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martes, 16 de septiembre de 2014

Guardián del Honor (capítulo 6, 1/2)


Capítulo seis (1/2)
Una alianza difícil

IR A CAPÍTULO CINCO / PARTE 2/2


El Gran Salón de Karak Ungor estaba colmado de enanos. Clanes de toda la ciudadela habían sido convocados por su rey a una audiencia con sus invitados élficos venidos desde el otro lado del Gran Océano. Mineros con la cara manchada de hollín de los clanes Cortapiedra, Manopétrea y Guardaoro se sentaron junto con los herreros de los Cejahierro, Espaldayunque y Puñocobre. Exploradores, maestros cerveceros y buscadores de oro y cobre hablaban a gritos con venerables maestros de las runas, maestros del gremio de ingenieros, mercaderes y rompehierros.

Realmente el encuentro de enanos de aquella noche era una de las más reseñables en la larga y prestigiosa historia de Karak Ungor.

La habitación estaba repleta de un montón de enormes mesas y de bajos taburetes de madera ocupados por enanos. Los maestros cerveceros contemplaron el Gran Salón con alabanza, mientras observaban a sus aprendices dispensando cerveza de los enormes barriles que iban trayendo. Nunca se quedaba una jarra seca, ni permanecía vacía mucho tiempo. Unas relucientes antorchas emitían una tenue luz sobre la opulenta escena de enanos que hablaban y bebían, peleaban y presumían. Un espeso halo de humo se mantenía justo sobre las cabezas del jolgorio, una grisácea neblina que se alimentaba de las numerosas pipas que relucían en la penumbra.

En medio de la extensa e impresionante sala había un inmenso pozo de fuego, con brasas que brillaban cálidamente en su interior, llenando el lugar con el embriagador aroma de la roca y la ceniza. Forjada en bronce y decorada con tiras de plata y cobre, la ornamentada vasija fue hundida parcialmente en el suelo y situada en el interior de un anillo de piedras planas con runas inscritas que contenían las llamas del fuego.

los extremos de la cámara tenían una serie de losas de piedra que se fundían con las sombras, donde se sentaban los músicos, escanciadores y otros sirvientes. El Gran Salón tenía tres salidas: dos de ellas estaban situadas en los recibidores al este y al oeste, con dos portones de roble con remates de hierro y dos guardias en cada uno de ellos; la tercera era el gran portón del salón mismo. La inmensa puerta de madera estaba rematada con gemas, y su magnífico arco estaba adornado con oro al que lo seguía una serie de filigranas de plata. La cual era, además, robusta y defendible,  porque los enanos se preocupaban lo mismo por la utilidad de las cosas como por su grandiosidad. El esplendor demostrado en aquel fino festejo en la sala abovedada del rey decía mucho del pragmatismo y la ambición enanas.

Una plataforma de piedra a la cual solo se podía subir por unas escaleras de roca con una alfombra roja, se alzaba en la parte trasera del recibidor y era ahí donde se sentaban el rey y sus consejeros. La Mesa del Rey, como era conocida, era ancha y larga. Ocupaba casi la totalidad de la plataforma de piedra y estaba decorada con Wutroth oscuro con trazos dorados, y sus robustas patas estaban talladas con forma de patas de dragones, grifos y águilas. Pendones y estandartes cubiertos con insignias de antepasados colgaban detrás del rey, sujetos en cadenas de bronce. Juntos describían un tapiz de batallas, hechos heroicos y fundaciones de bodegas, tomadas directamente de las antiguas crónicas de los enanos.

El gran Bagrik estaba presente, observando todo cuanto ocurría bajo su amplia frente. Una túnica roja con oro envolvía su real silueta, bajo la cual llevaba una cota de malla de reluciente plata. En sus antebrazos llevaba abrazados unos brazales de bronce pulido con incrustaciones de tacos de rubí. Anillos con esmeraldas, malaquita y ágata adornaban sus anchos dedos, y de su cuello colgaba un gran talismán labrado en oro con un solo rubí gigante en el centro. Sobre sus hombros y cabeza llevaba una piel curtida de jabalí, de la cual Bagrik tomó su nombre honorífico:  Cejajabalí. Debajo de la piel del animal muerto y bajo los afilados colmillos rematados en plata, se encontraba la corona de Ungor y símbolo del señorío de Bagrik sobre su reino.

A su lado se encontraba la reina, adornada con sus propias galas reales, el mismo atuendo que había usado para saludar a los elfos en los portones de enlace al exterior. Nagrim, su hijo, también estaba sentado en mesa a la derecha de su padre como era costumbre en los herederos aparentes. Lamentablemente, Rugnir estaba con él, más obsceno y estridente que todas las huestes del ejército enano allí reunido. Bagrik observaba con desagrado mientras el burlón y pordiosero minero se burlaba de Tringrom, el cual se encontraba al fondo mordiéndose la lengua mientras Rugnir bebía más cerveza que cualquier otro en la sala. Sospechaba, reacio a confirmarlo, que el wanaz podría estar bebiendo Heganbour, la cerveza del jefe de maestros cerveceros del rey, bajo la mesa.

Junto a la Mesa del Rey se encontraba el Asiento de los Sabios, que estaba ocupado por venerables barbaslargas de la fortaleza, y luego estaban los señores y barones, y después las sacerdotisas de los Ancestros, Grungni, Valaya y Grimnir. La última mesa sobre la plataforma de piedra era la de los Maestros, líderes de los cacareantes gremios enanos. Allí se sentaban los señores de las runas, los maestros de los gremios ingenieros, los principales guardianes de filones y los capitanes de las santas hermandades guerreras, la guardia real y los rompehierros. En el Gran Salón, la proximidad al rey era signo de riqueza, prestigio y respeto. Cuanto más cerca estuviera un enano de la mesa de su señor, más poder poseía. Aquellos eran los más grandiosos de los enanos. No era problema pequeño el que Bagrik permitiera a los elfos sentarse en su mesa. Se trataba del mayor gesto de honor que les podía ofrecer. Esperaba, con amargura, que supieran apreciar el gesto.

El sonido de unos cuernos que resonaron por toda la cámara anunció la llegada de los elfos. Bajo la fulminante evaluación de Bagrik, los clanes reunidos dejaron a un lado los festejos, observando con respetuoso silencio mientras todos los ojos se volvían hacia la entrada del Gran Salón. Las puertas se abrieron fácilmente con el roce de la piedra y el crujir de madera antigua, y por ella entró la delegación élfica de Tor Eorfith. Una pequeña cohorte de enanos con Kandor a la cabeza se pusieron a su altura, seguidos de cerca por Morek y el portaestandarte del rey, Haggar Puñoyunque. Los enanos iban ataviados con relucientes cotas de malla de gromril con casco abierto y resplandecientes rocas en sus barbas. Capas de terciopelo ribeteadas con plata colgaban de sus hombros. Haggar portaba el estandarte del rey, sosteniéndolo con ambas manos, una de carne y hueso, y la otra forjada en bronce con runas de poder grabadas.

El gran estandarte de Karak Ungor estaba decorado con la efigie de Grungni, el dios ancestral de los mineros, con un mazo y un cincel. Bajo este icono dorado se encontraba la estilizada imagen de un dragón rojo, enroscado sobre sí mismo y cosido a la tela del estandarte. Estaba rodeado por una banda trenzada de oro, con las runas reales del clan de Bagrik tejidas en él. El estandarte era una reliquia, tan antiguo como cualquier otra posesión del rey, y era un gran honor portarlo.

Las botas de sus pies resonaron sobre la piedra mientras los enanos se adentraban en la cámara. Los elfos los seguían de cerca, vestidos con ropajes blancos y adornos de plata. A pesar de que aún no se había reunido con ellos cara a cara, Bagrik había escuchado atentamente la descripción que su reina había hecho de ellos, con los ánimos aún helados tras la discusión en la casa de cuentas. Bagrik resolvió intentar hacer las paces con ella más tarde. Por el momento, se debía a sus invitados.

El Príncipe Ithalred se adentró imperiosamente en la cámara, como era costumbre en los elfos. Llevaba una espada colgada de su cinto y una diadema sobre la frente. Un manto azul que parecía relucir con un brillo encantado colgaba desde sus hombros. Mantuvo su mirada al frente con un frío rostro ilegible. Su hermana, la cual le había dicho Brunvilda que se llamaba Arthelas, y Lethralmir de negro pelo permanecían a su lado, con aparente serenidad. El embajador Malbeth, que estaba justo detrás de los enanos, sonrió cálidamente a sus anfitriones, intercambiando gestos de visto bueno de vez en cuando con los miembros de los clanes quienes parecían recordarle desde su anterior visita a la bodega. El musculoso bruto, voluminoso para ser un elfo y que miraba la habitación de un lado a otro con sospechas, era obviamente Korhvale. Parecía incómodo ante la presencia de Bagrik y mantuvo los puños cerrados en señal de amenaza hacia el resto de enanos.

Los elfos parecían moverse lenta y majestuosamente, a pesar de que cruzaron el pasillo alfombrado que conducía hacia la mesa del rey con la máxima celeridad. Eran criaturas extrañas, como velos blancos a la deriva o sombras que apenas podían ser vislumbradas. Era como si estuvieran hechos de aire y de luz, con una voz musical y sin embargo antigua a la vez. Bagrik apenas había tenido trato con los elfos, pero cada uno de ellos fue cincelado en su memoria de piedra.

Junto a los emisarios reales de Tor Eorfith había una hueste de sirvientes, porteadores de ofrendas y los guerreros del príncipe. Mientras Ithalred daba pasos hacia la plataforma de piedra, los sirvientes se detuvieron, colocándose sobre la alfombra del vestíbulo en dos filas. Los guerreros dejaron un espacio entre ellos y la comitiva real, tomando posiciones junto a las mesas sucesivas. Había sido idea de Kandor y Malbeth dividir a los elfos y permitir a los guerreros de las dos razas que se mezclaran los unos a los otros para que se sintieran capaces de hablar libremente los unos con los otros, fuera de la presencia de sus señores feudales.

Kandor, Morek y Haggar se detuvieron ante su rey y le hicieron una profunda reverencia. Bagrik asintió en respuesta, permitiéndoles ocupar sus respectivas posiciones. Los enanos obedecieron diligentemente, Kandor y Morek tomaron sus respectivos lugares en la Mesa del Rey, mientras que Haggar se situó detrás del trono junto con Tringrom y los porteadores del escudo real.

- Noble Rey Bagrik, - dijo Kandor, quien había permanecido de pie. - Os presento al Príncipe Ithalred, de Tor Eorfith. -

- Que así sea, - dijo Bagrik con impaciencia, - y ahora siéntate. Estoy seguro de que el príncipe y sus acompañantes no han venido a quedarse de pie frente a un señor extranjero. ¿Estoy en lo cierto, Príncipe Ithalred? -

La comisura de los labios de Ithalred se torció con lo que podía haber sido una sonrisa, antes de que el elfo asintiera ligeramente y tomara su lugar en la Mesa del Rey. Lo siguió el resto de su séquito, intentando tener cuidado de no sentarse antes que su príncipe se hubiese sentado en su propio asiento.

- Soy el Rey Bagrik Cejajabalí, - declaró Bagrik con orgullo, - y tú y los tuyos sois bienvenidos aquí, elgi. - se percató de que Ithalred torció el labio con disgusto mientras lo miraba, pero decidió ignorarlo por ahora.

Siguiendo la declaración del rey, Kandor y Malbeth realizaron el resto de las introducciones respectivamente. Una vez realizadas las observaciones formales, el resto de los elfos y guerreros del nivel inferior del Gran Salón se fueron sentando. Descendió un silencio incómodo, en contraste a la escena de algarabía que precedía a la llegada de los elfos, y Bagrik dio un fuerte aplauso para romper aquel silencio.

- Contempla, Príncipe Ithalred, - dijo mientras hacía un gesto a un sirviente que portaba un cofre de hierro ornamentado sobre él. - Una muestra de nuestra futura alianza. Bagrik tomó el cofre haciendo que el sirviente se retirase con un simple fruncir de ceño, y lo abrió para revelar un cuerno de oro para beber. El maravilloso artefacto estaba adornado con piedras preciosas, formando la imagen de un dragón rampante con esmeraldas en los ojos.

- Puedes celebrar tus victorias con él, - añadió Bagrik mientras Ithalred lo recibía. El elfo encontró el objeto claramente pesado,  y rápidamente lo entregó a Malbeth para que lo pusiera a recaudo.

- El cofre va con ello, - explicó el rey de una manera un tanto curiosa.

Ithalred asintió, como si hubiese sido consciente de ello, y tomó el cofre para pasárselo también a Malrbeth.

- Y aquí, - continuó el rey, mientras se aproximaba otro sirviente enano. - Una cota de las más finas mallas de gromril. -  Bagrik le mostró la prenda, la cual brillaba a la luz de las antorchas. Una cadena de plata que daba vueltas sobre la capa con bronce bruñido forjado con los rostros de ancestros enanos.

Esto, también, fue tomado por el príncipe como si en realidad no supiera qué hacer con ella y rápidamente puso el manto en disposición de Malbeth, quien había llamado a que lo atendieran dos sirvientes para que se ocuparan de los regalos y que así el príncipe pudiera inspeccionarlos más adelante.

- Me honras, Rey Bagrik, - dijo Ithalred en respuesta con una sinceridad poco convincente. - Con estas finas... ofrendas, - añadió. - Permítame devolverle el favor. - Se giró e hizo un gesto a los porteadores de ofrendas para que avanzasen hacia él.

- Este arco, - comenzó el príncipe mientras los porteadores de ofrendas avanzaban a su lado de paso en paso, - fue tallado con madera extraída de los bosques de Eatanie, y su cuerda trenzada con el pelo de damas élficas. -

Bagrik tomó el arma en cuanto se le ofreció. Era algo más pequeño que un arco largo élfico convencional y obviamente de fina manufactura, pero Bagrik lo sostuvo con delicadeza entre sus gruesos dedos, con una expresión en su rostro que reflejaba el temor de que fuera a romperse en cualquier momento. Tras un momento tiró de la cuerda para horror de Ithalred, y sonrió.

- Hace un sonido curioso este instrumento, - dijo Bagrik. - ¿Es un arma, decís? - preguntó.

- Una de las mejores jamás hecha a mano en los Reinos Exteriores de Ulthuan, - respindió el príncipe, palideciendo de incredulidad.

Bagrik se encogió de hombros mientras pasaba el regalo a uno de sus sirvientes.

- Especias, - dijo el príncipe apresuradamente, señalando un trio de inmensas urnas de plata que eran llevadas por más sirvientes, - de más allá de estas costas. -

Bagrik miró una a una las urnas con suspicacia, antes de lamerse el dedo y hundirlo en una de ellas. El tono el la piel de Ithalred saltó de un blanquecino pálido a un encendido carmesí mientras observaba a Bagrik remover el dedo ensalivado en la urna.

Malbeth, percatándose de la inminente apoplejía de su príncipe, intercedió rápidamente en nombre de Ithalred.

- Las especias, noble rey, son particularmente aromáticas. ¿Tal vez, - se aventuró a decir, - quisiera intentar apreciar su olor primero? -

Bagrik miró al embajador, y le replicó un gruñido casi inaudible mientras sacaba su puño de la urna que había escogido,  con fragmentos de las especias pegadas a su piel, y lo olió profundamente. La expresión de Bagrik pasó del desinterés al disgusto en un instante, con su nariz y frente arrugados ante los embriagadores olores de las especias.

- Picante, - remarcó con una arruga en su ceño. - Destinado a cocinar, si, - añadió mientras introducía el dedo en su boca y chupaba los restos pegados. Bagrik chasqueó los labios y movió la lengua,  y fue cuando sus cejas se arquearon hacia arriba cuando experimentó su sabor. Entonces su rostro se enrojeció y una tos repentina comenzó a sacudir su cuerpo. Bagrik dio un puñetazo sobre la mesa, tirando jarras y copas por terminar, mientras intentaba dominar su ataque de tos.

- ¡El rey ha sido envenenado! - gritó Morek mientras saltaba de su asiento, con su hacha en la mano. La guardia real del trono se pusieron tras él en un instante, al igual que Haggar. Un sentimiento de conmoción colmó el Gran Salón ante la pronunciación del capitán de la guardia real. Voces furiosas se alzaron mientras los elfos y los enanos se gritaban los unos a los otros en sus lenguas nativas.

El Príncipe Ithalred se quedó inmóvil en un enfurecido silencio, mientras Malbeth y Kandor intentaban calmar la situación desesperadamente, a pesar de que sus actos solo parecían inflamar aún más los ánimos de las razas enfrentadas. Korhvale se puso de pies en el acto, interponiéndose entre su príncipe y el hacha que blandía Morek. Lethralmir y Arthelas simplemente se rieron ante el absurdo de todo el asunto,  frente a elfos y enanos en la inmensa cámara repentinamente enfrentados.

- ¡Morek! - dijo una severa voz que se alzaba sobre el clamor. - Baja el arma y vuelve a ocupar tu puesto detrás del rey. - Brunvilda fulminó al guardián real con la mirada, que detuvo sus pasos por la furia de la reina. - ¡Hazlo de una vez! - ordenó.

Morek obedeció, relajando su hacha y retirándose hacia el trono. Los otros enanos lo siguieron, con rostros enrojecidos ante la furia de la reina. La apasionada disputa se detuvo, y todos los ojos se posaron sobre el rey enano, que se recuperaba lentamente de su ataque de tos.

La reina Brunvilda se situó con rapidez al lado de su marido.

- Estoy bien, mi reina, - dijo mientras ella le frotaba la espalda.

Ella estaba preocupada, pero seguía conteniendo ira al comienzo de las palabras que dirigió a la fiesta.

Bagrik desvió la mirada mientras regresaba a su asiento. ---mirando hacia Ithalred, el rey sonrió.

- Tus especias tienen un poderoso sabor, elgi... -

Hubo un momento cargado de silencio, antes de que el rey sonriera con amplitud y comenzase a reír en alto. Al principio, los elfos parecían sorprendidos pero otros enanos se sumaron a la reacción relajada del rey y todos pudieron relajarse. Malbeth rió de buena gana, animando a sus parientes a hacer lo mismo, a pesar de que era una alegría teñida de alivio con el fin de evitar otro posible desastre. Tan solo a Ithalred no le hizo gracia. aunque su agitación parecía haberse evaporado por el momento.

- Tal vez sería conveniente, - comenzó a anunciar el rey, - que dejásemos la entrega de regalos para más adelante. Pues sospecho que la gente del salón está hambrienta, - añadió, apretando su puño. - ¿Estoy en lo cierto? -

Una alegría brotó de entre la multitud de enanos, mientras que los elfos parecían alarmados. Korhvale, que había retomado su asiento previamente estaba de nuevo casi sobre sus pies como si temiera otro ataque. Malvez sintió una breve aunque intensa palabra susurrada al oído antes de que el León Blanco se relajara, pero incluso entonces era cauteloso.

- ¡Que comience el festín! - clamó el rey, a lo que lo respondió los gritos de su gente.

Los dos portales laterales de la bodega se abrieron de par en par y los sirvientes enanos comenzaron a entrar portando bandejas de metal con carne de res en su hueso, enormes pedazos de carne de cabra braseada, patas de cordero y gruesas piezas de jamón horneado en su jugo. Las suculentas carnes ahumaban mientras iban desfilando por la cámara, los sirvientes que habían entrado antes se dirigieron a la Mesa del Rey, seguidos por los que estaban sentados más cerca, hasta que llegaron a las mesas en la parte inferior del Gran Salón. Un par de enanos siguió a la comitiva inicial de cocineros, y que llevaban entre ambos un jabalí pardo sobre sus hombros. Se trataba de una bestia inmensa, aunque palidecía en comparación a la piel que Bagrik llevaba sobre los hombros. Los enanos llevaron la bestia hacia el pozo central del cual salía calor donde sería cocinado lentamente a medida que era trinchado por los cocineros. Varios enanos que portaban cestos con tierra y pan de piedra siguieron a los que trajeron el jabalí, junto con otros cuatro sirvientes que transportaban un enorme caldero de hierro con un sustancioso caldo que aún burbujeaba en su interior. Dicho caldero también fue transportado hacia el pozo de fuego en una inmensa estructura de metal, el cual era lo suficientemente grande como para acomodar ambas comidas.

Los aprendices de los maestros cerveceros trabajaban junto con los sirvientes, rellenando jarras y vasos y trayendo más cascos frescos de los almacenes de cerveza de la fortaleza. A pesar de que los elfos habían traído vino de sus viñedos de Ellyrion, Eataine e Yvresse, se les animó a probar algunas de las cervezas más suaves que les ofrecían los enanos.

- Aquí tenemos, - dijo el rey, mientras rellenaba para Ithalred una copa con el contenido de uno de los barriletes que le habían traído los maestros cerveceros, - Lengua de Oropel. Es ligera y está aromatizada con mieles, lo suficientemente delicada incluso para su fino paladar me atrevería a decir, querido príncipe. -

Ithalred posó a un lado su copa de vino a regañadientes, recién rellenada por uno de sus siervos, y tomó el vaso que le ofrecía Bagrik.

- Malbeth, - dijo con sequedad, pasando la copa a su embajador e ignorando la expresión de ofensa que surgía en el rostro del rey enano.

Malbeth se inclinó ante su anfitrión, seguido del príncipe antes de degustar el contenido de la copa.

- Bah, ¡esa no es forma de beber cerveza! - dijo una voz que surgió del fondo de la mesa. Se trataba de Rugnir, con sus mejillas ya enrojecidas debido a la ingesta de alcohol. ¡Vuelca la copa, damisela! - bramó.

Bagrik simplemente se inclinó mostrando su acuerdo y observó.

El elfo asintió, sonriendo con nerviosismo mientras bebía. Bebió la cerveza a grandes tragos, y Malbeth abrió los ojos de par en par mientras se le saltaban las lágrimas.

- Potente... - dijo con escozor en la voz.

- Eso es, elgi, - dijo el rey con el rabillo del ojo posado ferozmente sobre Ithalred. - Así es como los enanos bebemos nuestra cerveza. -

El príncipe elfo parecía indiferente y despreocupado mientras sorbía su vino. Bagrik pensó que ésta iba a ser una noche tristemente larga.
Con la introducción de la carne, el Gran Salón se llenó de un fuerte olor que llenaba el paladar. Aunque los elfos encontraron de mal gusto la idea de comer con las manos y los enanos se chupaban la grasa de los dedos alegremente y se les caía el caldo en la barba, la comida en si misma fue bien recibida. Copiosas cantidades de cerveza y vino comenzaron a caldear el ambiente y no pasó mucho tiempo antes de que ambas razas comenzaran a hablar, preguntando y relatando sobre sus costumbres o hábitos. Surgieron pequeños focos de conversación en el Gran Salón, mientras elfos y enanos comenzaban a debatir en pequeños grupos. La Mesa del Rey no era una excepción.

- En efecto, estamos preocupados por los pieles verdes en esta zona. No hay fortificación en Karaz Ankor que no lo esté, - explicaba Bagrik con tono sombrío. - Son alimañas que crecen en número a cada año que pasa... -

- Más habrá entonces para que cacemos, ¿eh, padre? - resaltó Nagrim con buen ánimo.

Mientras comían y bebían, Bagrik comenzó a relatarle a Ithalred la historia de la fortaleza y del largo y orgulloso legado de Ungor. Por su parte, El príncipe elfo apenas dijo palabra mientras escuchaba atentamente, apenas haciendo mención a una partida de pieles verdes a la cual masacraron sus guerreros en las montañas durante su viaje hacia la fortaleza. Bagrik respondió con alegría ante la noticia, pero entonces su actitud se volvió más amarga al recordar las usurpaciones que había sufrido el pueblo enano a manos de los orcos y los goblins.

- Así es, muchacho, - dijo Bagrik, que había recuperado repentinamente su estado de ánimo, alzando su brazo sobre los hombros de su hijo y dándole un fuerte apretón.

Ithalred los miró perplejo, como si no entendiera el sifnificado de aquel gesto.

- ¿Entonces, matáis a las bestias por deporte? - se atrevió a preguntar el príncipe.

- En efecto, lo hace, - dijo Bagrik en nombre de su hijo. - De hecho, esta misma tarde mi muchacho ha superado mi propia marca, ¡antes de cumplir setenta inviernos! Una buena hazaña, ¿eh? - exclamó el rey, volviéndose para escuchar las aclamaciones de los otros enanos.

La Reina Brunvilda asintió con cortesía, con una amplia sonrisa reservada para su hijo a pesar de que sus ojos transmitían un pequeño sentimiento de tristeza. Había estado atendiendo las palabras de su marido con obediencia, pero tenía un habla extraño. Su mente estaba en otra parte. Amaba a Nagrim, y él era digno de sus alabanzas, pero cada vez que Bagrik ensalzaba las virtudes de su hijo, ella no podía dejar de pensar en el otro, el que carece del amor y la devoción de su padre.

Insatisfecho con la silenciosa respuesta de su reina, Bagrik miró al capitán de su guardia real, cuya severa mirada estaba fija en el exuberante Rugnir, que le estaba enseñando a unos elfos lo fácil que era beberse dos jarras de cerveza de un trago y sin derramar ni una sola gota. Para su sorpresa, el wanaz realizó dicha proeza con aplomo.

- ¿Eh, Morek? - solicitó el rey.

- En efecto, mi rey. Nadie en la historia de Karak Ungor había matado tantos. Dudo que nadie lo supere, aunque sería feliz de tener a otros mil que fuesen capaces de tanto. Los pieles verdes campan por las montañas como si fueran hormigas, - dijo.

- Así es, - confirmó Bagrik, un tanto cabizbajo mientras soltaba a Nagrim de su abrazo. La adusta respuesta de Morek no era precisamente la afirmación que estaba buscando.

- Y pretendo seguir aumentando la marca, - le dijo Nagrim al príncipe, hinchando el pecho con orgullo bajo su túnica de color rojo y dorado,  la cual era un reflejo de la que llevaba su padre. - Al buen Brondrik, el mejor y más venerable guardabosques de la fortaleza le ha sido ofrecido liderar otra partida de caza en las montañas después del invierno. Las minas del norte de la fortaleza están siempre plagadas. Ese día te traeré más cabezas de grobi envueltas en mi manto, te lo prometo, - dijo el príncipe enano, con los ojos en alto como si tratara de atisbar la gloria.

- ¿Guardáis las cabezas de esas criaturas como trofeo? - preguntó Ithalred con ligero disgusto.

- O sus dientes, orejas, narices... - respondió Nagrim. - También las cabezas, si es que puedes llevarlas todas, - añadió con entusiasmo.

- Si los pieles verdes son tan numerosos, ¿no os preocupa que os sobrepasen? -
- ¡Bah! - espetó Bagrik. - Son criaturas muy simples y de pocas luces. ¿Qué tiene que temer de ellos el heredero de Ungor? - dijo mientras lanzaba una palmada en la espalda de su hijo con una amplia sonrisa.

- ¿Y qué hay de ti, Príncipe Ithalred? - preguntó Bagrik. - ¿Cazáis en vuestras tierras nativas? -

- Sí, - murmuró el elfo con un tono oscuro. - Yo cazo, aunque en los últimos tiempos el número no ha sido de mi agrado. - Ithalred miro al vacío, perdido en algún oscuro recuerdo.

Había llegado a los enanos la noticia de la guerra civil en Ulthuan meses antes de tocar tierra de los elfos y de la colonización de Tor Eorfith, y de la traición de aquel al que ellos conocían como Malekith. Ocurría que él fue el primero en quebrantar la paz entre los elfos y los enanos. Fue Malekith quien había entablado amistad con Snorri Barbablanca, el primero de los Altos Reyes de Karaz-a-Karak, Capital de Karaz Ankor. Sí, los enanos conocían a Malekith. Los elfos tenían un nombre diferente para referirse a él ahora.

- En mi juventud, yo cazaba venados, ciervos e incluso faisanes en los bosques de Eataine, - explicó Ithalred en un raro momento de sinceridad. - Aquellos días se acabaron. -

Hubo un silencio incómodo, como si una oscura nube de tormenta ocupara aquella parte de la Mesa del Rey, mientras el resto de elfos y enanos seguían conversando con normalidad.

- Ahora estás entre aliados, Príncipe Ithalred, - le dijo Bagrik, entristecido por la melancolía del elfo, pero a la vez complacido de ver que ambos comprendían la amargura que compartían, aunque fuese por diferentes causas.

- Por supuesto, - respondió el príncipe, haciendo que su expresión taciturna desapareciera bajo su rostro.

La repentina incomodidad fue rota por el jefe de sirvientes y catador real, Magrinson, que se acercaba a la mesa. Le acompañaban dos aprendices, quienes llevaban una bandeja de plata con la cabeza del enorme jabalí, nadando en un jugo oscuro con su propia sangre.

- Mi señor, - comenzó Magrinson, con una voz seca y ronca como la arena. - La cabeza del jabalí. -

El jefe de sirvientes hizo avanzar a sus aprendices, quienes situaron la bandeja ante su rey. Era costumbre en Karak Ungor que la cabeza del jabalí estuviera reservada para el señor de la fortaleza, cocinada en su propio jugo hasta que estuviese tan suculenta como sabrosa.

- Una buena bestia, - dijo Bagrik, asintiendo con gratitud a Magrinson, quien le devolvió al rey una sentida reverencia y abandonó la Mesa del Rey junto con sus aprendices. - ¿Qué decís, Príncipe Ithalred, hay bestias tan buenas en vuestros bosques? -

El elfo miró atónito la humeante cabeza de jabalí, con la brusca mirada del animal puesta expectante sobre el príncipe. Apartó la mirada, pero se encontró con las pieles que llevaba el rey sobre sus hombros.

- Sí, este también me lo comí, - le dijo el rey enano, reparando en la forma en que Ithalred observaba su capa. - Apenas me había salido la barba cuando me lo encontré en las profundas cuevas al este de las Aguas Negras, - explicó Bagrik. - Entonces era invierno, también, y la nieve era horrible aquel año. Estaba atrapado, incapaz de encontrar el camino de regreso a la fortaleza pues mis huellas habían sido borradas por la nieve. Así que busqué refugio en una cueva. Solo que ya estaba ocupada; ya veis por quién. - Bagrik bajó la capucha hecha con la cabeza del jabalí a modo de reverencia. - Era una bestia feroz, y no se tomó muy bien que me metiera en su guarida. Peleamos, y me clavó sus colmillos por delante. Pero lo abatí. La carne de su cuerpo me sostuvo y su piel me mantuvo caliente hasta que fui encontrado por los exploradores de mi padre. Pensé que no saldría de aquella con vida. La herida que me hizo aquel día ha hecho que mi caminar sea doloroso desde entonces. -

- Sí, - dijo Ithalred, que no pareció conmovido en absoluto por la historia. - Tu reina nos explicó que era el motivo de tu ausencia a nuestra llegada. - Hubo un tono de reproche en las palabras del elfo, y Bagrik lo sintió profundamente.

- Tal vez, - se aventuró el rey, - serías más condescendiente si tú también fueses poseedor de una herida semejante, elfo. -

- No estoy seguro de comprender el significado, enano, - respondió Ithalred.

Kandor, que había interrumpido su conversación al oír de lo que el rey y el príncipe elfo estaban hablando, dirigió apresuradamente su atención a intentar sofocar sus beligerantes ánimos.

- ¿Ha admirado usted la línea de reyes? - preguntó con la voz un poco demasiado alta.

Malbeth, quien no hacía otra cosa que intentar comprender la estratagema de su compañero diplomático, miró por la habitación con fingido interés.

Se giró en torno a la gran variedad que había en el Gran Salón; echados en austero alivio, con los puntiagudos dedos de las luces del fuego reluciendo sobre ellos, estaban las estatuas de los clanes reales de Karak Ungor.

- Sí, son asombrosos, - respondió el elfo con genuina humildad, en lo que se refiere a las estatuas. - ¿Han sido esculpidos en la roca de la montaña? -

- Así es, - dijo el rey. - Son para la eternidad, para que todos lleguen a conocer nuestro orgulloso linaje. -

Aliviado de haber evitado otro desastre, Kandor remarcó una de las estatuas, que reposaba sobre una larga y polvorienta alcoba. - Ese es el Rey Norkragg Corazón de Fuego, - dijo, echando una mirada rápida hacia su rey para asegurarse de que estuviese conforme con que prosiguiera. - Norkragg fue un rey de la edad antigua, uno de los primeros de Ungor, - continuó. - Está escrito en el Libro de los Registros, que Norkragg era minero de corazón, e incluso pospuso sus deberes reales para dedicarse a su vocación, un hecho que le dejó sin reina ni heredero. En su ocupación, Norkragg extrajo más carbón de la roca para las forjas subterráneas que ningún otro desde entonces. -

- Un grande y noble señor era Norkragg. Tenía mucho respeto por las tradiciones de nosotros, los dawi, - añadió Bagrik, mirando significativamente a Ithalred, con intención de entendiera esa parte de la lección en especial.

- Y ese de ahí, - dijo Malbeth rápidamente antes de que el príncipe elfo pudiera responder, haciendo un gesto hacia la siguiente estatua. - ¿Cuál es su marca? -

- Ah, - dijo Kandor, miraba con respeto a la figura de hombros encorvados del señor feudal junto a Norgrakk. - El Rey Ralnuf Cejaprofunda, y a su derecha, la Reina Helgi. -

Malbeth contempló la temible figura de la mujer enana cuando dirigió su vista hacia donde señalaba Kandor.

- Es... formidable, - dijo escogiendo con cautela sus palabras.

Kandor continuó.

- Se rumoreaba en los círculos ceremoniosos que Ranulf tuvo que esperar cincuenta años tras su propuesta inicial de matrimonio antes de que pudieran casarse. Veréis, de acuerdo con las leyes de los enanos, un pretendiente debe cortarse la barba lo suficiente como para poder anudar dos veces la cintura de su prometida antes de que el matrimonio sea legal. Y Helgi era una poderosa mujer. -

- También se dice, - puntualizó Rugnir, - ¡que era de un paladar tan poco taimado que llevó al pobre viejo Ranulf al borde de la bancarrota durante el banquete nupcial! -

El ex-minero rió a gritos, al cual se le unió Nagrim. Incluso el Rey Bagrik esbozó una sonrisa.

- Cierto, Rugnir, - dijo la severa voz de Morek, quien había estado escuchando todas las conversaciones alrededor de la Mesa del Rey, - pero menuda reina que tenía Ranulf. Cualquier esposa que pudieras conseguir por ti mismo sería tan delgada como una niña abandonada de esos elgi; así de malgastada está tu fortuna, - añadió.

Kandor se frustró ante la observación del capitán de la guardia real, con la esperanza en mente de que los elfos no se lo tomaran como una ofensa hacia ellos. Aunque así hubiera sido, no hubieran tenido oportunidad de pronunciar palabra mientras Morek continuaba su diatriba.

- Kraggin se perderá en el limbo ante el Portón de Gazul a causa de tu derroche. No hay destino para alguien como él; ninguno en absoluto. -

La mesa al completo cayó abruptamente en silencio ante el arrebato de Morek. Incluso el humor de borrachera de Rugnir se vino abajo cuando Morek mencionó el nombre de su padre.

- ¿Cómo es esto así? - preguntó Lethralmir, que tomaba a sorbos el vino de su copa con apatía antes percatarse de la aparente discordia y viendo en ella la oportunidad de explotarla. - Seguramente, este buen... individuo no puede ser responsable del destino de su padre. ¿No hizo él acaso su propio destino? -

El rostro de Morek se sonrojó mientras apretaba los dientes. Malbeth intercedió rápidamente cuando se dio cuenta de lo que el elfo de melena de cuervo estaba intentando hacer.

- Creo que lo que mi camarada quiere decir, - comenzó el embajador, - es que estamos poco familiarizados con las creencias enanas. Por ejemplo, ¿qué es ese portón del que habéis hablado? ¿Puedo aventurarme a decir que no se trata de un portal al uso, como lo es la entrada a esta gran cámara? -

- No, - dijo Morek mientras observaba con mirada penetrante hacia Lethralmir, antes de dirigir su atención hacia Malbeth. - El Portón de Gazul impide el paso de las almas de los enanos al Salón de los Ancestros, - explicó. - Cada enano debe afrontar esos portales y hacer balance de sus actos ante el mismo Gazul. Incluso si demuestra ser de confianza, y entra en los Salones, no hay garantías de permanecer allí. Los actos de sus descendientes pueden poner en peligro su lugar en la mesa de Grungni. Lo mismo les sucede a algunos, - dijo Morek, mirando de reojo con enfurecimiento hacia Rugnir, donde sus ancestros vagarán perdidos hasta que hayan enmendado su deshonrosa conducta. -

- Seguramente. Sin embargo, si este enano está sufriendo en el purgatorio, ¿no debe haberlo provocado por si mismo? - Lethralmir le lanzó un guiño prácticamente inapreciable a Arthelas, quien disfrutaba del espectáculo sentada a su lado.

- Kraggin era honorable y bueno, - afirmó Morek apasionadamente, ¡Como te atreves a mancillar su nombre! -

- Pr favor, por favor, - dijo Malbeth. - Lethralmir no tenía intención de ofender, estoy seguro. ¿No es así? - añadió mirando al elfo de pelo oscuro, quien le devolvió la mirada con aspecto de indiferencia.

- No, por supuesto que no. Nunca mancillaría a un enano, - respondió al fin.

El rostro de Morek se ensombreció y dio un leve giro hacia Bagrik, quien estaba igualmente impresionado.

- Mi señor, me temo que debo abandonar la Mesa del Rey para atender mis múltiples tareas, - dijo el capitán de la guardia real.

Bagrik estaba serio mientras atendía a los elfos. Parecía que la esperanza que tenía en que sus invitados compartieran el honor de estar en su mesa iba disminuyendo. Suspiró profundamente, dominando su irritación. Bagrik conocía el punto de vista del capitán de su guardia real; no era muy distinto del suyo, pero no tenía ganas de avivar el fuego del desagrado que le producían los elfos a Morek. Había prometido a Brunvilda que lo intentaría, e hizo un compromiso similar con Kandor. Y como rey de la fortaleza, mantendría su palabra. Aun estando Morek de tan mal humor, no tenía más remedio que permitir que lo abandonara.

- Concedido, - dijo finalmente el rey.

Morek se inclinó rápidamente, lanzando una oscura mirada en dirección a Lethralmir antes de abandonar el Gran Salón.

(Continuará con la segunda parte del capítulo)

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