Tercera Entrada
Un sin parar hacia Nuln
Bien entrada la mañana nos pusimos en marcha hacia la aldea vecina de Nuln. Podíamos incluso haber llegado a Nuln ese mismo día si hubiésemos salido al amanecer, pero todos los miembros de la caravana necesitábamos un buen descanso tras resistir el asedio de los hombres bestia. Muchos hombres habían sufrido heridas y algunos murieron. Los heridos recibieron la poca atención que sus compañeros supimos prestarles. Al llegar a la aldea conocimos en persona a Hans, el cochero jefe que dirigía la caravana hacia Nuln. Íbamos a quedarnos dos días en la aldea para que los heridos pudiesen descansar, de modo que buscamos alojamiento en una posada. Hans había quedado muy impresionado por nuestra actuación en el asedio y nos propuso un trabajo para ganarnos unas monedas. El trabajo consistía en llevar unos cajones que trajo la caravana consigo a un punto en las afueras de la aldea, y de paso, imponer presencia en el caso de que el cliente no tuviera intenciones de pagar. Grimnioz y yo aceptamos el trato, mientras que Heinrich se mostró reacio y decidió quedarse en la posada. Puesto que se trataba de un trabajo que requería discreción, Grimnioz dejó a regañadientes su nuevo estandarte en la habitación con Heinrich.
Nos reunimos con Hans en el lugar donde estaba la caravana. Tenía los cajones listos para ser transportados, ocultos bajo unas telas. Por fortuna no eran muy grandes y el punto de encuentro resultó estar muy cerca. Llegamos a la última casa en la zona exterior del pueblo y nos abrieron el pórtico metros antes de que llegásemos. Entramos y avanzamos hasta llegar a un patio interior abierto, en el que nos esperaban dos hombres ataviados con capuchas y tres bestias de carga con alforjas, que no aparentaban muy buena salud. Había muchas moscas revoloteando sobre las bestias pero también sobre los encapuchados.
Noté que Hans tenía cara de preocupación, como si algo de lo que había en la escena no encajase en su cabeza. Posó el cajón cuidadosamente en el suelo y se dirigió hacia uno de ellos. Mientras Grimnioz y yo esperamos a que Hans regresara y nos contase lo que estaba pasando. No pudimos oír una palabra de lo que decía el encapuchado. Solo pude
entender palabras sueltas de Hans, algo acerca de no ir más lejos, que no era lo acordado. Poco después de que Hans mostrase sus desacuerdos, el encapuchado descubrió su rostro, lleno de pústulas y gusanos que se movian por su cabeza y caían al suelo. Tras revelarse como una monstruosidad enferma, lanzó un verdoso vómito sobre Hans, que comenzó a gritar de dolor mientras aquella viscosa sustancia deshacía su carne. El otro encapuchado desenvainó una espada en el momento en el que Grimnioz lanzó el cajón hacia el asesino de Hans. Por desgracia erró el lanzamiento. Cuando el cajón tocó el suelo estalló en una bola de fuego verdoso que creó una columna de humo con forma de hongo. En vista de lo ocurrido, posé el cajón con cuidado en el suelo tras de mi, preparé mi arco y me dispuse a disparar al asesino de Hans mientras Grimnioz mantenía ocupado a su otro adversario.
Entonces no lo sabíamos, pero en ese momento Heinrich se hallaba en la posada, concentrado en sus lecturas. Estando allí, no supo muy bien cual fue la razón de su acto, pero apartó la vista de su libro de hechizos del Colegio de la Luz y miró hacia la ventana. Lo hizo un instante y reparó por poco en una columna de humo verde asomaba al final del pueblo. Reaccionó cuando pensó en lo que creyó haber visto, y un segundo vistazo más detenido confirmó que sus ojos no le habían engañado. Recogió sus pertrechos y fue corriendo hacia el lugar en que nos encontrábamos.
Parecía que tanto el hechicero como su guardaespaldas eran seguidores del dios del caos Nurgle. Sus caras infestas reflejaban que se habían vendido al dios de la podredumbre y la corrupción. Grimnioz golpeó con el martillo a su oponente mientras yo disparaba flechas al hechicero. Nuestros adversarios eran más duros de lo que nos imaginamos por su enfermiza apariencia. Los golpes de Grimnioz no dañaban tanto a su oponente, que vomitaba de forma incansable. Por mi parte, diría incluso que alguna de mis flechas salió rebotada del cuerpo del hechicero. Este me lanzaba proyectiles mágicos uno tras otro. Grimnioz recurría a su escudo para evitar los golpes, pero uno de ellos fue tan certero que hizo que cayera al suelo y soltó su martillo. Yo veía la situación perdida, cuando Heinrich apareció.
No pudo ser en mejor momento, pues el hechicero había entrado en un estado de parálisis mientras reunía las fuerzas mágicas. Heinrich castigaba con sus hechizos al asesino de Hans mientras yo sacaba mi hacha y retenía al otro guerrero. Conseguimos vencerles a duras penas. Heinrich utilizó sus poderes para curar al enano cuanto pudo. Una vez estuvimos todos en pie registramos los dos cajones que no habían explotado. En ellos había numerosos frascos con ingredientes que según Heinrich estarían destinados a hacer pociones mágicas. Cogió varios frascos de lo que consideró ingredientes prohibidos, mientras yo observaba atónito cómo el enano iracundo propinaba golpes con su martillo a las mulas hasta amputarles las cabezas. No conforme con eso apartó a Heinrich de su tarea para coger los cajones restantes al fuego alquímico, provocando otras dos explosiones. Tras este suceso hasta el enano cambió de carácter y decidimos salir corriendo del lugar antes de que los curiosos decidieran acercarse.
No habíamos corrido tanto ni tan rápido antes en nuestras vidas. Apenas dos horas más tarde de salir de la aldea pudimos divisar la ciudad de Nuln. Relajamos el paso para no llegar jadeando a la ciudad. Durante ese rato pude agradecerle a Heinrich que apareciese para ayudarnos ante aquellos fanáticos del caos. Por otro lado, Grimnioz solamente se dirigió a Heinrich para recriminarle que hubiese olvidado su estandarte en la posada.
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