domingo, 10 de noviembre de 2013

Misión para el sirviente (2)


Una vez un poeta se refirió al Pantano Takenuma como el Ladrón de la Aurora. La luz del sol no se había posado sobre su oscuro suelo desde que los Kami trajeran su ira sobre el mundo, hace casi veinte años. Ahora, sin importar la hora del día que fuese, El extenso pantano de bambúes brillaba con tono gris en el perpetuo crepusculo.

Ojos de Tinta fue abriéndose paso a través del fino bambú plagado de musgo. La bruma se enroscaba entre sus piernas a medida que avanzaba chapoteando en las aguas poco profundas. Ella conocía aquella zona del Takenuma y sabía esquivar sus trampas más mortales. Rodeó los sumideros, lechos de escarabajos carnívoros y tumbas encantadas con la facilidad con la que atravesaría un campo de lirios.

Hacía poco tiempo que había caído la noche, y su presa aún no se había dormido. El Gran Amo recibiría su sangre esta noche, pero para ello aún faltaban unas horas. Ojos de Tinta se abrió paso hasta la sección del bambú con su tanto de filo largo, quedando más cerca de aquello que buscaba.

De pie, en niebla y loco abierto, Ojos de Tinta desató el amarre de la naginata de su espalda. Plantó en el suelo la culata del arma y luego clavó la hoja del tanto junto a ella. Ojos de Tinta tomó aire profundamente, cerró los ojos y se estiró.

Lentamente, comenzó a escuchar la melodía del Takenuma. Ranas que croaban. Insectos que cantaban. La llamada de alguna que otra ave nocturna, repentina y obsesiva. Estos fueron los primeros sonidos para Ojos de Tinta, los sonidos de la naturaleza, aunque fueron desvaneciéndose lentamente a medida que los iban reemplazando otros sonidos extraños en el ruido de fondo.

Ojos de Tinta escuchó los gemidos en sus voces; kami de los perdidos y muertos humanos que vagabundeaban entre los bambúes, alzados para ahogar los sonidos del pantano. Estaba segura de que no se trataba de que los hubiera escuchado, sino que se alzaron una vez decidió centrarse en ellos. Algunas de sus palabras eran ininteligibles, pero Ojos de Tinta sentía las emociones que emanaban sus fantasmagóricos gemidos; venganza, o tristeza, o a veces nada más que pérdida o penosa confusión.



A medida que se concentraba, incluso los lamentos de los fantasmas se desvanecieron. Entonces se incorporó una tercera melodía, completamente antinatural, aparte del mundo y sin ser parte de el. GRitos de animales torturados, incomprensibles farfullas de mil voces que hablaban al mismo tiempo, y los burbujeantes balbuceos de alguien que se ahogaba en las arenas movedizas que rodeaban a Ojos de Tinta. Ojos de tinta sintió que aquellos eran los inquietantes murmullos de los kami que hicieron de Takenuma su hogar; ellos eran el motivo de su meditación.

Los ruidos oscuros de los kami se arremolinaban alrededor de Ojos de Tinta en las corrientes y remolinos. Al principio no era más que un murmullo. El murmullo se convirtió en un tumulto que tiraba de su mente. El tumulto creció hasta la cacofonía, gritando en sus oídos, amenazando con desgarrar su cordura en pedazos. Ojos de Tinta se preparó contra la embestida del antinatural sonido, usando su alma para encontrar lo que andaba buscando. Después de varios momentos frenéticos, lo había encontrado; un silencioso y plácido ojo de la tormenta en la ira de los kami. La cacofonía se mantuvo girando, golpeando la esfera ahogada de silencio que tenía a su alrededor, pero Ojos de Tinta se mantuvo centrada en el silencio. En aquel silencio yacía el conocimiento que buscaba.

Mientras tocaba la esfera de silencio con su mente, se rindió a las fuerzas invisibles y el cuerpo de Ojos de Tinta comenzó a moverse. Su pierna izquierda se deslizó sobre el mullido barro, perturbando a los merodeadores nocturnos bajo ella. Su otro pie se deslizó hacia delante. Su peso corporal se movió. Sus brazos comenzaron a moverse en seguida, al compás de la cabeza y la cola. Sola en la oscuridad del Takenuma, Ojos de Tinta bailaba como si tuviese unos invisibles cordeles de marioneta sujetos a su burbuja de meditación.

Bailó durante horas en aquel silencio, guiada desde el más allá. Ojos de Tinta se creía el ninja más habilidoso de los nezumi, pese a que no hubiese sido entrenada por un sensei mortal. Cuando pudo afrontarlo, habiendo regresado a su claridad, se encontró en el lugar donde podía abandonarse al entrenamiento. Hace años, los sonidos de los fantasmas y los kami que solo Ojos de Tinta podía escuchar le habían ofrecido poco a la mente de aquella niña torturada. De algún modo, suponía un alivio el poder escucharlos, aunque el alivio fuese pequeño. No pasó mucho tiempo antes de que Ojos de tinta se encontrara a sí misma buscando algo de confort en medio de aquel balbuceo antinatural, buscando algún patrón en medio del canto de los Kami.



La primera vez que encontró el bolsillo de silencio, el lugar de su mente que no se hallaba acosado por las voces de más allá del velo, Ojos de Tinta comenzó a cambiar. Se volvió notablemente más rápida y fuerte tras esas meditaciones, más habilidosa con sus armas. Sus habilidades ya habían superado todo aquello que pudiera haber aprendido a aquella edad de un centenar de maestros. Aquellas habilidades no habían preservado su cordura, pero si su supervivencia. Ojos de Tinta había sido enviada por Muzan y su oscuro amo a incontables misiones sangrientas, y nunca les había fallado. Muzan nunca preguntó la manera en que su dulzura tenía éxito. Conque tuviera éxito le era suficiente.

Ojos de Tinta ralentizó sus movimientos hasta detenerse. Los sonidos de los kami se desvanecieron como si hubiesen caído a un profundo pozo. Durante un momento, las voces de los fantasmas las reemplazaron, incluso aquellas habían menguado rápidamente. En poco tiempo se quedó rodeada solamente por el sonido de las ranas, insectos, los pájaros nocturnos y el pesado sonido de su pesada respiración. Como siempre había sido verdad tras las lecciones del subconsciente, se encontró con la naginata en una mano y el tanto en la otra. En los bordes del claro en un amplio círculo, el bambú podrido había sido segado casi hasta el suelo.

Ojos de Tinta se puso erguida. A pesar de la extraña luminiscencia del pantano, la luna era claramente visible sobre su cabeza, un pálido disco blanco. Era medianoche, o bastante cerca, y era tiempo de empezar a moverse.

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