lunes, 14 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 6)


“¿Qué es este lugar?” siseó el Caudillo Colaespina mientras emergía del tunel, vigilando con recelo a través de los harapos que cubrían el palanquín. La ruta desde la zona central de la isla había resultado tan fácil de transitar como Ratchitt había prometido, pero mientras los esclavos de Colaespina lo transportaban hacia el borde exterior de la isla olisqueó el extraño y húmedo aire con desconfianza. Los árboles que rodeaban la salida del túnel no se parecían a nada que Colaespina hubiese visto antes. Las finas, segmentadas ramas se inclinaban hacia él, como arañas entre la niebla, y cada forma arácnida estaba cubierta por una pálida capa de tonos grisáceos que parecían pasar por hojas. “¿Son esos los guardianes?” le espetó a su guardia, mientras ojeaba las plantas extrañamente animadas.

“No, su eminencia” respondió uno de los acorazados soldados. Hizo un movimiento con su alabarda y señaló en dirección a la alta y sombría figura situada al otro lado del bosque. “Aquél debe ser uno de los centinelas. El ingeniero dijo que eran estatuas. Su máquina las ha matado a todas.”

“Sí-sí” dijo Colaespina, con un chillido nervioso. Se rascó de manera excitada las pústulas y volvió la vista atrás, observando la zona principal de la isla a través del agua que lo separaba del dispositivo. Mientras los bancos de niebla cambiaban y se retorcían a la luz de la luna, pudo vislumbrar la cabina de latón, todavía encaramada en lo alto del acantilado. Su esfera de cristal emitía pulsos con fuego interior. “Ha drenado la vida de las estatuas. Ahora voy ha hacer lo mismo con él.”

El guardia volvió la mirada hacia su amo con preocupación. “¿Pero no le necesitamos para encontrar el camino a través de la isla, mi señor?”

Colaespina dio un tajo con su espada dentada hacia el oscuro paisaje. “¡Idiota! ¿puedes ver a ese adulador gusano por alguna parte? Prometió esperar aquí para guiarnos, pero no le veo por ninguna parte, ¿y tú?” El caudillo se rió de forma amarga ante la confusa expresión del soldado. “¡Por supuesto que no! Lerdo, nos ha traicionado. No lo dudé ni por un segundo. O tal vez está muerto-muerto. Tal vez el Señor de la Guerra Padrealimaña descubriese su doble juego y le cortase la garganta, o llegase a un acuerdo para traicionarme.” Escupió al suelo y se puso a murmurar en voz baja. “Siempre, todo el mundo ha estado en contra de Colaespina.”

El soldado agarró con más fuerza su alabarda y miró a su alrededor hacia las vagas sombras. “Así que, ¿nos han conducido a una trampa?”

“Por supuesto” siseó Colaespina. Le lanzó un encolerizado ataque al skaven que tenía más próximo, haciéndole huir en busca de un sitio donde guarecerse. “Me ha mentido. ¿Pero qué le importa eso a Colaespina?” Escupió de nuevo, tratando de limpiar el acre interior de su pecho enfermo. “No importa. Ni Skreet ni ese traicionero ingeniero tienen ni idea de las ofertas que he golpeado. Hizo una señal a las hordas de skaven, que salieron del interior del túnel. “No tienen ni idea del tamaño de mi nuevo ejército. No puedo esperar a ver sus caras cuando intenten tendernos una emboscada.”

“¿Pero qué hay del mapa del ingeniero?”
“¿Un mapa? ¿Para qué necesitamos un mapa?” Hizo un gesto con su zarpa para señalar la gruesa hilera de huellas que dejaban los skaven al salir del túnel. “No creo que tengamos problemas para encontrar el camino de vuelta. Echó un vistazo a la estatua, arrugando su escamoso hocico con su mueca. “Comprobemos si la máquina de Ratchitt ha hecho bien su trabajo. Tal vez nos mintiera en eso también.”

Los guardias se adentraron cuidadosamente entre los árboles. Cuando asomaron por debajo de las vibrantes, delgadas hojas, una brisa les golpeó como llegada de ninguna parte, ondulando entre las anchas, pálidas hojas, y haciendo caer un par de ellas.

Los skaven se apresuraron a adentrarse en el claro que rodeaba la estatua, pero antes de que llegasen a la parte más alejada de los árboles uno de ellos dejó salir un grito. Los otros se giraron para observar cómo una voluminosa hoja había saltado sobre su cara, envolviendo con su membrana translúcida el torso del skaven como una fina pátina. Sin embargo, el desafortunado skaven tiró y tiró de ella, pero no pudo separarla de sí mismo.

“No es más que una hoja, patético canalla” espetó Colaespina, pero mientras veía forcejear al soldado, se agazapó en su palanquín y murmuró entre dientes nerviosamente.

Bajo la gris membrana, la carne del skaven comenzaba a deshacerse y derretirse. El volumen de sus gritos aumentaba a medida que lo hacía su desesperación, mientras un vapor silvaba al escaparse por los pliegues de la hoja. Cayó de rodillas, mientras pataleaba en un frenético intento de liberarse. Mientras los guardias retrocedían, su cuerpo se desplomaba sobre sí mismo con un repugnante plop. En cuestión de segundos se había deshecho en una sanguinolenta masa de pellejo y rápidamente disolvió sus huesos.

Como si fueran uno solo, los guardias treparon de vuelta hacia la entrada del túnel, saltando sobre el agua humeante y esquivando las hojas, que caían a docenas a su alrededor.

Colaespina continuaba haciendo muecas cuando los guardias aparecieron frente a él, mirando ansiosamente hacia los extraños árboles sobre sus cabezas. Giraron corriendo hacia el skaven que se encontraba a la salida del túnel. “Volved a campo abierto” gritó, señalando con su espada hacia el sur. “Hacia aquellas colinas. Las plantas son...” Se atragantó con sus palabras y sacudió su deforme cabeza, sin saber muy bien cómo explicar el suceso del cuál había sido testigo. “Quedaos en campo abierto.”

Colaespina conducía su ejército tras él, en un frenesí de excitación y temor. “Debemos encontrar la piedra antes de que Padrealimaña llegue” esputó, mientras salpicaba con su saliva a los esclavos que acarreaban con su palanquín. “¡Están todos en mi contra! Y llevamos un día de retraso.”

Los skaven saltaban y trepaban sobre las rocas retorcidas tan rápido como podían, pero la roca era una masa de dientes afilados y pozos ocultos. Tras una hora de marcha, estaban llenos de cortes y cardenales. Pero no eran las rocas lo que provocaban murmullos y siseos: era el amplio despliegue de estrellas arqueando sobre sus cabezas. Viajar en tamaño espacio abierto les hacía rascarse hasta despellejarse de miedo. Anhelaban arrastrarse bajo las rocas, o buscar cobijo bajo los árboles; pero Colaespina les había ordenado avanzar tan rápido como pudieran, correteando sobre las rocas como una marea de pelaje y garras.

Transcurrida otra hora, los skaven llegaron a las orillas de un pequeño lago. Como con el resto de cosas que habían dejado atrás, el lago no parecía seguir ninguna de las leyes de la naturaleza. La arena que bordeaba la orilla ondeaba sinuosamente, como si una serpenteante bestia se arrastrase por debajo, y el agua era negra como la tinta. Nada se agitaba en la superficie, pero podían ser vistas unas formas pálidas y etéreas, deslizándose atrás y delante en las profundidades.

“Alejadme del borde” rugió el caudillo, enroscando su cola en los postes del palanquín y haciendo muecas hacia la oscura explanada.

Colaespina se refugió en el asiento de su palanquín y se rascó ansiosamente su ceño fruncido. Mientras las trenzadas y retorcidas colinas se elevaban a su alrededor, sus dudas crecieron. Cuanto más se dirigían hacia el sur, más extraño era todo cuanto se encontraban. Un poderoso aroma mágico flotaba en el ambiente; Antigua magia vengativa, la cual sangraba de las rocas y se filtraba por los ondulantes árboles. El caudillo se colocó su casco un poco más agachado sobre su rostro y se alejó de las destrozadas colinas.

Se estremeció por la sorpresa..

Al otro extremo del lugar, a tan solo unos metros de distancia, permanecía en pie uno de los ancestrales centinelas, mirándole hacia abajo en un impasible, sepulcral silencio. Colaespina se burló y escupió. “Están todos en mi contra”, murmuró.

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