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miércoles, 1 de octubre de 2014

Guardián del Honor (capítulo 6, 2/2)

Capítulo seis
Una alianza difícil (2/2)

IR A LA PRIMERA PARTE / IR A CAPÍTULO 7 (1/2)



Korhvale no había pronunciado palabra alguna desde que los elfos habían entrado en el Gran Salón. Había observado toda la cámara con diligencia, aunque, su mirada se había posado en Arthelas más de lo debido. Tan solo cuando ella se dio cuenta de que la estaba observando apartó la mirada, avergonzado. Desde ese momento tomaba extremo cuidado cuando la observaba. Al León Blanco no le gustaban los húmedos salones de la tierra, el sentir el peso de la montaña sobre él. lo veía como una amenaza que esperaba abalanzarse sobre él. En cambio, echaba en falta los espacios abiertos de Cracia, su tierra natal; sentir la brisa en su rostro, el calor del sol sobre su piel, y beber de los aromas de la naturaleza.

Korhvale, en su corazón, era una bestia que llevaba otra piel sobre los hombros. Salvaje e indómito, deseaba vagar por los bosques y las montañas de Ulthuan. Esto que ahora soportaba, encadenado en el interior de una jaula de piedra, era anatema para él.
- Aquel siempre le ha alterado mucho, - dijo un enano sentado a su lado. Korhvale vio que tenía una gruesa barba negra y círculos oscuros alrededor de los ojos. Claramente, era un guerrero. Llevaba una túnica gris oscura y sostenía una pipa entre sus labios mientras le ofrecía su mano al León Blanco.

- Grikk Picoférreo, Capitán de los Rompehierros del Rey. -

Korhvale estrechó su mano con la del enano, aunque el gesto le resultaba extraño.

- Korhvale, - murmuró, con la incertidumbre de que su khazalid hubiese dicho mucho más.

- Tengo la sensación de que las grandes fiestas no son para ti, elgi, - dijo Grikk, luchando por mantener la conversación.

- No, - respondió Korhvale.

- Tampoco para mi, añadió Grikk. - Preferiría estar solo en Ungrin Ankor, los túneles bajo la fortificación, - explicó. - Hay muchas bestias que habitan en ellos, cierto, pero yo se lo que hacer ante las bestias, - añadió con un destello en los ojos.

Korhvale se encogió de hombros, sin estar seguro de qué responder.

- Hay una gran reunión que me estoy perdiendo, - dijo el enano.

- Sí, - respondió el elfo.

- Parece que tu y yo somos lo mismo, - murmuró el rompehierro tras un incómodo silencio, y se cruzó de brazos mientras disfrutaba su pipa.

Un gran gong de metal resonó mor todo el Gran Salón, percutido por Haggar. Era el heraldo que anunciaba el fin de la fiesta y el comienzo de los entretenimientos preparados por los enanos. El retumbante sonido llegó en forma de alivio para ambas razas; ciertamente Bagrik se alegró de escucharlo. En esta velada Ithalred había demostrado en sí mismo la arrogancia  que contenía cada centímetro del príncipe guerrero, como Bagrik suponía que sería. Mientras un auténtica multitud de sirvientes se adentraban en la gran cámara para recoger platos y bandejas, Bagrik se preguntaba si había sido un sabio movimiento el haber escuchado el consejo de Kandor con respecto a los elfos. El maestro del gremio de mercaderes había insistido en que tener una alianza entre sus pueblos traería mucha prosperidad, que todos los elfos estarían dispuestos a ser amigos de los enanos de manera abierta y los ayudarían en los problemas que acosaban sus propias fronteras. Aun así y hasta ahora, Bagrik había visto poco que lo motivase y se había estado mordiendo mucho la lengua.

Los sirvientes enanos trabajaban con presteza, llevándose los restos del festín de vuelta a las cocinas de la fortaleza y se fueron de los salones de clan. Mientras les observaba desfilando hacia la salida con el gigantesco caldero que estaba en el pozo de fuego, Bagrik sintió como era alzado en su trono por sus guardias reales.

La Mesa del Rey fue apartada de su camino por un grupo de guerreros de clan, y él, junto con Brunvilda y Nagrim, fue transportado hacia el borde de la plataforma de piedra para poder ver el piso inferior del inmenso salón. Las otras mesas, desde el Asiento de los Sabios hasta las de los Maestros de Gremios, pasando por las de la nobleza enana, habían sido ya recogidas para su almacenamiento. Hacia el fondo se estaba realizando un arreglo similar, de modo que lo que había sido el inmenso comedor lleno de mesas se convirtió en una extensa plaza.
Las cornisas que delineaban la habitación fueron ocupadas rápidamente, a medida que los sirvientes enanos traían mullidos cojines de terciopelo con respaldos de madera para aquellos que fuesen venerables o importantes. En poco tiempo, el Gran Salón fue convertido en un anfiteatro con la plaza de piedra como punto de atención de los elfos y enanos que lo rodeaban.

Una vez completada la transformación, Bagrik se giró hacia Haggar, quien permanecía de pie junto al gran gong en una de las esquinas de la estancia. A la orden del rey, Haggar hizo resonar nuevamente el gong y el salón en el cual se escuchaba una suave cacofonía de voces quedó en silencio. Fue entonces cuando Bagrik le hizo una seña a su portaestandarte para que comenzasen los entretenimientos.

- ¡Grikk Picoférreo, capitán de los Rompehierros del Rey! - declaró Haggar, cuya voz se escuchó con claridad por todo el salón.

El enano de negra barba comenzó a avanzar desde las sombras del borde del salón, se aproximó hacia el rey e hincó la rodilla, con sus puños apretados tocando el suelo al modo real de los enanos. Se había despojado de su túnica gris oscura, dejando su cintura al descubierto. Llevaba puesto unos calzones de cuero con un faldón de mallas y unos brazaletes de bronce alrededor de sus muñecas.

- Tromm, Grikk del clan Picoférreo, - dijo Bagrik a su capitán. - ¿Qué festines traéis para nosotros? -

- Lanzamiento de hachas, mi señor, - escuchó responder Malbeth al rompehierro, - y levantamiento de yunque. -

Sentado junto a Kandor, el embajador de los elfos observaba cómo los enanos de los diferentes clanes marchaban hacia la plaza de piedra en medio del Gran Salón, los cuales portaban una serie de hachas enanas, seguidos de otros que transportaban varias dianas de madera a las cuales las habían claveteado las cabezas de los pieles verdes. Malbeth tragó saliva con disgusto ante la visión de los espeluznantes objetivos, cuyas lenguas colgaban de sus bocas y sus miradas estaban vacías. La piel colgaba a jirones de sus cuellos, junto con otros colgajos de su carne manchados con su sangre coagulada.

Eran cosas repelentes, decidió el elfo, preocupado por lo que estuviera pensando Ithalred, quien observaba con rostro sombrío las cabezas decapitadas. Mientras se preocupaba por su príncipe, Malbeth también captó la venenosa mirada de Lethralmir, quien estaba disfrutando claramente del espectáculo por todas las razones opuestas. Mientras mantenía la mirada con el embajador, el maestro de la espada de pelo negro le susurró algo al oído de Arthelas, quien se rió en voz baja. Malbeth se fijó en Korhvale, que también tenía la atención fija; pero no en Grikk, quien se aproximaba hacia el armero en busca de su primera hacha, sino en Arthelas. Aquello no terminaría bien, pensó Malbeth, y decidió hablar con el León Blanco más tarde.

Grikk estaba empapado en sudor; una línea de calaveras de pieles verdes partidas a la mitad y yunques dados la vuelta eran el testimonio de su esfuerzo. Los enanos lo vitorearon a cada yunque que levantaba, con cada cabeza de orco o goblin golpeada o mutilada, Grikk nunca falló, ni una vez, y ningún yunque por grande que fuese pudo derrotarlo. Por el contrario, los elfos no parecían saber qué hacer y permanecieron en un profundo silencio hasta que aplaudieron cortésmente cuando Grikk hizo una reverencia ante su rey y luego hacia su audiencia.

Haggar veía a los elgi como unas criaturas extrañas, que carecían de la estrecha camaradería de sus parientes. ¿Cómo no eran capaces acaso de apreciar las habilidades del capitán de los rompehierros? Grikk era uno de los mejores guerreros de la fortaleza, seguido de Morek. Ojala que Haggar fuese tan grande... Por un momento, la mente del enano se perdió en un tiempo anterior, a una vergüenza que debía expiar. Echó un vistazo a la bandera de Ungor, descansando en su lugar sobre el trono del Rey Bagrik y sintió de nuevo la deshonra de ese día. "Thagri, ¿se detendrá alguna vez tu deshonra sobre mi?" se preguntó a si mismo.

Tan profundo era el recuerdo de Haggar, que estuvo a punto de olvidarse de anunciar al rey el siguiente entretenimiento.  Apresuradamente, Haggar hizo resonar el gong y espetó, - ¡El Coro del Gremio de Mineros, liderados por Jodri Bramaalto! -

Malbeth observaba mientras los coristas enanos ocupaban sus posiciones, vestidos con sus mejores galas. Botones de bronce relucían sobre sus túnicas marrones y llevaban gorros de mineral negro pulido. Algunos llevaban campanillas en sus dedos, o llevaban borlas de tela alrededor de las muñecas y tobillos. También había músicos que transportaban sus instrumentos; enormes cuernos de cobre enroscados para representar monstruos serpenteantes, vejigas de animales atadas a una serie de tubos de cobre que se separaban en una serie de ángulos extraños, tambores de piel de orco que retumbaban en la plaza de piedra y un extraño órgano con forma de barril con teclas de amarillo hueso en un lado, y una manivela metálica en el otro.

Se trataba de un conjunto tan extraño que Malbeth no había visto nunca nada parecido, y ya había estado anteriormente en los reinos enanos. Sin embargo, este extraño despliegue de enanos no lo preparó para lo que vino a continuación. Una austera nota baja comenzó los procedimientos, el cantante principal cantando al principio a capella, antes de que sus compañeros se unieran a él en un coro de barítonos y tenores. Mientras cantaban algunas canciones sobre la camaradería y los pellejos de los goblin, los músicos golpearon sus instrumentos.

Un horrible estruendo asaltó sus sentidos, y en un primer momento el embajador elfo cerró los ojos con la esperanza de que los enanos simplemente hubiesen desafinado. Tras unos segundos más de tortura auditiva, quedó claro que eso no era así y Malbeth abrió los ojos con una mueca de circunstancia. Con las mejillas hinchadas y enrojecidas por el esfuerzo, los enanos emitieron un sonido similar al de un caballo estrangulado o más bien al del hueso raspado contra el metal. El embajador elfo dio cuenta de que el Rey Bagrik parecía estar disfrutando, al igual que el resto de enanos que había allí reunidos, golpeándose los muslos mientras los mineros bailaban con extraños movimientos en cuclillas, haciendo tintinear las campanas y las borlas de tela con cada movimiento sincopado.

A Malbeth le rechinaron los dientes al mismo tiempo que intentaba sonreír desesperadamente, y le rezó a Isha, la diosa elfa de la misericordia, para que se acabase pronto.

Bagrik dejó de seguir el ritmo de los coristas con las palmas de sus manos cuando vio la expresión en el rostro de Ithalred. El príncipe elfo parecía estar pasando por una tremenda agonía, con sus rasgos tan tensos que no podía seguir disimulando aquel estado de indiferencia total. Apresuradamente, el rey enano llamó la atención de su portaestandarte, para que golpease el gong de manera vigorosa. Tras un momento de indecisión, Haggar realizó lo que se le había pedido  y el sonido del gongo apagó abruptamente la actuación del Coro del Gremio de Mineros...

- Suficiente, - gruñó Bagrik.

Confundidos, los mineros detuvieron su canción a mitad de la primera estrofa con un toque de bocina tardía y el sonido de un acordeón. Bagrik le hizo un gesto agitado a los mineros que se retiraron perplejos, y salieron del escenario con expresión desconsolada, junto con un clamor discordante de instrumentos y muchas quejas por lo bajo.

El rey se volvió rápidamente hacia Haggar, preguntándole con la mirada cuál era el siguiente espectáculo. El enano se encogió de hombros, mirando con una fuerte sensación de pánico por la súbita interrupción del horario. Malbeth vino a su rescate.

- Tal vez, nos haría el honor de mostrarle a su gracia el sabor de nuestra cultura nativa, - dijo el embajador elfo, tras lo que Haggar respiró profundamente.

Bagrik murmuró algo en respuesta, y entonces Kandor asintió, aliviado de igual manera.

- Arthelas, - dijo el elfo, girándose hacia la pálida dama situada al lado del Príncipe Ithalred, - ¿tendrías la bondad de honrar a nuestros generosos anfitriones con la Canción de Eataine? -

Haggar vio a la dama elfa asentir recatadamente mientras se levantaba de su asiento, y sintió que se ruborizaba ante su elegancia y belleza etérea. Nunca había visto una criatura como aquella en toda su vida. Tan delgada y frágil, ella era como el viento, como la luz del sol reflejada en el agua, igual que el brillo del oro. Caminó con ligereza hacia el centro de la plaza, junto con dos arpistas que la siguieron hacia sus posiciones. La magnificencia del Gran Salón parecía embotado por su radiante presencia y todos en el interior quedaron en silencio cuando comenzó a cantar.

Un melodioso sonido llenó el aire mientras Arthelas cantaba, un sonido efímero que parecía llegar  al alma de cada ser mientras los arpistas tocaban sus acompañamientos. A pesar de que no entendía las palabras, Haggar sintió caldez y una curiosa sensación de claridad por todo su cuerpo mientras los escuchaba. El efecto era embrujador. el tiempo se ralentizaba y dejaba de tener sentido. Era como si solo estuviese ella en la gran cámara, como si ella solo cantase para Haggar. Su mirada se encontró con la del enano y los problemas de su pasado se desvanecieron. No quedaba rastro del más leve recuerdo, solo estaba Arthelas.

Cuando terminó la canción arqueó la cabeza a modo de súplica ante su audiencia, mientras reinaba el silencio. A Haggar le brotaban las lágrimas de los ojos y respiró nuevamente. Cuando vio desplomarse a Arthelas, su corazón casi se detuvo en el interior de su pecho acorazado.

Korhvale fue el primero en acudir en ayuda de Arthelas, saltó desde su asiento hacia el suelo de piedra, cayendo con un ruido de aplomo y sujetándola en el último momento. Ithalred se encontraba justo detrás del León Blanco, haciendo que los arpistas y los demás elfos de alrededor se hicieran a un lado mientras su guardaespaldas la llevaba en brazos, mientras le susurraba algo a los oídos de su hermana. Despertó, abriendo los ojos lentamente.

- ¿Qué le ha ocurrido? - preguntó Malbeth, el embajador elfo, mientras seguía los pasos de si príncipe. Un pequeño grupo se arremolinó expectante en torno a la escena, tanto de elfos como de enanos.

- ¿Se encuentra bien, debería convocar a las sacerdotisas de Valaya? - preguntaba Kandor, casi sin aliento.

- ¡No tenemos necesidad de vuestras sacerdotisas! - pronunció Ithalred con los labios mientras le echaba una fulminante  mirada al mercader enano.

- Todo está en orden, amigo mío, - dijo Malbeth, interponiéndose entre su príncipe y Kandor, mientras posaba su mano sobre el hombro del enano. - Arthealas está un poco cansada tras nuestro viaje. Es más sensible que el resto de nosotros, - explicó.

Kandor asintió lentamente, mientras echaba un fugaz vistazo hacia Ithalred, que había comenzado a reunir de manera furiosa a sus sirvientes detrás de Malbeth, pero no pareció tranquilizarse.

- Todo está en orden, - repitió Malbeth mucho más alto para el beneficio de la asamblea al completo. La Dama Arthelas solamente está cansada. -

- Todos lo estamos, - replicó la voz de Lethralmir con tono oscuro mientras emergía de entre la multitud como una víbora. - Estos... juegos, han durado demasiado, - añadió.

Malbeth estuvo a punto de decir algo, cuando Ithalred se levantó, portando a Arthelas en sus manos.

- Lethralmir tiene razón, - dijo el príncipe en lengua élfica. - Esta ridícula exhibición se ha terminado. Ya he tenido bastante. -

- Pero mi señor, estoy convencido de que si Arthelas regresa a su... - comenzó a decir Malbeth.

- Se ha acabado, Malbeth, - sentenció Ithalred, con un tono que no permitía respuesta alguna.

El embajador elfo detuvo sus palabras en seco, cerró la boca y asintió a modo de aceptación. Por el rabillo del ojo pudo ver a Lethralmir observándole con una sonrisa de autosatisfacción.

- Malbeth, - dijo Ithalred bruscamente, - comunícales a nuestros anfitriones que nos retiramos a nuestros aposentos. - Tras decir esto dirigió sus pasos hacia la salida del Gran Salón, y Korhvale, lo siguió con cara de circunstancia. Los siguió un grupo de sirvientes que murmuraban y cuchicheaban en bajo sobre los enanos que dejaban tras sus pasos.

Lethralmir soltó varias órdenes en élfico con rapidez, ante las cuales sus guerreros se pusieron en pié y siguieron al príncipe con el resto de sus sirvientes. El Maestro de la Espada de cabellera negra estaba a punto de dirigirse tras ellos cuando Malbeth le agarró del brazo.

- ¿Qué crees que estás haciendo? - susurró, furioso.

El elfo de oscura cabellera sonrió de manera sombría. - Mantener mi dignidad y la dignidad de tu raza, - dijo.

- Que Khaine te maldiga, Lethralmir. -

El elfo esnifó aire por la nariz, mientras encontraba divertido el comentario de Malbeth. - Tú primero, - le contestó, mirando hacia la parte de su brazo por la cual Malbeth lo tenía sujeto.

- ¿Realmente quieres montar una escena delante de nuestros generosos anfitriones? - puntilleó Lethralmir tras unos segundos, y volvió a mirar hacia su brazo. - Recuerda ese temperamento tuyo... -

Malbeth le soltó.

- ¿Qué está ocurriendo? - preguntó Kandor, mientras los elfos salían en tropel del Gran Salón. Malbeth se giró, una vez hubo recobrado la compostura.

- Al parecer, el cansancio se ha llevado lo mejor de nosotros, - respondió con rapidez, y luego alzó la voz para dirigirse hacia el rey.

- Lamentablemente, su majestad, debemos retirarnos por esta noche. El Príncipe Ithalred se encuentra exhausto, y debemos descansar tras nuestro viaje. De todas formas, me ha pedido que os transmita su aprecio por el fino festín y los entretenimientos que su gracia nos ha ofrecido. -

El Rey Bagrik murmuró algo para sí mismo, claramente poco convencido, y Malbeth lo aprovechó como excusa para marcharse.

Bagrik contempló el pandemonium que era el Gran Salón tras la marcha de los elfos; Los enanos pululaban por la plaza de piedra rascando sus cabezas y hablando los unos con los otros; los murmuros de disgusto de los ceñudos barbaslargas, con sus pipas humeando furiosamente; Las oscuras miradas que lanzaban los maestros de los gremios, señores de los clanes y demás burgueses, a los que él, Bagrik, había impuesto sanciones por su debacle.

Sintió la presencia de Brunvilda a su lado, para intentar tranquilizarlo, y apretó los puños.

- ¡No digas nada! - musitó apretando los dientes, girándose para murar furiosamente a Kandor, que parecía perdído de alguna forma frente a él.

La voz de Rugnir irrumpió en la atmósfera sepulcral.

- ¿Quién se ha muerto? - preguntó de manera jovial. - Dejémos a los elgi que se retiren a su bello sueño. Aún queda mucho que beber. -

Algunos de los enanos de clan más jóvenes parecieron animarse ante esa idea, incluido Nagrim. Bagrik hizo trizas aquella frivolidad en un instante.

- ¡No! - rugió, mientras luchaba por ponerse en pie y lanzando una mirada acerada a toda la sala. Se había doblegado a gusto de los elfos, permitiéndoles entrar en su hogar, cerrando los ojos a todas sus afrentas, arrogancias y groserías. habían arrojado su hospitalidad a la cara como si fuese estiércol de goblin. Bagrik estaba indignado, Y de ningún modo feliz. - ¡Todos, de regreso a vuestros salones, la fiesta se ha acabado! -

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