retiene.”
El príncipe sacudió su cabeza. “¿Qué estás sugiriendo? Me dijiste que el amuleto protege una débil conexión en el vórtice. ¿Estás diciendo que desatemos las hordas demoníacas? Nuestros ancestros murieron para conseguir contener esas fuerzas.” Se puso de pie sobre su silla de montar y gritó a los cielos. “¿Has perdido el juicio, Caladris? ¡Hemos venido aquí precisamente para evitarlo!”
De camino hacia las puertas del templo, hizo una mueca al recordar las palabras del príncipe. “Le ruego que lo entienda, mi señor. Sigo en mi sano juicio. Mi plan no consiste en retirar el amuleto, sino unir mi espíritu al amuleto y canalizar el poder que lo mantiene en su sitio. Si puedo aprovecharlo correctamente, aunque solo sea por una fracción de segundo, tendré mas poder bajo mi control del que usted pueda imaginar. Podría incluso deshacerme de toda la horda.”
El príncipe gruñó de desaprobación. “Es una locura, Caladris. ¿Acaso no te das cuenta? Tu mente será expulsada.”
“Es nuestra única esperanza, príncipe. Pero Kalaer necesita retener a los skaven el tiempo suficiente para que complete las protecciones necesarias. Ésa es la razón por la cual debe olvidarse de la campana y volar inmediatamente hacia el puente. Con su presencia a su lado, estoy seguro de que Kalaer podrá retenerlos el tiempo suficiente.”
El príncipe volvió a mirar hacia la enorme columna de refuerzos skaven y comprobó que no le quedaba más que la pequeña posibilidad que Caladris le ofrecía. Rugió nuevamente e hizo chocar su lanza contra su pechera dorada. “¿De verdad puedes hacer algo semejante?”
“Le doy mi palabra” pensó Caladris mientras abría nuevamente los ojos.
Se está poniendo muy muy interesante. Gracias otra vez por colgar este relato ;)
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