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viernes, 26 de agosto de 2011

Batalla en Kadavah (Parte 1; relato clásico)


Para celebrar las 40.000 visitas del blog, una serie de relatos de un personaje clásico de Bill King: Karslen de los Mil Hijos.


"¡No toméis prisioneros! ¡No perdonéis ninguna vida!"- El grito ascendió desde el ejército de almas perdidas.

Los demonios menores destellaban a la existencia con la llamada de sus amos. Enormes cañones con runas inscritas tomaban posiciones sobre la cima de la colina. Las ornamentadas cabezas de demonio giraron sus hocicos para encararse hacia las posiciones del enemigo mientras sus dotaciones salmodiaban los cánticos de carga del Lamento del Artillero. Los hombres bestia y los monstruosos trolls formaron en apretadas filas, confiando en que el poder de sus oscuros dioses les protegería del inminente fuego de artillería. Los cultistas humanos parloteaban incesantemente entre ellos. Los idiotas habían quedado impresionados por los poderes que habían desencadenado para ayudarles en su pequeña rebelión. Cantaron los antiguos himnos oscuros alegremente, convencidos de que la victoria estaba a su alcance.

El Hermano Capitán Karslen estaba aburrido. Había comprobado el funcionamiento de su bolter con indiferencia. A lo largo de los diez mil largos años de su condenación se había fundido con su carne hasta convertirse en una prolongación de su brazo. Deseó que el arma funcionase, y esta emitió un chasquido amenazador. Un cultista rezagado se humilló ante él, buscando guía. Karslen posó su mirada malévola y rojiza sobre el cultista y señaló al resto de los cretinos condenados con un movimiento de sus tentáculos. El hombre se apresuró a irse. Karslen no sintió otra cosa que un total desprecio por el necio cultista.

¿Qué podía saber ese insignificante humano sobre la verdadera rebelión? Karslen había seguido al mismo Señor de la Guerra cuando se levantó en armas contra el Emperador. Cien siglos atrás había mirado con devoción al rostro de Horus antes de la Gran Batalla Final. Cien siglos atrás había asaltado el Palacio Imperial en Terra, aullando su desafío al Emperador y a todo orden humano. Cien siglos atrás, siguiendo a su Primarca, había apartado su rostro de la luz y había comenzado a caminar en la senda del Pecado Inmortal. Cien siglos atrás había vendido su alma, y había ganado... ¿qué? Era mejor no pensar en ello.

En la distancia, entre los escombros de Kadavah, vio los rhinos carmesíes de los Ángeles Sangrientos moverse para tomar posiciones. Sus ojos alterados vieron a través de los vehículos y observó las preocupadas almas de los marines espaciales en su interior. Los engañados imbéciles trataban de defender el santuario de su senil dios. Estaban orgullosos de dar sus vidas por una deidad cuyo tiempo pasó hace ya diez milenios.

Karslen posó su mirada sobre los marines espaciales con un odio puro y corrosivo. ¿Qué sabían esas marionetas de la guerra? Karslen se había alzado desde los días antiguos, cuando los verdaderos guerreros habían luchado en épicas batallas que habían escindido la galaxia. Habían ardido mundos, y ejércitos enteros habían sido masacrados. Entonces, los Ángeles Sangrientos habían sido adversarios dignos de respeto. Ahora no eran más que pálidas sombras de lo que una vez habían sido. Ya no hay gigantes en las pútridas filas de los leales.

Sólo los pocos Primarcas rebeldes que quedaban eran dignos de respeto. En ellos, la llama de los antiguos tiempos ardía sin mácula. En ellos había algo digno de merecer su eterna lealtad. Entendían y compartían el odio y la furia de Karslen. Ellos también luchaban en la Larga Guerra.

¡Ángeles Sangrientos, ja! Diez milenios atrás había matado a sus antecesores con sus propias manos. Diez milenios atrás había masacrado a veinte Ángeles Sangrientos en un solo día en los muros del Palacio Interior. Diez milenios atrás había permanecido fuera de la Última Puerta y observado cómo su Primarca, Sanguinius, caía como un ángel roto,defenestrado por un demonio de la disformidad. Pensó en qué podían contestar esos patéticos idiotas si les relatase aquello. ¿Le entenderían? No, no podrían entenderle. Eso era la verdad última. Quedaban sólo unos pocos que pudieran entenderlo. A través de los largos y solitarios siglos de su rebelión, había llegado a esa conclusión. Sus viejos camaradas ya no estaban. Había muerto, o se habían convertido en verdaderos demonios, con poco o ningún interés en los viejos tiempos. Los buenos tiempos.

Su piel acorazada hormigueó. Una luz roja llenó su mente. La locura incipiente amenazó su concentración. Sabía por los remolinos en la disformidad que su Primarca, Magnus, aparecería pronto. Pronto estaría luchando en la batalla, perdido entre el terror y el regocijo del combate, transmutando su aburrimiento en ansia de sangre y encontrar alivio para su deseo de paz eterna ejercitando sus poderes y habilidades. Era todo lo que le quedaba.

El aire destelló. Magnus apareció, alzándose sobre las tropas envuelto en un sudario de luz multicolor. La horda del Caos avanzó hacia la aterrorizada ciudad. Karslen se puso en marcha.

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