Las pisadas de los soldados en el callejón alertaron a Marius del peligro que corría. Apresuradamente, cogió cuatro velas negras y las escondió entre sus voluminosos ropajes. Con su corazón latiendo con fuerza, tanteó la chimenea buscando el mecanismo secreto de apertura. Sus largos dedos pronto encontraron el mecanismo, y un panel de madera se abrió con un sordo "click".
-¡Abran en nombre del Emperador!-rugió una voz que reconoció como la del capitán Falconius, de la Guardia del Teogonista. Sin esperar respuesta, los soldados empezaron a golpear la puerta con sus pesadas alabardas. Marius nunca había sido un hombre que corriera riesgos innecesarios: el portal había sido instalado hacía tres años, cuando por primera vez juró fidelidad a los Dioses del Caos. Detrás de los cinco centímetros de roble del bosque de Drakwald había invocado a un demonio con unos ritos tan malignos que recordarlo le hacía temblar. La puerta estaba reforzada con hierro, y dos cerrojos de hierro la mantenía fuertemente cerrada. Sabía que resistiría los pocos minutos que necesitaba para llegar a su cámara oculta.
Marius penetró en el pasadizo secreto y ascendió por los escalones que le condujeron a su guarida secreta. El panel se cerró con un "click" a su espalda, sumiendo la escalera en una profunda oscuridad. Marius conocía palmo a palmo todos los escalones, por lo que apenas tuvo que disminuir la marcha. La pequeña habitación ocupaba una sección del ático y estaba situada exactamente sobre sus aposentos privados. No tenía ventanas, pero a través del alero se filtraba un poco de luz del día, lo que le permitió encontrar la yesca y encender una de las velas que había traído consigo.
La habitación estaba abarrotada de libros arcanos y objetos siniestros. En el suelo había antiguos tapices enmohecidos, y montones de pergaminos raídos se apilaban contra las paredes. En una zona despejada del irregular suelo de arcilla Marius había inscrito un retorcido símbolo magico: la Marca de Tzeentch, el Gran Hechicero del Caos. A la trémula luz de las velas, el símbolo se retorcía como si sufriese un gran dolor.
-¡Kithelabar!-gritó el hechicero.¡Acude ante tu señor!
Con un chillido similar al de un jabato, una pequeña criatura deforme emergió de entre el montón de enmohecidos tapices. Podía haber sido un murciélago, pero en los nudillos de cada ala tenía unas pequeñas manos dotadas con garras. Su cabeza era negra y porcina, sus labios eran largos y estaban salpicados de saliva rancia. Kithelabar salió de su escondrijo y saltó a los brazos de Marius lamiendo excitadamente la cara del hechicero.
Marius calmó a la pequeña criatura, golpeando su correosa carne oscura hasta que se acomodó sobre su hombro. El acre olor de la criatura recordó a Marius el olor de la sangre fresca; había derramado tanta en u vida que conocía bien el olor.
En el piso inferior, la puerta cedió con un estrépito que hizo temblar la casa hasta sus cimientos. Poco después, los soldados penetraron en el estudio del hechicero, apartando su escritorio y sus libros, y abriendo violentamente sus cofres y cajones. Marius, a salvo en su habitación secreta del piso superior, escuchaba el estrépito en silencio, y de repente notó el silencio de la confusión de los soldados al descubrir que su presa ya no estaba. Entonces escuchó un sonido que reconoció, la gutural y seria voz del Gran Teogonista en persona.
-Dejad paso.-ordenó la voz-Sigmar nos guiará hasta la abominación.
Por unos instantes la casa permaneció en silencio, y Marius supo que pronto sería descubierto. Necesitaría más que un panel secreto y un escondrijo para mantener alejado a Volkmar, el Gran Teogonista de Sigmar y el más acérrimo enemigo del Caos en todo Altdorf. Marius buscó apresuradamente el pequeño cofrecito que no tenía llave. Hacía tres años que lo había colocado sobre un estante junto al más siniestro de los antiguos grimorios, el Liber Daemonicus. Entonces se había prometido a sí mismo que nunca lo utilizaría, aunque su vida dependiera de ello.
En aquel momento el cofrecito estaba cálido al tacto y las runas de su plateada superficie se estremecieron y bailaron cuando sus trémulas manos tocaron el metal delicadamente trbajado. El cofrecillo tenía una cerradura, pero ningún agujero para colocar una llave. No lo necesitaba: tan sólo una cosa podía abrir aquel impío cofrecillo.
Marius escuchó un sordo "click" que le era muy familiar, y supo que Volkmar había descubierto el panel secreto que conducía hasta su escondite. Su corazón latía con fuerza mientras sus labios pronunciaban la impía oración. Kithelabar chilló asustado cuando la criatura notó el olor a hombre en el corredor.
Unos pasos lentos y cautelosos subieron por la pronunciada escalera. El sonido de metal contra metal resonó en sus estrechos confines. El estómago de Marius se comprimió de terror. Temía a la muerta tanto como cualquier otro mortal, pero el cofrecillo tenía algo infinitamente más terrorífico. Hasta ahora siempre había imaginado que podría escoger el mejor final, que de alguna forma podía engañar al destino y lograr el perdón de Sigmar.
Si hubiera previsto este momento, ¿habría realizado el pacto que le unía sutilmente al Gran Hechicero del Caos?
Un último paso y Falconius penetró en la habitación. Por unos instantes, el capitán permaneció silueteado por la trémula luz de las velas, parpadeando vacilante, conteniendo a duras penas su miedo. Enseguida vio que Marius estaba allí encorvado sobre un pequeño cofrecillo que brillaba con luz propia. Sobre el hombro del hechicero había una inmunda criatura, un familiar de forma imprecisa pero sin pelo y con un vago parecido a un murciélago. La cosa chilló y sus ojos negros brillaron malignamente mirando al soldado mientras éste levantaba la espada.
-¡Quieto donde estás, hechicero, y no digas ni una palabra!-gritó el capitán de la Guardia del Teogonista.-Una sola palabra y morirás inmediatamente.
Falconius entró en la habitación con la espada por delante como protección contra el poder del hechicero. Otro soldado apareció tras él, y los demás subieron temblorosos por la escalera.
Una rabia repentina e incontrolable dominó a Marius. Enfrentado finalmente a sus perseguidores, le abandonó todo el miedo y le dominó la indignación. ¿Cómo osaban desafiarle esos débiles mercenarios, a él, que había dedicado toda su vida al estudio de las artes arcanas? ¿Qué poder podía tener el acero sobre él cuando el poder de Tzeentch, el Gran Hechicero del Caos, manaba como el fuego a través de su sangre?Parecía como si su cuerpo creciera y se enderezara, y las velas negras que iluminaban la habitación ardieran con llamas rosas y azules.
-¡Insensato!-gritó Marius. Su voz retumbó fuerte y clara por toda la habitación. Hizo un gesto tan rápido como un relámpago y lanzó al capitán rodando por los suelos. Los chisporroteos mágicos crepitaban y llovían sobre el soldado mientras este se retorcía agonizante. El olor a metal caliente llenaba la pequeña habitación, y un oscilante humo azul flotaba sobre la cabeza del hechicero. Los otros soldados quedaron confusos, no sabiendo si avanzar o salir huyendo.
Marius respiró profundamente el aire saturado de magia. Mientras sus pulmones iban llenándose notó la corriente de energía y una exultación que no se parecía a nada de lo que había experimentado hasta entonces. Su mente parecía expandirse más allá de los confines de la habitación, como si estuviera observando la escena desde una gran altura. Vio el tembloroso cuerpo de Falconius como si fuera algo pequeño y frágil. Escuchó su propia risa como el retumbar de un lejano tambor.
-¡Oh, inmundo y corrupto diablo, ya sé qué maligno poder habéis elegido que incluso ahora os presta ayuda!-Volkmar pasó por delante de los atemorizados soldados, mirando fijamente al hechicero. El Gran Teogonista no mostraba ni un atisbo de miedo, ya que anteriormente se había enfrentado en numerosas ocasiones contra la maldad del Caos, y hacía mucho que había aprendido a creer en el virtuoso poder de su dios. Colgado de su cuello llevaba un pequeño martillo dorado que agarraba con su mano derecha, sosteniéndolo entre él y Marius.
Kithelabar siseó malignamente y el demonio retrocedió en cuanto vio el poderoso símbolo de Sigmar. Marius notó cómo su poder menguaba repentinamente, como si la verdadera fe del Gran Teogonista fuera una barrera. Los hechizos ya no le salvarían. Ya había invertido mucha energía, y Volkmar era un adversario demasiado poderoso para él. Notó cómo el pánico le atenazaba.
-¡Oh, Gran Señor!-gritó, dirigiendo sus palabras al cielo-al final pronuncio la Oscura Promesa.
Bajo sus pies, el símbolo de Tzeentch brilló incandescente: su silueta cambió cada vez más rápidamente, como una serpiente de luz pura. El cofrecillo plateado cuya cerradura no podía abrirse con ninguna llave se elevó por los aires y flotó sobre él. La habitación se llenó lentamente de un estrépito similar al grito de un demonio que obligó a todos los hombres a soltar sus armas y taparse los oídos. A todos con la excepción de Volkmar, que mantuvo en alto firmemente el pequeño martillo dorado de Sigmar, aunque le causó un gran dolor al hacerlo.
-Sigmar-gritó el Gran Teogonista-Sigmar nos proteja.
-¡Tzeentch!-gritó Marius-¡El que Transforma las Cosas, Gran Hechicero del Caos, toma el cuerpo y el alma de tu sirviente, acepto la condenación y me someto a tu irresistible voluntad!
-¡Maldito loco!-exclamó Volkmar por encima del rugir de voces demoníacas-en unos instantes ya no tendrás salvación. Arrepiéntete ahora y entrégate a una muerte mortal mientras aún tengas tiempo.
El cofrecillo se abrió y Marius vio lo que había en su interior. De todos los que estaban en esa habitación maldita, sólo Volkmar pudo ver la cara de Marius por unos breves instantes antes de que todo acabara. Desde entonces, el Gran Teogonista queda en silencio si alguien menciona el destino de Marius, y los demás susurran al incauto: "¡No pronuncies ese nombre! ¡Él vio la cara del hombre al presenciar su propia condenación!"
No hay comentarios:
Publicar un comentario