Colmillo Negro sufrió un cambio. Pasaba más y más tiempo a solas. Dejó de comer y beber. Por la noche sus desquiciantes risotadas sonaban por todo el campamento, y aquellos que las oían se estremecían, aún siendo crueles de corazón y guerreros endurecidos. Aquellos que lo veían entre la oscuridad de la noche veían un extraño halo a su alrededor y notaban que tenía las mejillas hundidas y estaba flaco como un perro de caza. Sus ojos latían con una luz interior. Sus opiniones, nunca fáciles de entender en el mejor de los casos, se volvían aún más enigmáticas. Incluso Grom se preocupó por el estado mental de su viejo compañero de borracheras. Colmillo Negro parecía un enfermo que se hallaba en la última fase de una enfermedad incurable, distanciándose cada vez más de la vida y el mundo.
A la luz de la luna llena, Colmillo Negro miró al interior de un cuenco con sangre, tratando de adivinar el futuro. Mientras lo hacía, vio la ciudad de grandes capiteles de Tor Yvresse, construida sobre nueve columnas; las titánicas torres de sus palacios se comunicaban mediante puentes a cientos de metros sobre el suelo. Vio el ejército que se estaba reuniendo para enfrentarse a los goblins, y supo que pronto encontraría su primer gran reto. Informó de ello a Grom. Si era consciente del daño que le estaba haciendo a la tierra de los elfos al absorber su magia, nunca comunicó tal hecho a Grom.
El comandante del ejército de Tor Yvresse era Ferghal de la Lanza de Hierro. Era un buen guerrero, pero no era un general competente. Su elección para el bando supremo se debió a la influencia de su familia en la complicada y convulsa vida política de Tor Yvresse. Su compromiso honró a su antigua y orgullosa estirpe. Reflejaba claramente las debilidades de la sociedad élfica; su pasión por la intriga, la división del reino en facciones cuyos intereses se anteponían a los del reino en general, y su incapacidad para tomarse en serio a criaturas de vida más corta y poco sofisticadas como los goblins. Todavía se consideraba a la horda como un simple grupo de bárbaros que serían derrotados rápidamente por las armas y tácticas superiores de los elfos.
Designar a Ferghal para enfrentarse a un enemigo tan astuto, salvaje y mortífero como Grom fue como enviar a un niño a enfrentarse con un lobo hambriento. Los ejércitos se encontraban en una llanura a diez leguas de la ciudad. Si los elfos hubieran estado menos confiados en su superioridad habrían permanecido en el interior de sus torres fortificadas y habrían ganado tiempo para que llegaran los refuerzos.
El imparable ejército goblin cayó sobre los elfos. Grom dirigió personalmente a su horda en la carga. Su hacha cercenó la cabeza de Ferghal. Las ruedas con cuchillas de su carruaje segaban a los elfos como si fuesen espigas. Guerrero contra guerrero, los elfos eran superiores a los goblin. Sin embargo, los Altos Elfos estaban ampliamente superados en número, y el ímpetu de la carga Goblin penetró profundamente en las líneas élficas. Con la batalla convertida en un gigantesco combate cuerpo a cuerpo, los pieles verdes rodearon rápidamente los extremos de la formación élfica, y los guerreros elfos fueron atacados por todas partes a la vez.
Las lanzas golpeaban al frente. Los escudos desviaban los golpes de los garrotes. Las cimitarras chocaban contra las brillantes espadas largas. Gritos de batalla y gritos de muerte rasgaban el aire. Los lobos aullaban mientras se daban un banquete con los moribundos. Desde las alturas llegó el sonido del batir de correosas alas. El olor a sangre y ozono llenó el aire. Toda semejanza a una táctica se perdió en un inmenso combate cuerpo a cuerpo. Los combatientes chocaban pecho contra pecho y luchaban jadeando o intentando matar a su adversario cuanto antes. Ningún guerrero podía permanecer mucho tiempo en semejante torbellino de muerte sin caer.
En medio de la locura, Argalen, hijo de Moranion, se enfrentó a Grom. El joven elfo estaba loco de dolor y de furia. La visión de la capa de su padre, salpicada de sangre, apartó de su mente cualquier pensamiento excepto el de cobrarse venganza. La sed de sangre apartó de su mente cualquier intención de utilizar su magia. Se abrió camino a través de los goblins y saltó a la parte trasera del carruaje de Grom. Grom desvió su primer golpe con su hacha. Golpeó el pasamanos de bronce del carro. Entonces el jafe goblin descargó una furiosa tormenta de golpes sobre Argalen. Empuñada por el brazo de hiello de Grom, el hacha se tiñó de sangre élfica. Argalen cayó muerto.
Grom levantó su cadaver por encima de su cabeza y con un fuerte grito lo arrojó en medio de las tropas élficas. El ver caer el cadáver del valiente joven descorazonó tanto a los elfos que estos dieron media vuelta y huyeron. La batalla se convirtió en una desbandada. Los elfos que huían fueron abatidos mientras lanzaban sus escudos, daban la espalda al enemigo y huían. Menos de la mitad del orgulloso ejército élfico que acudió a la llanura de Yvresse sobrevivió. Aquellos que lo lograron fueron perseguidos por los jinetes de lobo hasta las puertas de la ciudad. Cuando vieron regresar a su ejército derrotado, las mujeres élficas que desde las murallas habían esperado para darles una bienvenida de vencedores, dejaron escapar un lamento fúnebre, llorando por sus padres y hermanos muertos.
Grom levantó su cadaver por encima de su cabeza y con un fuerte grito lo arrojó en medio de las tropas élficas. El ver caer el cadáver del valiente joven descorazonó tanto a los elfos que estos dieron media vuelta y huyeron. La batalla se convirtió en una desbandada. Los elfos que huían fueron abatidos mientras lanzaban sus escudos, daban la espalda al enemigo y huían. Menos de la mitad del orgulloso ejército élfico que acudió a la llanura de Yvresse sobrevivió. Aquellos que lo lograron fueron perseguidos por los jinetes de lobo hasta las puertas de la ciudad. Cuando vieron regresar a su ejército derrotado, las mujeres élficas que desde las murallas habían esperado para darles una bienvenida de vencedores, dejaron escapar un lamento fúnebre, llorando por sus padres y hermanos muertos.
Tan grande fue el lamento, que se dice que Eltharion pudo oírlo, aunque estaba en el mar a cientos de leguas de distancia. Se dice que en el momento en el que el cuerpo sin vida de su hermano cayó, dejó escapar un aullido de dolor y furia que hizo que todos los que lo oyeron se estremecieran y guardaran silencio. Poca alegría hubo en los barcos de la casa Moranion mientras navegaban de regreso al hogar.
Aquella noche en Tor Yvresse hubo un gran luto. La población se apiño temerosa alrededor del templo de Ladrielle. Negras nubes de tormenta volaban sobre la ciudad, cargadas con la amenaza de una lluvia torrencial. Un gran temblor hizo estremecer la ciudad e hizo que parte de la muralla que daba al océano se derrumbara sobre las olas. Los palacios se derrumbaron y muchos de los monumentos antiguos se desplomaron. Desde la torre más alta de la ciudad, el Guardián miró las estrellas, observó sus cartas astrales y consultó las runas, llegando a una conclusión que lo llenó de terror. Descubrió que el entramado de hechizos que mantenía el vórtice estaba empezando a desmoronarse. En su ignorancia, los invasores habían alterado las energías que podrían destruirlos a todos. Si no eran detenidos pronto, en primer lugar Tor Yvresse y después todas las tierras élficas se hundirían bajo el mar y las corrientes de magia maléfica inundarían el mundo.
Cuando informó de sus conclusiones al consejo de la ciudad, tuvieron lugar grandes discusiones. Algunos querían embarcar y partir antes de que llegara el cataclismo. Otros se negaban a abandonar su hogar ancestral y juraron que si su tierra iba a perecer, ellos perecerían con ella. Y otros se negaron a creer al Guardián, y decidieron efectuar sus propias observaciones.
Durante los tres días siguientes se produjo un breve respiro. Grom reagrupó su ejército y ordenó la preparación de más máquinas de asedio. Los goblins desnudaron a los muertos y quemaron los cadáveres en grandes piras funerarias. Las sucias cenizas de los quemados fueron arrastradas por el viento hacia Tor Yvresse y desmoralizaron aún más a sus escasos defensores. Colmillo Negro se sumergió aún más en su locura, mientras que la energía que fluía en él devoraba su cerebro y consumía su alma. Se sentaba alrededor de las grandes hogueras del campamento vociferando y estremeciéndose alternativamente. Sus continuas profecías de catástrofes inminentes hicieron que un extraño mal humor se apoderara de la horda.
A los goblins no les gustaban los bosques hechizados ni los temblores de tierra. La erupción de las lejanas montañas les puso nerviosos. Notaban vagamente que grandes y terribles sucesos estaban sucediendo, y se vieron poseídos por una absurda creencia en su victoria final. Pero no estaban seguros de que la victoria les fuera a reportar algo. Colmillo Negro aullaba que el mar devoraría la tierra y que los muertos superarían en número a los vivos. Y la gran tormenta que se concentraba sobre Tor Yvresse aún no había estallado.
Solo Grom parecía no estar preocupado mientras recorría las tiendas y las posiciones de los centinelas, con una pierna de ternera en la mano, una jarra de vino en la otra y su gran hacha enfundada en la espalda. Levantaba el espíritu de sus tropas mostrándose insensible al miedo. Pero incluso Grom,en el lugar más recóndito de su corazón, empezaba a sentirse intranquilo. Regaló al chamán la capa de Moranion, como muestra de que todavía tenía confianza en sus profecías, pero en realidad Grom ya estaba empezando a dudar del chamán.
Una vez finalizados los preparativos , Grom ordenó al ejército avanzar sobre la lejana ciudad. Grupos de goblins arrastraban con grandes cuerdas las recientemente construidas máquinas de asedio. Los jinetes de lobo exploradores recorrían el campo ante ellos. La horda marchaba al son de monstruosos tambores y la tierra temblaba bajo sus pies.
En Tor Yvresse, los defensores reunieron todas sus fuerzas. No quedaban muchos guerreros para disparar los enormes lanzavirotes de las murallas de la ciudad. Nunca la gran metrópolis había parecido tan vacía. Durante los últimos años, Tor Yvresse había estado siempre medio desierta. Las pisadas resonaban extrañamente en las estancias de los palacios, en el interior de los cuales la población vivía y soñaba. El número de elfos había descendido en los últimos milenios, y sus ciudades, construídas para albergar a decenas de miles de habitantes antes de la gran Secesión de los Elfos Oscuros, siempre habían parecido silenciosas. Pero esto era algo nuevo, la sombra de la muerte, permanente y terrible, flotaba sobre la ciudad y lanzaba una penumbra más profunda que el cielo nublado.
(mañana continúa)
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