Manfred von Carstein daba un paseo por las murallas de su castillo, disfrutando por primera vez en siglos del sentimiento de movilidad. Había yacido durante mucho tiempo en los pantanos de Hel Fenn con sólo la mínima percepción de sus alrededores. Hasta que ese idiota de Schtillman había perturbado sus huesos, no tenía mayor conciencia de sí mismo que una babosa o un insecto. Ahora, una vez más, era él mismo, el orgulloso noble que había estado a punto de derribar el Imperio. Señor de los hombres y de la magia, último de los inmortales condes vampiro de Sylvania.
Miró las dos lunas a través de las oscuras nubes; criaturas aladas se deslizaban entre los vientos. Todos los signos estaban allí: a través de esta ancestral tierra, los poderes de la no muerte se agitaban una vez más. Los necrófagos se juntaban, las plagas asolaban las ciudades, los muertos se removían, inquietos, en sus tumbas. Un antiguo familiar le había traído noticias de las tierras del sur, donde Nagash se había alzado una vez más, saliendo de su antigua fortaleza para atar la oscuridad misma a su voluntad. Este pensamiento preocupó a von Carstein, pues sabía lo que ese antiguo y maligno liche era capaz de hacer. Una vez había estado cerca de dominar el mundo. Podrían hacerlo si unían sus poderes. Al conde vampiro se le ocurrió que su resurrección y el alzamiento de Nagash podían estar relacionados, pero se deshizo de la idea. Él era su propio amo, y tenía sus propios planes, y ahora estaban más cerca de cumplirse.
Había mandado un mensaje a la Hermandad a través de antiguos y laberínticos caminos. Incluso ahora, jinetes pálidos en corceles oscuros se dirigían hacia su fortaleza. Compañías de esqueletos y zombis eran atraídas por la llamada de su voluntad. Los necrófagos escarbaban en los cementerios y sus criados zombi preparaban las criptas para la llegada de sus aliados. Von Carstein sonrió, y sus blancos colmillos relucieron a la luz de la luna. Pronto tendría un ejército una vez más. Pronto podría reclamar su tierra a los usurpadores que la habían ocupado. Pronto los mortales temblarían de nuevo.
Sus poderes ya se habían recuperado. Incluso deseó que el enano estuviese presente para poder romper sus huesos y lanzar su cadáver sin sangre desde la muralla más alta. El hecho de haber tenido que huir de su propio castillo por un simple matador hería su orgullo de von Carstein, y tuvo que esconderse hasta que el enano y su compañero humano se cansaron de buscar. Pero en su larga vida, Manfred von Carstein había aprendido el valor de la paciencia. Sabía que había un momento para luchar y un momento para huir. En ese momento, huir se había mostrado como la opción más sensata. En Hel Fenn había aprendido a temer el poder de las armas rúnicas enanas, y ese enano llevaba una de las más poderosas de todas. Un odio gélido llenó su corazón. Una noche no muy lejana le haría pagar por su insolencia. Después de todo, tenía todo el tiempo del mundo para llevar a cabo su venganza.
Se arrebujó en su oscura capa. No debía distraerse con pensamientos de venganza. Tenía una meta a largo plazo que lograr. Una vez su ejército se hubiese reunido, marcharía hacia el este; uno por uno, los pequeños pueblos de Sylvania sabrían que su señor había regresado para reclamar lo que es suyo. En su mente recreó el esplendor de los antiguos días. Vio los lujosos carruajes negros llevando a la nobleza de piel pálida entre sus refugios. Vio las brillantes copas en las que la sangre humana era vertida con un escanciador de cristal, y vampiros enmascarados persiguiendo a sus aterrorizadas víctimas a través de los jardines gloriosamente podridos. Vio los embrutecidos campesinos doblando sus cuellos ante él, sus ojos llenos de una estupidez bovina como si fuesen ganado. Pronto, se dijo a sí mismo, esos días volverían.
¿No era acaso el destino del vampiro alimentarse de la humanidad?¿No eran acaso esos seres de vidas cortas simple ganado para sus amos no muertos? Era su deber proveer de alimento a la aristocracia de la noche, del mismo modo que era el deber del ganado proveer de alimento a la humanidad.
Manfred von Carstein sacudió la cabeza. Sabía que esos pensamientos eran peligrosos. Los humanos no eran simple ganado. Eran más bien como el jabalí salvaje que debe ser cazado antes de ser despojado de su mortalidadran peligrosos y astutos, y había razones para temerlos, pues eran numerosos y dominaban la magia. No volvería a subestimarlos como había hecho en el pasado, cuando estaba lleno de confianza en sus poderes vampíricos.
Captó el brillo de la sangre en el patio posterior. Se mantuvo quieto por un momento y escuchó. Oyó suaves pasos en la escalera tras él, y se volvió sonriendo. Era la chica que el matador y el humano habían rescatado de la mazmorra. Sonreía nerviosamente. Había vuelto, como sabía que haría. Lentamente, se deslizó junto a ella. Ella echó su cabeza hacia atrás, descubriendo su cuello, preparada para el beso.
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