“!Por la Rata Cornuda” chilló Ratchitt, “retened esa miserable cosa!”
Estaba situado a varios metros del dispositivo, pero incluso a esa distancia el calor era inmenso. Cables de energía al rojo vivo estaban sujetos en la parte más alta, chisporroteando desde la cabina de latón y soltando sacudidas, haciendo aullar de dolor a los esclavos de Ratchitt. Docenas de ellos resultaron muertos; sus lamentables, retorcidos cadáveres se amontonaban en torno al brillante dispositivo como si se tratase de una extasiada audiencia, asignados a su lugar por la ondulante energía que recorría sus cuerpos ennegrecidos. Unos pocos sobrevivieron, pero como Ratchitt les gritó desde la seguridad de un saliente de roca, hicieron otro desesperado intento de enroscar el artilugio entre todos. Hubo un sonido de metal entrechocándose y la máquina dio un bote hacia atrás, provocando que la esfera de cristal rodase en su jaula de anillos de latón, haciéndola brillar más intensamente que antes. Los esclavos se convirtieron en siluetas polvorientas por el deslumbramiento de color esmeralda, antes de colapsarse en pequeños montículos de cenizas y brasas.
Ratchitt gritó con frustración. “¡Traidores!” lloró, mientras saltaba fuera del saliente y mesaba su pelaje erizado.
“¡El señor de la guerra llegará en cualquier momento!” Miró de forma ansiosa el paisaje de rocas en las que rompía el oleaje. Se encontraba a casi dos kilómetros de la parte central, y como siempre, estaba oculto en las sombras de la niebla antinatural; pero sus guardias ni siquiera intentaron ocultar el fulgurante brillo rojo que emanaban. Le miraron desafiantes a su espalda, a través del mar embravecido para ensalzar su error. Ratchitt observó a los rojizos centinelas que se hallaban junto al chispeante dispositivo para entonces volver de nuevo a la isla. La furia finalmente se sobrepuso a sus temores. Se ciñó la máscara de cuero aún más a su cara y colocó en posición sus protectores oculares. Entonces saltó de entre la espesura y correteó hacia el cristal chamuscado, dando esquinazo a los cañonazos de energía que serpenteaban por el suelo. Mientras se acercaba al lado de la cabina, se refugió tras un montón de tubos de cobre, tratando de localizar una pequeña palanca. Un verdoso rayo que salió ondeando de las tuberías comenzó a recorrer por su pelaje, volviéndolo tan brillante como lo era la máquina.
Mientras trataba de alcanzar la cabina, se produjo un atronador sonido de campos de energía que chocaban entre sí. El calor se hizo tan intenso que la máscara de cuero de Ratchitt comenzó a echar humo por sus poros y tuvo que bajársela al cuello. Sabía que apenas le quedaban segundos antes de que el fuego de disformidad lo desgarrase, pero había tantas fugas y tuberías rotas que no sabía por dónde empezar. Dejó salir un gruñido de frustración y golpeó uno de los pocos paneles que aún estaba intacto. El escabroso sonido cesó repentinamente y el brillante aura de la máquina quedó reducido a un leve haz de luz. Ratchitt aulló debido a la conmoción del momento, y se dejó caer de espaldas mientras reía de forma histérica. “Arreglado-arreglado” chilló, observando las estrellas que brillaban sobre su cabeza. Entonces cerró los ojos durante un minuto para calmar el incesante zumbido que le provocó la vibrante maquinaria del dispositivo.
“¿Ratchitt?” preguntó una voz procedente de la penumbra.
El ingeniero se levantó sobre sus patas y vio centenares de abultadas formas correteando a través de los campos iluminados por la luna. Se trataba de alimañas de oscuro pelaje, con gruesas armaduras plateadas y enormes alabardas. A la cabeza comandaba un skaven aún más grande. En su bestial rostro lleno de cicatrices se reflejaba la funesta luz que emanaba de un talismán, que oscilaba colgado bajo su mandíbula. La amenazadora mirada del Señor de la Guerra Padrealimaña llenó a Ratchitt de miedo y se dirigió apresuradamente hacia la máquina. “¡Casi listo!” espetó hacia atrás, mientras presionaba con todo su peso una rueda dentada oxidada. Hubo un chirrido de metal traqueteando lentamente. Al poco tiempo el vibrante sonido del dispositivo se apagó de repente.
Ratchitt se quedó bloqueado por el pánico mientras la luz de la esfera de cristal se desvanecía.
“¿Ratchitt?” volvió a preguntar el señor de la guerra, ésta vez a tan solo unos pasos del ingeniero.
El ingeniero se dio la vuelta hacia Padrealimaña con una explicación en sus labios, pero antes de que pudiese hablar, la máquina soltó un perforador quejido sordo e iluminó el cielo nocturno con un brillante resplandor de rayos. Los skaven cercanos a la máquina fueron lanzados al suelo por la fuerza de los estallidos de energía y se revolcaban por el suelo en un coro de gritos y maldiciones.
Skreet Padrealimaña se puso de rodillas y soltó una maldición, mientras tapaba sus ojos del repentino resplandor. Echando una ojeada a través de sus garras, observó el arco eléctrico que desprendían las ondas de choque, dirigiéndose hacia unas formas neblinosas en la distante isla. Los rayos se movieron con una precisión antinatural: doce finas agujas de luz, apuñalando el sangriento laberinto directamente hacia las almenaras color carmesí.
Ratchitt se puso de pie, todavía aturdido por la caída, y se escabulló hasta situarse al lado del señor de la guerra. Manoteó desesperadamente la armadura de Padrealimaña. “¡Mi señor! ¡No se preocupe! Solo necesito hacer unos ajustes-ajustes y todo estará bien.¡Sé que puedo realizar el trabajo!”
El señor de la guerra no pareció prestar atención a las palabras del ingeniero, mientras lo lanzaba a Ratchitt un lado, haciéndole retroceder hacia el borde del precipicio, y observó el mar que rodeaba la isla. Gruñó sorprendido.
Ratchitt frunció el ceño y se dio la vuelta, preguntándose por qué el señor de la guerra lo había dejado con vida. Mientras subía a la cima obtuvo su respuesta: la isla había desaparecido del horizonte. Había sido sumergida en la oscuridad. Las almenas ya no estaban.
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