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sábado, 12 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 4)


 Kortharion hizo una mueca de desagrado mientras veía los pequeños destellos blancos de movimiento delante de él. Los elfos no habían encontrado descendientes de los habitantes originales de la isla – los trastornados seres que construyeron esos bizarros, escalonados templos y altares – pero el lugar se encontraba lejos de estar deshabitado. El suelo estaba empapado por la memoria de la hechicería oscura y durante siglos, extrañas mutaciones habían transformado la flora y la fauna de la isla. Los mamíferos no pudieron sobrevivir demasiado tiempo en aquel ambiente tan atormentado, de modo que otras criaturas salieron de debajo del arruinado suelo para llenar el vacío: anémicos, pegajosos seres que relumbraban, repiqueteantes como huesos que se diseminaban ante el trote de los caballos. Los elfos vigilaban las sombras cuidadosamente buscando señales de peligro. La escasez de depredadores naturales había permitido a aquellos fantasmales insectos adquirir proporciones grotescas. Varios elfos incautos se habían encontrado a sí mismos en el lado equivocado de sus pálidos, translúcidos caparazones.

“El camino ya casi se ha vuelto muy espeso otra vez” dijo Kalaer, mientras se abría paso entre la maleza a base de tajos con su espada. “No clarea desde hace dos días. Menuda vileza ésta. Y parece ponerse cada vez peor.”

Kortharion asintió, alzando su alargado báculo para iluminar las picudas rocas y retorcidas espinas. La guarnición mantuvo ocupado un camino en la línea costera de la isla; un estrecho pasadizo que se rodeaba la locura del podrido corazón de la isla. Nunca fue un trayecto cómodo, pero ahora era casi intransitable. “Algo va mal” contestó. “algo se está alterando.”

Mientras Kalaer luchaba por guiar su caballo por el dificultoso terreno, intentó localizar el objetivo sobre el cual se posaba la vista del mago. “¿Qué ves, viejo amigo?”

Kortharion sacudió su cabeza de forma turbada. “Caos. Siento su presencia más que antes. Caos por todas partes: en las rocas, en las plantas, en el aire. Lo nubla todo hasta el punto que no sé qué es real y qué no lo es. En mis sueños veo lo enorme de los Ulthane – aquel que mira en dirección opuesta a la zona principal. Tiene la mirada baja hacia mí, lleno de desesperación y pena. Siento que si pudiera verlo, tal vez obtendría una respuesta de algún tipo.”

Kalaer bajó su bota para aplastar un pálido gusano que intentaba enroscarse en su calzado. Era como de treinta centímetros de largo y se dio cuenta con disgusto que tenía incontables espinas hundidas en su carne. Se lo quitó de en medio con la punta de su espada y sacudió su cabeza al despojo que dejaba tras de sí.

Tras una lenta y tortuosa jornada, finalmente llegaron a su destino. Mientras alcanzaban la cima de la pequeña elevación de terreno, Kortharion se detuvo y dirigió su báculo hacia el quebrado horizonte. “Ahí está” musitó.

Kalaer se dirigió su caballo para situarse a la par de Melena Plateada, aunque distante, frente a la enorme estatua roja. “No estoy muy seguro de lo que esperas encontrar aquí, Kortharion.”

“Yo tampoco” respondió el mago. Se volvió hacia Kalaer con duda en sus ojos, pero antes de que pudiera decir nada más, el horizonte se iluminó en un fantástico despliegue de rayos verdosos y el pesado silencio fue resquebrajado por un largo grito chirriante.

“En el nombre de Aenarion, ¿qué fue eso?” espetó Kortharion, mientras trataba de calmar su asustada montura.

“¡Mira!” exclamó Kalaer, señalando hacia su destino. La luz del distante faro hizo un brillante estallido para luego apagarse, sumiendo parte de la isla en la oscuridad más absoluta. “¡Y allí!” Kalaer señaló a las demás luces rojas que rodeaban la isla. Se estaban desvaneciendo una tras otra. “Los Ulthane, ¿qué les está ocurriendo?”

El mago sacudía su cabeza mientras observaba cómo las luces desaparecían. “Qué estúpido he sido, Hace tiempo que debí aprender a no ignorar mis propios sueños. ¿Por qué he esperado tanto?” Espoleó su caballo, que galopó en dirección al ahora, invisible centinela. “No tenemos tiempo que perder” dijo, mientras Kalaer cabalgaba tras de él. “Nunca había oído algo semejante. Solo una hechicería del más alto poder podría dejar ciegos a los Ulthane. Y esos han sido rayos como nunca antes he visto.”

Los dos elfos condujeron sus caballos tan rápido como se atrevían entre las rocas desiguales y desmontaron a los pies del antiguo centinela. La estatua de mármol se erguía por encima de rocas y árboles, vigilando el bosque con sus tristes ojos y posando sus manos sobre la empuñadura de una espada que parecía una réplica de la de Kalaer, pero diez veces mayor.

“Por los dioses, su fuego ha sido apagado” suspiró Kortharion, mientras miraba hacia ella.

Cada uno de los Ulthane llevaba un adorno con forma de diadema sobre sus majestuosas, reales cejas con una enorme piedra roja engarzada en ésta. Durante todo el tiempo que los elfos habían ocupado la isla, las piedras habían brillado con fuego interior: una poderosa amenaza para aquellos intrusos que alcanzaran la costa. Ver una de esas coronas oscuras y sin vida desoló a los elfos profundamente.

Kortharion desmontó de Melena Plateada y fue hacia el inmenso, desmoronado pedestal de la estatua. Puso sus manos sobre las piernas de la estatua y cerró los ojos. Tras unos momentos, el mago se giró hacia Kalaer, con una cara que reflejaba la angustia. “Nada” murmuró. “Todo rastro de vida se ha extinguido. Ya no es más que otro trozo de roca.”

Kalaer bajó de su propio caballo y miró a su alrededor con cautela, interponiendo su espada entre él y las sombras. “¿Podría haber alguna explicación simple?” preguntó, mientras se situaba a los pies de la estatua. “¿Qué clase de poder podría sofocar una magia tan antigua? Si esperamos un momento, ¿volverá la luz?”

Kortharion agarró el hombro a su amigo y le habló con calmada, aunque tenebrosa voz. “El poder de los Ulthane proviene directamente de Ulthuan. ¿Y si ésta es la señal de una catástrofe aún mayor? ¿Y si el vórtice mismo está siendo atacado?”

El maestro de la espada se encogió de hombros. “Cálmate, Kortharion. Recuerda quién eres, estudiante de la Torre Blanca. Somos los herederos de Aenarion. ¿Qué amenaza podría desafiar la majestuosidad de los Asur? Simplemente deberíamos regresar al templo y enviar un mensaje.” Se bajó con cuidado del pedestal de la estatua. “Vamos, debemos dar la alarma.”

Tan pronto puso un pie en el suelo, se quedó paralizado. Había nuevas fuentes de luz en el bosque. Docenas de luces rojas avanzaban tambaleantes bajo sus retorcidas ramas, una marea de ojos brillantes, avanzando hacia ellos con premura.

“¿Khitons?” preguntó Kortharion, acercándose al maestro de la espada.

Kalaer sacudió su cabeza. “Nunca he visto insectos moverse de esa forma, no con tal sentido del deber.” Se apretó más el casco y asintió hacia la delicadamente tallada vara de su amigo.

Kortharion cerró los ojos y musitó un breve encantamiento. Durante unos segundos, permitió que los vientos de la magia lo recorrieran a él y a su vara. Una deslumbrante luz blanca surgió de la piedra incrustada en su cabeza y la claridad llenó el lugar en el que se situaban.

El mago jadeó.

Centenares de jorobadas y sarnosas criaturas fueron atrapadas por el deslumbramiento, tapándose los ojos de la repentina luz mientras se escondían tras los árboles. Eran tan altos como un hombre, pero revestidos de un pelaje de alambre y con babeantes hocicos alargados. Cada criatura portaba alguna clase de cruel arma y muchos de ellos llevaban gruesas placas de maltratadas, serradas armaduras.

“Por la Reina Eterna” siseó Kortharion, mientras elevaba la luz de su vara para revelar aún más monstruos. “Skaven.”

A la vista de las dos altas y esbeltas figuras los hombres-rata se detuvieron, apiñándose al borde del claro y mirando sobre sus hombros entre un coro de agudos sonidos chillones. Despedían un olor agrio de sudor, heces y carne podrida.

Kalaer se burló de la amenaza imperiosamente y adoptó una posición de combate, cambiando de postura con la facilidad de un bailarín. “No hay nada que nos preocupe” dijo. “esas miserables alimañas huirán ante la primera señal de peligro.” Blandió su espada en una complicada serie de arcos y situó la hoja de la espada a la altura de los skaven. “Deja que vengan.”

Kortharion mostró su acuerdo asintiendo con la cabeza, intentando asumir la misma postura despreocupada de su compañero, pero le resultó sumamente difícil al recordar la mirada vacía del Ulthane. Hubo un profundo, lejano grito desde el interior del bosque y las criaturas comenzaron a avanzar. Se movían a una velocidad increíble, saltando al interior del claro en un estallido frenético.

Tan pronto llegaron al pie, volvieron a detenerse, gruñendo y escupiendo a los elfos mientras blandían sus embotadas armas. El porte sereno de su presa pareció desconcertarles. Una enorme silueta apareció de entre los árboles, rugiendo con furia. El líder de los skaven debía ser dos cabezas más alto que sus subordinados y su enorme, robusta figura estaba formada por músculos bien marcados. Pinchó a sus tropas con una alabarda de aspecto vicioso, lanzando insultos entre sus afilados colmillos, ordenando a sus tropas avanzar.

Las criaturas parecían tener más miedo de su jefe que de los elfos, de modo que saltaron al ataque.

En cuanto el primero de sus adversarios estuvo lo bastante cerca, Kalaer avanzó silenciosamente hacia él, blandiendo su espada tan ligeramente como si fuese una daga en una cegadora serie de tajos y golpes. El skaven chilló de dolor mientras diseminaba su sangre por las heridas de sus miembros amputados. Con su líder azotándoles y espetando maldiciones tras ellos,
no les quedaba otro remedio que seguir avanzando, trepando de forma desesperada sobre sus semejantes caídos y saltando hacia el maestro de la espada, elfo de cara sombría.

Mientras las enloquecidas criaturas lo rodeaban, el comportamiento tranquilo de Kalaer se hizo más marcado. Su cuerpo casi permanecía inmóvil mientras su espada describía arcos en torno a él, girando a una velocidad deslumbrante, casi sin esfuerzo. Las esculpidas placas de su armadura se tiñeron rápidamente con la sangre de docenas de skaven desintegrados ante la afilada nube de tajos.

Kortharion, mientras tanto, regresó lentamente sobre el pedestal en que se encontraba la estatua, sujetando en alto su vara mientras murmuraba encantamientos en voz baja. Tan pronto se situó sobre el pedestal, soltó un armonioso grito y golpeó con su vara el pedestal de antigua roca, abriendo aún más su mente a los vientos de la magia. A su orden, un muro circular de llamas blancas surgieron alrededor de la estatua, iluminando el claro y consumiendo docenas de skaven.

Los hombres-rata chillaron de pánico y algunos comenzaron a huir, pero el señor de la guerra les cortó el paso y los miembros con un cuchillo de carnicero y chilló de nuevo, mientras otra figura aparecía a su lado. Éste skaven llevaba una repulsiva máscara de cuero que se extendía por su estrecho hocico. Su armadura estaba repleta de mecanismos de relojería ordenados de forma caótica y viales con un líquido verde en su interior. Avanzó hasta el claro y la criatura de aspecto extraño levantó una pistola y apuntó en su dirección.

Kortharion asintió con satisfacción mientras la pared de fuego devoraba montones de espeluznantes alimañas. El letal virtuosismo de Kalaer tenía poco efecto sobre los ya consumidos skaven y sus moral terminó por disiparse. Vio que su viejo amigo estaba en lo cierto; unos minutos más y los que quedasen huirían hacia el cobijo del bosque. Levantó su vara y se preparó para golpear por segunda vez, elevando su voz hasta un furioso crescendo mientras torrentes de energía se acumulaban en torno a la escultura de marfil.

Sonó un pequeño estallido al otro lado del claro y el enmascarado skaven se bamboleó hacia atrás, echando maldiciones sobre la pistola que acababa de explotar entre sus garras en una nube de humo y trozos metálicos.

Sobre el pedestal, el mago gritó de dolor y cayó de espaldas. Se desplomó contra uno de los pies de la estatua y vio una mancha oscura extendiéndose rápidamente a través de su pecho. La agonía que se apoderó de él era tan intensa que durante unos segundos falló al buscar dónde fue alcanzado. Entonces levantó su capa y vio un fino e irregular hilo de sangre que salía de su hombro. La imagen era tan surrealista que casi se echó a reír.

“¡Kortharion!” gritó Kalaer, mientras miraba al mago a su espalda con horror en su rostro.

Mientras el mago se desplomaba lentamente sobre el pie de la estatua, sufría espasmos por las nauseas y su vara de repente le parecía demasiado pesada para sujetarla. Mientras caía por las escaleras, la luz de la roca que llevaba incrustada relumbró una vez más y entonces se desvaneció.

Una ruidosa ovación resonó por el claro mientras la pared de fuego se extinguía y los skaven presionaron los unos contra los otros para avanzar.

El maestro de la espada no cejó de golpear, ni siquiera mientras veía a Kortharion desfallecer, derramando sangre fresca a cada paso hacia él. Pero con la caída del mago, el temor de los skaven se evaporó y comenzaron a trepar hacia Kalaer con renovada determinación. Más criaturas salían de entre los árboles, y Kalaer dejó salir un resoplido de indignación al darse cuenta de que eran demasiados para enfrentarse a ellos él solo. Lentamente, de mala gana, comenzó a retroceder hacia su agonizante amigo.

Mientras la vida de Kortharion le abandonaba, se golpeó en la cabeza contra la roca y se encontró mirando hacia la cara del Ulthane. Era una escena que reconoció inmediatamente – los nobles, encantadores detalles de la estatua, observándole desde arriba con horror en su mirada. “Éste es mi sueño” gorgoteó, mientras su garganta se llenaba de sangre. “Éste es mi fracaso.” De repente vio por completo la magnitud de sus errores. Sin el mago o el maestro de la espada, la guarnición de elfos quedaría enormemente debilitada. Con los Ulthane incapacitados, y sin magia para ayudarles, la mitad de las defensas de la isla se habrán ido. Al traer consigo a Kalaer, había puesto en riesgo todo. Éste era su fallo y lo había soñado. La premonición señalaba ese momento. Le recorrió un horrible dolor y gritó de angustia, mientras llegaba ante el imperturbable Ulthane con una súplica desesperada.

Kalaer apareció a su lado. Todavía manejaba su espada con increíble velocidad y precisión, pero su rostro estaba pálido. Los skaven se regocijaban mientras docenas de ellos le rodeaban, y aunque iban cayendo en rodajas, aparecían muchedumbres que los reemplazaban. “Debemos alertar a los otros” jadeó, mientras echaba una mirada de angustia a la sangre que manaba del pecho de Kortharion.

El mago sacudió la cabeza, y se las arregló para ponerse erguido sobre su codo. “Tú debes avisarles” respondió, asintiendo con la cabeza hacia los caballos que se encontraban atados al otro extremo del claro.

Los ojos de Kalaer se agrandaron de horror ante las palabras de su amigo y sacudió la cabeza ferozmente, golpeando a las criaturas con aún más vigor.

La cara del mago era de un tono blanco fantasmagórico mientras se arrastraba a una posición de sentado, pero con un brillo de determinación en sus ojos. “Debes irte ahora. No puedes sacrificarte tan innecesariamente. Piensa en los demás – deben saber que estamos siendo atacados.” Comenzó a hablar con dificultad a medida que el dolor empeoraba, “E-ellos necesitan tu... tus dotes de líder para... defender el templo.”

El maestro de la espada volvió a negar con la cabeza mientras permanecía concentrado en la batalla.

“¡Piensa en lo que está en juego!” gritó el mago con repentina vehemencia. “El templo no... no debe caer antes esos monstruos.”

El maestro de la espada tropezó de espaldas ante la presión de los cuerpos que se abalanzaban sobre él. Se encontraba ahora junto al yaciente mago, defendiéndole con un salvaje despliegue de esgrima. Pero a medida que el círculo de skaven se cerraba en torno a el, el volumen de espadas y dientes se hacía inaguantable; golpes y arañazos aparecieron en su armadura y sus pasos no eran tan seguros a medida que el enemigo saltaba sobre su delgado cuerpo.

“Huye ahora, o podrías arriesgarlo todo” jadeó Kortharion. Entonces comenzó a murmurar un nuevo encantamiento.
Las palabras del mago eran roncas y confusas por culpa de la sangre, pero Kalaer reconoció sus intenciones. Mientras el hechizo comenzaba a tomar forma, sintió poderosas cuerdas de magia arremolinándose en torno al pedestal, haciendo temblar desde las escaleras hasta su armadura mientras ondeaba su cabello rubio. Se arriesgó a mirar a su compañero caído y observó una luz que emanaba de sus ojos. Incluso la piel del mago relucía de poder. “¡No!” gritó Kalaer. “¡No te dejaré hacerlo, debes...!

“¡Ahora!” gritó Kortharion, tambaleándose sobre sus pies mientras alzaba las manos sobre su cabeza.

Con un bramido de frustración, el maestro de la espada saltó hacia atrás. Volvió sobre sus pasos en un movimiento demasiado rápido como para ser visto y desapareció.

Hizo su movimiento con tan solo unos segundos de sobra.

Mientras un skaven caía en el vacío que dejó el maestro de la espada, Kortharion pronunció las palabras finales del hechizo y una atronadora explosión sacudió el claro.

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