El Duque Ludwig estaba asustado. Cada día que pasaba las fuerzas del nigromante eran más poderosas. Con cada pueblo destruido, más cadáveres animados se unían a sus filas. En cada batalla, más bravos guerreros entraban en el reino de los no muertos y se convertían en sirvientes de la Garra Blanca. Grandes bestias carroñeras aleteaban en el cielo con sus alas esqueléticas, propagando el desánimo en la tierra. Hombres de tez mortecina vigilaban la noche, sus ojos rojizos brillando con una avidez inquietante e insaciable. Los espíritus de los muertos sin esperanza farfullaban y acechaban a la luz de la luna. Los viejos huesos se revolvían en sus tumbas.
El invierno se acercaba. Los pueblos estaban desiertos, arrasados por el enemigo o abandonados por sus habitantes, incapaces de enfrentarse a la ancestral pesadilla que se había abatido sobre el ducado. Los campos estaban abandonados y Ludwig sabía que cuando empezara a caer la nieve el resto de su gente moriría de hambre. Y después vendría el incansable ejército enemigo, que no precisaba comer ni dormir, despreocupado de la nieve o el frío mortal.
Ludwig contempló el retrato de su padre, preguntándose qué habría hecho él. A Ludwig le parecía que todo estaba condenado al fracaso; que sus ancestrales dominios caerían en las manos del enemigo que había vuelto a reclamarlos. Se habían enviado dos ejércitos para combatirlo, y ambos habían fracasado. Había desangrado su feudo para lograr reunir un tercero. Este era el último escudo contra la oscuridad que se acercaba.
Miró a su alrededor a sus capitanes. Su apariencia marcial parecía fuera de lugar en las lujosas salas. Sus caras estaban pálidas y ojerosas. Eran hombres mal acostumbrados a la derrota; habían estado toda una estación en campaña y no habían obtenido nada más que eso. El desespero estaba escrito en todas y cada una de las líneas de sus caras. La desesperación llenaba toda la sala como el frío omnipresente.
-¿Es que nadie tiene alguna idea?-preguntó, golpeando la mesa del consejo con su puño-¿Qué podemos hacer?
Los capitanes permanecieron en silencio. Todo lo que habían sugerido había fallado. El enemigo había previsto cualquier estratagema.
De repente una niebla gris se filtró a través de la puerta. Se deslizó por el suelo, oscureciendo la visión. Ludwig cogió su espada, preguntándose si el enemigo había logrado llegar hasta allí. Si así fuera, decidió vender muy cara su vida.
La niebla se desvaneció y un hombre alto, flaco, cubierto por una capa gris apareció en el centro de la habitación. Un gastado sobrero gris cubría su cabeza con cierta elegancia. Se apoyaba en un gran báculo de roble y una sórdida sonrisa cruzaba sus facciones lobunas.
-Mi primer consejo es que no os abandonéis al desespero. Ese es un enemigo más poderoso que todos los muertos andantes juntos.
El conde Gunnar desenfundó su espada y cargó contra el recién llegado.
-No le creáis, mi señor. Esto será algún truco del enemigo. ¡Mirad! Yo mataré a vuestro enemigo.
El hombre vestido de gris habló y una corona de acero ciñó su frente. De ella surgieron unos rayos que desgarraron el cuerpo de Gunnar. El corpulento conde cayó al suelo, desangrándose por numerosas heridas.
-Mi segundo consejo para vos es advertiros de los traidores que se encuentran cerca de vos.
-Buen consejo para provenir del hombre que acaba de matar a mi más preciado consejero-dijo Ludwig con un poco de su vieja ironía.
-Observad, decidme qué lleva alrededor de su cuello.
Ludwig hizo una señal al capitán Hef. EL hombre alto se inclinó sobre el cadáver de Gunnar. Ludwig le oyó jadear.
-Milord, bajo su camisa portaba un colgante de marfil, el sello grabado con el símbolo de la Garra Blanca. Era un servidor del enemigo.
Ludwig observó al recién llegado.
-¿Esto podría ser un truco?-dijo.
El viejo se rió. Su risa provocó escalofríos a Ludwig que le recorrieron su espalda.
-¿Queréis mi ayuda o no?-dijo el viejo vestido de gris-¿O lo estáis haciendo tan bien que no me necesitáis? Si es así, me marcharé.
Ludwig tenía la sensación de que el hechicero gris sabía exactamente lo desesperado de su situación. No presentía maldad alguna en el hechicero. Ludwig tuvo finalmente que admitir que poco podía perder confiando en él.
-Parece que no tengo otra elección que solicitar vuestra ayuda, señor.
-Eso es cierto. -dijo el hechicero- Pero vos habéis efectuado la decisión correcta pese a todo. Ahora, pongámonos a trabajar.
Ludwig tuvo de repente la inexplicable impresión de que la balanza de la guerra acababa de inclinarse a su favor.
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