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sábado, 27 de agosto de 2011

Comunión de Odio (Parte 1; relato clásico)

Y aquí va el segundo relato prometido para celebrar las 40.000 visitas del blog: Comunión de Odio, también de Bill King.


"He vivido más de diez mil años", dijo el guerrero del Caos. "He luchado en la Larga Guerra por más de cien siglos. Sin embargo, ochenta y ocho millones de horas de lucha no pueden enfriar mi odio".

Ya hacía más de un día que el pecio espacial Segador de Almas mantenía su órbita sobre el planeta condenado. El Hermano Capitán Karslen estudió el planeta, visible a través del gigantesco ventanal de cristal decorado. Brillaba como una joya en la oscuridad del espacio. Su verde esfera parecía burlarse de él. Ahí abajo había gente que iba a sus trabajos diarios. Sus plácidas vidas transcurrían en la confianza de que el Emperador y sus formidables legiones les protegerían.

Karslen lanzó una carcajada de su hueca risa, que burbujeó horriblemente en su arruinada garganta. Hoy todo eso acabaría. Sus estúpidas y ordenadas vidas acabarían. Eran insectos, que vivían en un nido de insectos. Vivían vidas de insectos y nunca habían comprendido la verdadera naturaleza del universo, un lugar en el que los depredadores se alimentaban de carne y almas por igual.

Los habitantes que había en el planeta eran como un rebaño de ovejas. Dejemos que las ovejas miren hacia el cielo, pensó Karslen. Dejémosles saber que los depredadores van a caer sobre el rebaño. Dejémosles rezar a su senil dios y que sepan que no podrá salvarles.

Este mundo arderá, juró Karslen. Rezarán por que les llegue la muerte. Sus armas no les salvarán. Sus ejércitos no les protegerán. Su patética fe no no les defenderá. Morirán, y sus almas serán arrastradas mientras gritan al espacio disforme. Esto lo juro por el honor de mi Legión y por los Poderes del Caos. Pero, por ahora, dejémosles esperar; ahora debo celebrar la Comunión de Odio.

Contempló el trono en el que descansaba. El antiguo bronce había sido moldeado con la forma de una criatura mitológica de la vieja Terra. Los tubos del sistema de soporte vital estaban conectados a los recicladores de aire de su antigua armadura. Las ancestrales runas grabadas hace diez mil años parpadeaban y brillaban en la fría oscuridad, enviando mensajes que sólo un puñado de seres vivientes podían leer y entender por completo.

Karslen estudió las paredes de la ancestral cámara con la impasible mirada de sus ojos rojos, percibiendo como por primera vez las gárgolas que guardaban cada puerta y el enorme símbolo del Ojo de Horus que se encontraba reproducido por miles de fragmentos de cristal en el gran ventanal. Contempló las losas agrietadas e incompletas que cubrían el suelo de metal cerámico, y recordó que en el pasado habían contenido un mosaico que mostraba el Ataque al Palacio del Emperador en la distante batalla por Terra. La imagen había desaparecido hacía ya mucho tiempo, desgastada por un millón de pisadas a lo largo de los siglos.

Karslen extendió los tentáculo de metal que reemplazaban su mano izquierda e instintivamente liberó el seguro del bolter que estaba incrustado en el muñón de su brazo derecho. Había veces que se sentía como su pecio espacial, como una extraña aglomeración de fragmentos acoplados de una forma cruda y aleatoria a un núcleo central antiguo.

Sabía que el pecio espacial era una masa deforme de restos y desperdicios del espacio interestelar que habían sido absorbidos a través del espacio disforme a los mundos Infernales; el pecio había vagado a la deriva durante siglos, hasta convertirse en aquella gigantesca nave espacial. Fuera cual fuera la forma original que el pecio hubiera tenido, esta había desaparecido hacia mucho tiempo. Karslen sabía que ese también era su caso: un milenio de mutaciones y regalos de su poder del caos patrón le había costado su anatomía original. Ya no era aquel alto y formidable marine espacial revestido por una armadura de metal cerámico. Ahora era una cosa inhumana, un conglomerado de muchas partes extrañas. Sólo la forma del cuerpo original y la mente parecían ser todavía las de Karslen, y algunas veces no estaba seguro ni de eso.

¿Podía una mente permanecer intacta durante diez mil años? ¿No se rompería en pedazos bajo el peso de la experiencia acumulada? ¿No le habrían traído los años la locura? Karslen sabía que se había vuelto loco muchas veces. Había habido siglos en los que simplemente había balbuceado enloquecido, años en los que había reiterado una y otra vez un único aullido demencial. Sabía que había olvidado muchas cosas. No había ninguna mente que pudiera conservar tal cantidad de recuerdos. Estos se desbordaban como el vino de una copa que rebosa. Eso era parte del regalo y la maldición que suponía ser inmortal.

Esa era la razón por la que, siempre que tenían una oportunidad para ello, él y sus hombres celebraban la Comunión de Odio. Lo hacían para conservar lo que era importante. Lo hacían para asegurarse de seguir siendo ellos mismos y no convertirse en enloquecidos engendros del Caos. En realidad, en el fondo, ellos seguían siendo Marines Espaciales, y aún tenían el orgullo de los Marines Espaciales.

Karslen vació su mente como había aprendido a hacerlo hacía tanto tiempo. Dirigió la mirada hacia su interior. No necesitaba drogas, ni rituales, ni ninguna de las ayudas ni accesorios que empleaban los psíquicos menos experimentados. Tenía diez milenios de práctica, y su poder era grande. Visionó una gran caverna, cuyos muros estaban repletos de nidos de paloma. En cada nido de paloma había una resplandeciente gema. Cada resplandeciente gema era un recuerdo. Uno de los que había elegido conservar. El recuerdo permanecería en este nicho protegido de su mente por tanto tiempo como viviera. Karslen había alcanzado el primer nivel del ritual.

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