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lunes, 28 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 20)


Mientras avanzaba y retrocedía por todo el largo del puente, el príncipe Jinete de Tormenta no pudo estar seguro de si la campana había sido realmente silenciada o no. Aquel vibrante sonido aún permanecía en su cabeza y mientras se alejaba tambaleándose de los victoriosos skaven, cada fúnebre tañido parecía que iba a detener su corazón. “Demasiado tarde” murmuró, mientras se percataba de que la torre había sido destruida realmente. Sus hombros se hundieron y su mentón caía mientras le llenaba la desesperación. “Ya hemos fallado.” su una vez hermosa armadura dorada ahora colgaba de su cuerpo hecha pedazos. Su casco alado había sido arrancado de su cabeza y sus refinados rasgos se habían desvanecido bajo un montón de arañazos y marcas de garras. Montones de elfos asesinados yacían a su alrededor y un poco más atrás se encontraban los restos chamuscados de su amado grifo, Garra Afilada.

Él era el último.

Su ligero cuerpo maltratado era todo cuanto quedaba entre los skaven y su premio. A medida que se tambaleaba hacia atrás para alejarse de la burlona multitud, ni siquiera el agotamiento podía nublar del todo el horror de su derrota.

Mientras los skaven avanzaban , vociferaban en su rápido lenguaje lleno de chirridos, burlándose de él con sus gritos incoherentes y sacudiendo sus espadas cortas contra sus escudos. Un par de filas más atrás, su cobarde líder los empujaba hacia delante con su espada. El príncipe lo había señalado hacía tiempo. El pellejo del monstruo era aún más repulsivo que el de sus congéneres, plagado de viruela y empapado de enfermedades. El príncipe se había percatado de cuán cuidadosamente se había alejado de las filas posteriores, manteniendo a varios de los más fuertes y mejor equipados soldados en el frente todo el tiempo.

A medida que las criaturas se le echaban encima, el príncipe raspó el suelo con la punta de su espada con un gemido de cansancio. “Cobarde inmundicia” susurró mientras obligaba a sus brazos a mantenerse en una posición de lucha. Mientras los skaven se le acercaban con sus hocicos babosos, no vio ninguna señal de entendimiento en sus bestiales ojos, pero continuó hablándoles de todas formas. “Aún queda fuerza en mi interior” jadeó, alzando su espada para atacar.

Antes de que las criaturas pudieran atacar, su líder les detuvo con un chillón gorgoteo de mando. Se encogieron ante el sonido de su voz y se agacharon lentamente hasta el suelo, alejándose lentamente del príncipe.

El enfermizo skaven señaló a la otra diminuta criatura, agachada sobre una roca unos metros más atrás a lo largo del puente. Llevaba una máscara de cuero y unos anteojos destrozados. A la orden de su amo, puso erguido su encorvado semblante sobre la roca y apuntó con su pistola hacia el príncipe.

Jinete de Tormenta miró a la figura con la pistola y de nuevo a su amo.

El sarnoso skaven le observó. Ni siquiera el grueso casco cobrizo pudo ocultar la excitación de sus ojos como perlas rojas.

El príncipe se percató de que una vez el líder skaven había apartado la mirada de su subalterno, aquel miserable había cambiado de objetivo y se encontraba apuntando a la cabeza de su deformado amo. Sus labios se curvaron mostrando los colmillos y una risa baja hizo temblar su delgado cuello. Entonces apretó el gatillo.

En cuanto el arma detonó el enfermizo líder skaven rugió victorioso, agitando su espada sobre su cabeza. Entonces espoleó su armada hacia delante y dejó salir un aullido de rabia cuando vio que el príncipe permanecía en el centro del puente, balanceándose ligeramente a causa del agotamiento, pero aún bloqueando su camino.

El jefe se giró hacia su pistolero subalterno y le gritó un confuso torrente de maldiciones.

La criatura con la pistola estaba tan confusa como su maestro. Mientras miraba la arrugada masa metálica que tenía entre sus garras, parecía totalmente inconsciente de que el retroceso había soltado un pequeño trozo de cristal de sus anteojos, y que ahora estaba incrustado profundamente en su ojo izquierdo. Solo cuando la mezcla de sangre y fluido vítreo comenzó a manchar por su hocico dejó salir un grito aterrorizado.

El jefe volvió a rugir, empujando a sus soldados hacia el miserable chillón, pero antes de que pudieran actuar, la criatura con la pistola soltó su arruinada arma, saltó de la roca y se lanzó a sí mismo por el puente. En pocos segundos había desaparecido de su vista completamente.

El príncipe Jinete de Tormenta se permitió soltar una risotada amarga mientras los monstruos se giraban hacia él. “Si no estuvieseis tan ocupados luchando los unos con los otros, hace horas que habríais terminado,” escupió, limpiándose un fino hilo de sangre de su boca y alzando su espada una vez más.

Mientras se preparaba para atacar, el mutado jefe skaven dejó salir un grito de miedo y se echó al suelo.

Jinete de Tormenta cojeó hacia la encorvada figura, elevando su espada para atacar. Entonces se dio cuenta de que los acorazados guardias estaban huyendo aterrorizados. Tan solo segundos antes habían estado escupiendo y gritando victoriosos mientras lo veían debilitarse; ahora parecían demasiado acobardados para atacar. Había algo más que le resultaba extraño: el constante crepúsculo que cubría la isla se estaba levantando. Se dio cuenta de que los skaven no huían de él, sino del nuevo amanecer que florecía detrás de él.

Miró hacia atrás y vio la luz. Sus ojos se habían acostumbrado tanto a la perpetua oscuridad que tuvo que protegerse la cara con el canto de su espada antes de que pudiera ver nada. Entonces se tambaleó hacia atrás conmocionado. Caminando desde el templo se aproximaban una serie de deslumbrantes figuras con halos. La luz no procedía del sol después de todo; estaba manando de los espectrales seres que marchaban hacia el puente. Mientras se aproximaban, el príncipe se dio cuenta de que eran elfos, pero como nunca antes había visto. Su insustancial carne brillaba y relucía con una gloria divina que lo humilló por completo. Ante el rostro de tal terrible belleza, sus fuerzas terminaron de abandonarlo y se dejó caer de rodillas en un acto de aturdida genuflexión.

Una de las figuras parecía un poco más corpórea y se adelantó a las demás, y el príncipe suspiró al reconocer su rostro. “¿Caladris?” jadeó, mientras escudriñaba la brillante figura.

El mago era sordo a las palabras de príncipe. Su carne estaba coronada de poder y relucía tras sus diáfanos ropajes. Sus ojos habían sido reemplazados por un par de estrellas, que ardían tan intensamente que Jinete de Tormenta no pudo cruzar la mirada con él.

El skaven más cercano a la reluciente figura intentó huir, pero con miles de sus congéneres agolpándose tras él, no había ningún sitio a donde ir y comenzó una lucha desesperada. Su líder, mientras tanto, sacudía la cabeza con furiosa incredulidad. Estaba tan conmocionado y enfurecido, que olvidó su temor y comenzó a tambalearse hacia Caladris.

Antes de que el skaven llegase muy lejos, el joven mago levantó su cetro y hablo. Las incomprensibles palabras que hicieron eco entre las rocas no salieron de ninguna garganta sino de muchas. Las fantasmagóricas figuras tras el joven mago entonaron las palabras exactamente al unísono, proporcionando a su conjuro un terrible poder.

La luz emanada de los cuerpos de los elfos era canalizada hacia el cetro de Caladris mientras serpenteaba velozmente sobre la cabeza del postrado príncipe.

Al frente de su ejército, el enfermizo jefe recibió de lleno el impacto de la descarga. Sus andrajosas extremidades tiritaron y se agitaban mientras la energía fluía a través de su cuerpo y se extendió a aquellos que tenía a su alrededor, saltando de criatura en criatura y conectándolos a todos en una gran masa reluciente. La magia se extendió con increíble rapidez sobre todo el ejército, iluminando por completo la costa con un manto de estremecidas formas chillonas.

Mientras el poder lo envolvía, el cuerpo del jefe skaven comenzó a estirarse y a hincharse. Su pellejo parcheado de protuberancias con docenas de pústulas se retorcía por los nuevos miembros que nacían bajo su carne, tratando de liberarse. Al principio, los ojos del skaven estaban llenos de horror, pero mientras su cuerpo continuaba creciendo, dejó salir una leve risa de placer. Nuevos músculos brotaron en su espalda y se levantó sobre las temblorosas cabezas de sus soldados con un estremecimiento de excitación. En segundos pasó de medir apenas metro y medio a casi rozar los dos metros; después dos y un cuarto; luego, tres y medio. Mientras la magia fluía a través de su cuerpo, pronto se encontró mirando por encima incluso de las gigantescas ratas-ogro. Su armadura reventó por la presión de sus músculos y sus talones se doblaron sobre sus patas en largos arcos sangrientos. Se agachó hacia los elfos, regocijado de su poder. Con un rugido que partía los cielos, flexionó un bosque de musculosos brazos y se apoyó sobre sus talones, preparándose para aplastar con sus puños a las pequeñas figuras que tenía a sus pies.

La carne del skaven no pudo soportar un crecimiento tan violento y mientras se preparaba para atacar su pellejo comenzó a rasgarse y varias pústulas explotaron. Hubo un húmedo sonido de arranque mientras sus múltiples órganos reventaban dentro de su pecho y sus ondeantes brazos salieron disparadas de sus cavidades. El nido de ojos que se había extendido sobre su rostro se pusieron en blanco de pánico, y entonces toda la retorcida masa de su carne se colapsó sobre sí misma, esparciendo sangre y vísceras por el puente y el mar bajo éste.

Con la caída del jefe, la magia de Caladris brilló sin dificultad hacia las figuras en llamas de detrás. Una hermosa cuerda de llama blanquecina fluía sobre ellos, incinerando todo a su paso, ardiendo a través de la horda skaven. La carne ardía como leña seca y las máquinas de guerra se balancearon y colapsaron sobre sí mismas en una serie de atronadores estallidos. Durante un breve instante, las nubes que rodeaban perpetuamente la isla se despejaron y se retorcieron en una espiral de luz. A el Príncipe Jinete de Tormenta le pareció por un momento que los mismos dioses estaban canalizando su venganza y poder sobre las cabezas de las retorcidas y chillonas figuras que cubrían la isla.

Durante largo tiempo, el Príncipe Jinete de Tormenta yació sobre su espalda, aturdido por el despliegue que había fluido sobre él. Incluso tras varios minutos, podía sentir resquicios del hechizo, trepando sobre sus agotados miembros chispeando entre sus dientes y haciéndole cosquillas en su sien. Entonces una ronca tos arrastró sus pensamientos de nuevo hacia el puente y a la pila de fríos cuerpos que era su cama. Levantó la cabeza con un gruñido y miró hacia el templo. Las brillantes figuras se habían desvanecido y el templo había sido sumido de nuevo en la oscuridad, pero pudo distinguir una delgada figura encorvada y temblorosa mientras se arrastraba por la antigua roca hacia él.

“¿Caladris?” murmuró, mientras cambiaba de postura y alzaba su mano hacia las sombras. “¿Eres tú?”

El mago se desplomó frente a él sobre un montículo de carne quemada y escudos reventados. Su cara estaba desfigurada y pálida pero sus ojos estaban llenos de entusiasmo. “Los…” musitó, esforzándose en formar palabras con sus destrozadas cuerdas vocales.

El príncipe lo agarró por un hombro y asintió. “Lo sé” respondió el príncipe. “Los Ulthane.” Se limpió la ceniza de la cara e intentó sonreír. “Los he visto. Mantuviste tu promesa, Caladris.”

El mago asintió débilmente y se cayó sobre él. Ninguno de los dos tenía fuerzas para inclinarse y decir nada más; de modo que se sentaron en silencio, espalda con espalda, mientras observaban el fuego y el humo brotando de los restos ennegrecidos del enemigo. Delgadas y pálidas formas estaban casi tomando su camino a través de los cuerpos; la tripulación de las naves elfas hacían finalmente su llegada al templo.

Mientras las distantes figuras relucían esperanzadas en el crepúsculo, le recordaron a Caladris los desposeídos espíritus, buscando sin fin un hogar que no volverían a ver.


(Mañana el último capítulo de la novela...)

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