Kurt podía ver el campamento enemigo en la distancia. Sabía que en algún lugar en su interior se hallaba el enemigo que un día fue su amigo. Los fuegos del campamento cubrían la llanura; sus llamas bailaban hacia el cielo como si surgieran a través de la tierra desde el infierno. De vez en cuando, uno de los guerreros de la horda se situaba ante uno de los fuegos y tenía la breve visión de una bestial cabeza deformada sobre el cuerpo de un hombre silueteado por las llamas. Otras veces, se alzaba un humo teñido de rojo que lo oscurecía todo a la vista, flotando como nubes de incienso carmesí en algún temible templo. De su interior surgían terribles sonidos: carcajadas enloquecidas, aullidos de dolor, gemidos de placer, el golpear de grandes látigos, el ondulante canto de sirena de los demonios.
Un caballero gigantesco de negra armadura a horcajadas sobre una montura de ojos rojos con barda surgió lentamente de entre el resplandor del campamento. Observó las posiciones del Imperio. La bestia golpeó el suelo con sus cascos. Kurt habría jurado que de su nariz surgían pequeñas llamaradas. Por un momento pareció que los infernales ojos del guerrero le miraban directamente hacia él, sus miradas trabadas en la distancia. Preguntándose que locos pensamientos corrían por la mente del guerrero, Kurt se acobardó y miró hacia otro lado. Incluso la presencia del gran cañón Imperial en la colina no le dio suficiente valor. La naturaleza sobrenatural del enemigo le llenaba de miedo.
Entonó un encantamiento y la energía se expandió en su interior. El olor metálico a ozono llenó el aire, los rayos oscilaban en su puño. Levantó la mirada, buscando al jinete negro, pero se había marchado. Abrió su mano. Un torrente de chispas bajaron a tierra. Chisporrotearon en el polvo y la hierba a sus pies ennegreció y murió.
“¿No puede dormir?” preguntó una voz suave cerca suyo. Kurt se sobresaltó. El hombre se había aproximado tan silenciosamente que no lo había oído. Kurt se preguntó cuanto tiempo debía hacer que estaba allí mirándole. Escudriño la oscuridad. En la sombra de los grandes cañones pudo ver al extraño: un guerrero alto, rubio y flaco con la cara marcada y la capa raída.
“No puedo dormir,” respondió Kurt, ajustándose sus ropajes azules. Instintivamente agarró con más fuerza su báculo.
“Yo tampoco puedo. Nunca puedo antes de la batalla,” dijo el hombre. Había algo inquietante en el desconocido. No parecía un mercenario, más bien un estudioso. Pero era una época muy extraña. Los estudiosos a veces se veían obligados a empuñar la espada, o el arma que mejor conocieran. ¿Quién podía saber esto mejor que él?
El guerrero se recostó en el alma del cañón y miró hacia el enemigo. Desde que el Guerrero del Caos había desaparecido en la niebla, todo se había quedado siniestramente silencioso. Las voces de unos enanos borrachos que cantaban surgían del campamento Imperial. Las dos lunas aparecieron entre las nubes, Iluminando la llanura con una pálida luz. Kurt deseó que se levantaran las nubes para poder ver las estrellas. Siempre había amado las estrellas. Deseó estar de vuelta en la vieja torre de Tiberias, Observándolas con un telescopio.
“¿Por qué lo hacen?” preguntó el desconocido. Su voz era tan suave y cansada del mundo que Kurt se preguntó si estaría hablando consigo mismo. Entonces Kurt se dio cuenta de que el desconocido también había visto al caballero de negra armadura. “¿Qué hace que un hombre venda su poder a la oscuridad?”
Kurt se hacía a menudo esa pregunta a sí mismo; un hombre con su profesión debía hacerlo. “Quizás desean poder o conocimientos prohibidos. Quizás esperen satisfacer lujurias secretas. Quizás busquen olvidarse de ellos mismos y de su humanidad. ¿Quién podía decirlo?”
“Creo que todos nosotros podríamos. En alguna parte he leído que la tentación del Caos es mayor de lo que ninguno de nosotros querríamos admitir. Muchos de los que combatiremos mañana una vez fueron verdaderos hombres.”
Kurt se preguntó si el desconocido estaría leyéndole sus pensamientos. Él no podía leer los de Jurgen. Pero bueno, se dio cuenta entonces de que nunca podría. Ni él lo había conocido realmente. Ambos habían estudiado juntos con el maestro Tiberias durante siete años y Kurt no había sospechado lo que corría por la mente de Jurgen hasta esa terrible mañana que encontró la cabeza del viejo hundida y despojado de la llave de su biblioteca. Jurgen había deseado esos libros de oscuros conocimientos y finalmente los había cogido antes de huir de la torre del hechicero.
Ese había sido el inicio de una larga persecución que había llevado a Kurt a ese campo de batalla. Si sus predicciones eran correctas, mañana se enfrentaría a Jurgen y habría un ajuste de cuentas. Había visto la destrucción causada por la horda en su avance. Al día siguiente ninguno de los dos bandos sería misericordioso.
Kurt estaba asustado. No tanto por la batalla del día siguiente, sino por la perspectiva de enfrentarse a Jurgen. Mañana encontraría a su compañero hechicero y la respuesta a algunas preguntas. ¿Tenía Jurgen un alma malvada o era sencillamente débil? A decir verdad, el extraño tenía razón. Quizás lo que ponía a Kurt tan nervioso y que despertaba en él cierta culpa era la idea de que podía haber sido como Jurgen. La base de toda la hechicería era la búsqueda del conocimiento. Quizás Jurgen solamente había mirado en lugares más oscuros para encontrarlo. Quizás Kurt podía ser tentado para hacer lo mismo.
“Ven a beber con nosotros, humano,” dijo otra voz. Esta voz, que era más profunda y áspera pertenecía a un enano matatrolls con un solo ojo. Había aparecido de entre la oscuridad para encararse a los dos. El desconocido se encogió de hombros y mostró la intención de ir.
“¿Le importaría acompañarnos?” preguntó. Kurt sacudió la cabeza. Había de hacer una serie de rituales preparativos que completar. Mañana sería un día importante. Necesitaba tener la mente clara y las facultades frescas. Mañana miraría a la oscuridad a los ojos y vería lo que pudiera ver.
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