Allí, en el distante horizonte, se erigía la Fortaleza de los Caídos. La fortaleza era imposible de asediar, titánica e inamovible. Sus torres, más altas que cualquier palacio mortal, herían los cielos. Sus portales eran fauces abiertas que podían engullir y vomitar ejércitos enteros. El veneno supuraba por sus muros, contaminándolo todo a su alrededor. Los esclavos habían trabajado hasta la extenuación y la muerte para tallar manualmente esa fortaleza en la escoria volcánica. Era el producto de millares de generaciones de miseria.
Ante las puertas de la fortificación se extendía un bosque de muerte. Los cadáveres yacían en él hasta donde mi vista alcanzaba a ver. Allí la muerte se alimentaba de la muerte. Esos eran los Jardines del Caos.
Allí los oscuros árboles se habían petrificado, y viles criaturas aladas anidaban entre sus ramas, royendo los restos de los caídos, sus nidos estaban construidos con los huesos de los muertos. Las tumbas de los caídos se habían convertido en una fértil marga absorbida por los árboles de ese siniestro bosque. Atravesados por las raíces de lo árboles los muertos volvían a levantarse y de cada rama pendía un cráneo, enmohecido e impregnado de alabanzas, un cargamento cruel y macabro. Sus fauces descarnadas parloteaban en el aire gélido. Sólo los horrendos e incesantes aullidos de las sombras torturadas turbaban el campo.
Y proseguí hacia adelante, hacia el interior del Reino del Caos.
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