martes, 24 de febrero de 2015

Guardián del Honor (Capítulo 7, 2/2)


Capítulo 7
Oscuros secretos (segunda parte)

IR A CAPÍTULO 7 (1/2) / Continuará...


Sangre. Sangre sin fin. El campo de batalla estaba empapado de ella, una isla de polvo teñida de carmesí. Estandartes rasgados ondeaban ante una brisa irregular que apestaba a cobre y el humo de las ciudades en llamas cubría los cuerpos arruinados por la carnicería. El aire rancio estaba colmado de gritos sordos de súplica y el entrechocar del metal y el aire caliente lo arrastraba al interior de un remolino y susurraba... muerte...

Malbeth despertó empapado en sudor. Se levantó con rapidez, como si el lecho en el que yacía fuese una cama de pinchos y hubiese sentido el primer pinchazo. su mente se encontraba nadando entre visiones que iban y venían; una guerra contra criaturas que no eran de este mundo, gritando de terror y un dios de manos sangrientas exultante en la masacre. En su memoria le hablaba de metal y fuego, y el hedor del humo persistía de manera imposible en el olfato de Malbeth.

El frío de la roca enana que penetraba incluso en el acolchado suelo de su tienda lo atrajo de vuelta. A su cuerpo se aferraban unas sábanas empapadas, y Malbeth las apartó como si se tratasen de las cadenas que lo aferraban a ese sueño. El siempre presente martilleo sordo y resonante de las forjas enanas que trabajaban día y noche le recordó de nuevo el campo de batalla mientras Malbeth se perdía una vez más en recuerdos que quería olvidar.

Una humeante espada de ruina ensartada en un yunque negro. Demonios de fauces hambrientas, postrados ante un terrorífico altar. El mundo acababa en derramamiento de sangre y oscuridad.

Malbeth sacudió la cabeza las ensoñaciones que le provocaban fiebre, mientras miraba de reojo como una víbora. No eran sus recuerdos. Se trataba de la Isla Marchita y el lugar de descanso final de la espada de Khaine, el más maldito de todos los artefactos, clavada en el yunque negro por Aenarion el Defensor, el primer Rey Fénix, y posiblemente el más grande y el más trágico de todos ellos. Tras empuñar la espada, había abrazado a Khaine por completo. Al convertirse en un dios cercano, había salvado a la raza de los Altos Elfos, pero al mismo tiempo, sus acciones los habían condenado.

Malbeth se puso de pie, disfrutando de la frescura de su cuerpo desnudo mientras el sudor se evaporaba y lo refrescaba, y caminó hacia el santuario dedicado a la diosa Lileath. Era un monumento sencillo, una estatua situada sobre un estrado elevado, colocado de manera inofensiva en una de las antecámaras de la tienda. El corazón le latía con más fuerza mientras contemplaba la efigie de plata, a la vez que estiraba los brazos con las palmas hacia arriba en señal de aceptación.

Malbeth levantó la efigie de su pedestal de plata con gemas engarzadas y la colocó con reverencia a su lado. Después, con ambas manos desencajó un disco del propio pedestal, revelando un pequeño compartimento que albergaba un pequeño cofre de madera en su interior. Sacó el cofre, lo colocó en el suelo y luego se sentó enfrente de piernas cruzadas. Estaba cerrado, pero Malbeth llevaba la llave colgada en el cuello - una pequeña runa dorada, elthrai, enganchada a una cadena. Significa "esperanza", pero como tantas otras cosas en élfico tiene un contra-significado que podría interpretarse como "condenación".

Mientras abría el cofre, a Malbeth volvió a invadirle ese sentimiento de rabia, el ansia por matar, aunque de forma cási catártica, de su sueño. La verosimilitud del campo de batalla todavía era fuerte. Había dieciseis viales en su interior, no más largos que un dedo que contenían un líquido verde pálido y lechoso. Con mano temblorosa, Malbeth sacó uno de ellos, lo descorchó y lo bebió con suavidad. Un riachuelo de fluido espeso se escurrió por sus labios y Malbeth se lo limpió con el dorso de la mano. Relajó su respiración y la agitación de su corazón, el deseo de violencia disminuyó y Malbeth comenzó a sentirse mejor.

Algo se había roto en su interior el día que Elethya murió. Se encontró en la soledad de la furia y la muerte, abrazando la voluntad de Khaine. Todos los Asur guardaban estos rasgos consagrados por el Dios de la Mano Sangrienta. Muerte, odio, guerra y destrucción; todas parte de la psique élfica, como la impasibilidad, la tozudez y la búsqueda de más oro lo son de los enanos. Pero habían sido templados, por la paz, el amor y el orden - la filosofía élfica de que un elemento no puede existir sin su opuesto. Malbeth no poseía el mismo equilibrio que la mayoría de elfos de Ulthuan. En su mente, el estaba maldito, y el derramamiento de sangre y el saqueo en su juventud, apenas justificables y unas manchas eternas en su alma.

Malbeth devolvió el cofre a su escondite y reconstruyó su santuario. Se puso de rodillas y rezó con fervor a Lileath para que lo perdonara. Brotaron lágrimas de sus ojos cuando finalizó. Se puso de pie con cansancio y se puso una bata y unas botas cómodas antes de deslizarse fuera de su tienda sin hacer ruido.

Afuera, Korhvale era el único que seguía despierto. Estaba examinando de manera furtiva algo que se había reflejado en el tímido brillo de las misteriosas linternas y no se percató de que Malbeth había salido en silencio.
Malbeth pensaba que aquella noche no iba a encontrar más descanso, mientras salía del Salón de Belgrad hacia el asentamiento.

***

Los gestos y giros de la escritura élfica eran aplicados con el mayor cuidado y atención. A Korhvale le supuso un gran dolor el ser exacto y claro en cada detalle. la tinta húmeda brillaba con el relumbrar de la lámpara, los pigmentos reaccionaban con la aceitosa luminiscencia que colmaba el Salón de Belgrad. Las brillantes runas le recordaban a la luz de sus ojos y entonces dio lugar a que recordara sus labios, a su brillante cascada de pelo dorado.

Había amado a Arthelas desde el momento en que la conoció. Un encuentro casual con el Príncipe Ithalred mientras estaba cazando águilas en las Montañas Annuli al norte de Cracia había llevado a Korhvale a su servicio como guía, y con el tiempo, a guardaespaldas. Fue entonces cuando conoció a Arthelas, fue entonces cuando su corazón se perdió.

Korhvale no tenía el ingenio o el encanto de Lethralmir, ni la inteligencia de Malbeth; se trataba de un alma intensa y melancólica, pero debajo de eso había un artista que deseaba ser libre. Mientras estaba sentado sobre una butaca de madera blanca, rascaba con una pluma de águila una hoja de pergamino, una de las muchas que había llenado mientras crecía su oda hacia Arthelas. Se trataba de un trabajo en progreso, necesitado de mucha revisión. No se atrevía a expresar sus sentimientos en alto; hacerlo sería revelar lo inadecuado de su lengua y su falta de elocuencia y encanto. Sentía que solo por escrito podía expresar la profundidad de sus emociones. Una vez acabara, solo le restaría tener el valor necesario para enseñárselo a ella...

Los finos roces del cuero contra la piedra llamaron la atención del León Blanco, que dejó de escribir de inmediato y guardó las hojas de pergamino en una mochila cercana. Se puso en pie, oteando la oscuridad ante cualquier presencia.

Un enano, el capitán de la guardia real si la memoria de Korhvale no le fallaba, apareció en el Salón de Belgrad, sujetando una linterna.

- Hacendo guardia hasta tarde, ¿eh? - dijo Morek, adentrándose en la luz.

Korhvale se percató inmediatamente del hacha que llevaba anudada al cinto.

- Yo no duermo, - respondió en Khazalid, formando las palabras con crudeza.

- Debe ser agotador, - replicó Morek mientras miraba hacia la cámara de manera ociosa. La expresión del enano se endureció al observar las tiendas, la decoración élfica y la consecuente obliteración de cualquier signo de cultura enana.

- Solo necesito meditar, - respondió Korhvale. Morek refunfuñó en voz baja, antes de decir, - todo está bien entonces. -

- Todo está bien. -

- Todo está bien, - repitió el enano, pero como si se dijera esas palabras a sí mismo y con un aire de especulación.

El silencio cayó, mientras el elfo y el enano se encontraban el uno frente al otro de manera incómoda. Tras un momento,  Morek bajó la mirada y se dio la vuelta hacia fuera de la estancia, con la linterna cimbreando levemente mientras se marchaba.

Tras caminar a través de los túneles, pasando galerías, cocinas y almacenes, los pasos de Malbeth lo condujeron a una enorme cámara abovedada. La habitación brillaba con la luz de estrellas, que se reflejaba desde el mundo superior. Los diferentes cañones de luz eran desviados a través de una serie de espejos que hacían converger la luz hacia ese lugar, bañándolo en plata. El efecto era maravilloso, con los diamantes engastados en torno a las seis paredes de la habitación brillando como los cuerpos celestes cuya luz refractaban; líneas de oro brillaban con liquidez y había runas grabadas que brillaban de poder.

A pesar de todo, lo más impresionante era una monolítica estatua que dominaba el centro de la cámara hexagonal. Se trataba de una mujer enana, tallada en la piedra. estaba ataviada con ropajes sencillos; sus manos reposaban con serenidad sobre su cuerpo, su rostro era benevolente y sabio, aunque poseía un sentido de fortaleza sin edad.

Tras estudiarla, Malbeth concluyó que se trataba de Valaya, uno de los dioses ancestrales de los enanos, con aspecto de madre y maestra. Las gravitas invertidas en el templo, en la estatua en sí resultaban humillantes. Malbeth sintió finalmente la paz reinante, y le susurró una bendición a la efigie de su benefactor.

- Los elgi tenéis el sueño ligero - se quejó una voz tras el, interrumpiendo sus pensamientos.

Malbeth se giró y vio a Morek, uno de los capitanes reales, mirándolo con severidad.

- ¿O simplemente "meditabas"? - dijo mientras se acercaba a la misma estatua.

Malbeth lo observó perplejo, y decidió ignorar el comentario. -Elgi... - dijo finalmente. - He oído esa palabra muchas veces. ¿Qué significa? - preguntó con un buen Khazalid.

Si Morek apreció el gesto no dio muestra de ello.

- Tiene dos significados; "elfo" es uno de ellos, - respondió.

Malbeth siguió la mirada del enano hacia la estatua.

- Valaya, - dijo cambiando de tema pero confirmando la sospecha inicial de Malbeth. - Es la esposa de Grungni, diosa del Corazón y el Hogar, uno de nuestros mayores ancestros. - Su actitud se relajó un poco, como si el poder de la diosa estuviera afectando al pugnaz enano incluso a través de su mera presencia en el templo.

- Grungni enseñó a los dawi el modo de dar al metal forma de arma, cómo luchar cuando las tierras están anegadas de oscuridad, antes de que llegaran los elfos. - Morek casi estuvo a punto de escupir una última palabra, pero la influencia de Valaya se hizo presente durante un fugaz instante. - Es un lugar sagrado, - añadió, endureciendo sus palabras para no dejar duda alguna de su allanamiento.

- No era mi intención ofender, - se excusó Malbeth. Morek gruñó de nuevo y se dio la vuelta. - Dijiste que "elgi" tenía dos significados, - dijo el embajador. - ¿Cuál es el otro? -

Morek lo observó brevemente, con el ceño fruncido. - Débil. -

El enano salió con paso tranquilo, esperando que Malbeth lo siguiera. El elfo no era el único que daba un paseo en secreto aquella noche, otros más familiarizados con los innumerables pasadizos secretos y salones antiguos cubiertos de polvo de Karak Ungor se movían con clandestinidad entre las sombras.

- Te imploro, Reina Brunvilda, que lo reconsideréis, - suplicó Grikk, quien sujetaba una linterna en una mano y su hacha de Rompehierros en la otra.

- Si el rey se enterara de esto, le diré que lo hice aquí a mi manera, - respondió Brunvilda, devolviendo su mirada a los enanos con armaduras mientras Grikk los conducía a través de las catacumbas de la bodega.

- En efecto, mi reina, y entonces me afeitará la barba por permitir que vaya a la Carretera Gris sola. -

Algunos enanos parecían poco complacidos, pensó Brunvilda mientras continuaba su camino. Estas bóvedas, como se las conocía, rara vez eran atravesadas. Parecía como si el polvo se hubiese depositado durante eones formando una penetrante pátina que lo cubría todo, y de ahí el nombre que le dieron los rompehierros; la Carretera Gris. Cada rincón, cada estatua en ruinas, cada tumba y relicario destrozados estaban cubiertos por un velo grisáceo.

Conocido también como Asentamiento Ahondado, Karak Ungor era el más profundo de todos los reinos de Karaz Ankor. Aquí, en los niveles habitables más bajos era como si el tiempo se ralentizara, como un hombre en brea. Aquí abajo, solos los fantasmas y sus susurros frecuentaban aquellos solitarios corredores.

Aunque estaban muy por debajo de las salas de los clanes y los aposentos del Rey, Brunvilda se estremecía cada vez que escuchaba el sonido metálico que producían las botas chapadas de Grikk. El eco resultaba casi grosero, como si el silencio se sintiera ofendido por la perturbación. También la oscuridad, que retrocedía a regañadientes ante la luz de la linterna como si le ofendiera su presencia. Había sensibilidad en aquellas paredes. Los enanos vivieron allí hacía tiempo, miles de años atrás. Ellos habían minado la roca y construido sublimes cámaras Hasta que se agotaron los minerales, y continuaron. Sólo había persistido el recuerdo. Era un mal presentimiento... y Bagrik también lo sabía. Era una de las razones por las cuales fue encarcelado aquí, pero era algo que Brunvilda también estaba dispuesta a soportar.

Una figura fuera de filas pasó de manera fugaz al fondo del largo y oscuro corredor. Olía a amarga humedad, lo que hacia que le picara la nariz a Brunvilda.

- Permanezca a mi lado, mi Reina, - dijo Grikk, bajando el volumen a medida que giraba su cabeza lentamente para otear el camino frente a ellos. - Uno de los portones caídos hacia Ungdrin Ankor está cerca, - le dijo en susurros.

El camino subterráneo, la carretera bajo la tierra que conectaba todos los asentamientos enanos en las Montañas del Fin del Mundo, estaba dividida por una serie de portones; portales custodiados y patrullados por Rompehierros. Aunque se consideran seguros, algunos de los portones han caído. Las oscuras criaturas que vivían bajo la tierra y que competían con los enanos por la dominación de los reinos subterráneos los habían destruido. Dichos portones se quedaban solos en ocasiones,  en lugar de retomarlas, los mineros enanos las despachaban mediante derrumbes controlados. No todos los portones permanecían cerrados, y Grikk siempre fue consciente de los que no lo estaban.

Brunvilda apretó el paso mientras observaba a izquierda y derecha las columnas derribadas que revelaba la luz de la linterna a su paso, junto con restos óseos y trozos de mecha quemada. Ella permanecía muy cerca de Grikk, con su atención tan fija a su alrededor que cuando el enano se detuvo, ella chocó contra él. Grikk la disculpó profusamente, con sus ojos llenos de vergüenza bajo su casco de gromril. Ella lo dejó pasar con buen humor, confesando que fue culpa suya mientras alisaba sus ropajes e intentaba animar al desolado enano.

- Aquí estamos, mi Reina, - dijo finalmente Grikk, una vez acabó de disculparse.

- Gracias, Grikk. Puedo realizar el resto del viaje yo misma, - dijo ella.

- ¡Pero mi Reina!, - comenzó a protestar.

- Capitán, esto no es una petición. Estaré bien a partir de aquí. Debes regresar a tus quehaceres. Si el Rey descubre que te has ausentado, sabrá que algo va mal. Ya me he arriesgado a sufrir su rabia una vez hoy; que no haya una segunda. - Brunvilda posó su mano sobre su hombrera. - Vuestra preocupación es conmovedora, de verdad, - le dijo con sinceridad, - pero debes dejarme ahora, Grikk.-

el capitán de los rompehierros obedeció a regañadientes, marchándose por donde había venido. Brunvilda estuvo observándolo todo el camino hasta que desapareció tras una esquina. Satisfecha al verse cumplida su petición, comprobó la bolsa de su hombro y entonces tomó aire para avanzar a toda prisa con la linterna hacia su destino.

Otro rompehierros saludó a Brunvilda en cuanto fue alcanzado por el resplandor de su linterna. Estaba firme frente a una robusta puerta de roble rematada en hierro y con bisagras que llevaban la figura de Grimnir. El enano pareció asombrado cuando reconoció a la reina aproximándose junto al brillo.

- ¡Reina Brunvilda! - dijo casi dejando caer su linterna. - Se supone que no debe estar aquí. -

- Lo sé, rompehierro, - respondió. - Ahora ábreme paso. -

- No.. puedo, mi Reina. El Rey lo ha prohibido, - respondió el enano con nerviosismo.

- Bagrik no está aquí, pero yo si, y como tu Reina te exijo que me dejes pasar, - dijo con tono firme.

Miraba con severidad al enano y encontró una grieta en su determinación, y dio un paso adelante.

- No puedo, mi señora. Mi deber es vigilar esta puerta. Nadie puede entrar sin el permiso del Rey, lo he jurado. - A pesar de sus protestas, el enano reculó medio paso ante el avance de Brunvilda.

- Incluso así, déjame pasar, - reafirmó con calma. - Tengo aquí comida que se va a desperdiciar. -

El enano se detuvo, con un dilema que le hizo enmudecerse.

- Déjame pasar y nunca llegará a oídos del Rey. Tienes mi palabra, - dijo mientras daba otro paso al frente. - Soy la Reina de Karak Ungor, - dijo mientras el rompehierros mantenía su silencio, - y no se me va a negar nada en mi propio hogar. -

El rompehierros vaciló mientras luchaba entre las órdenes de su Rey y los deseos de su Reina.

- Ya ha sido alimentado, - dijo finalmente.

Fue una mala elección de palabras que el enano lamentó al instante.

- Es mi hijo de quien estás hablando, - espetó Brunvilda.

- Por supuesto, mi Reina, yo no quería... yo solamente... no puedo permitirle pasar, - respondió finalmente con un tono de súplica en sus palabras. Sin embargo, no cedió.

- ¿Me consideras débil, rompehierros? - dijo Brunvilda pasado un momento.

- Mi Reina, yo solamente... -

- Te lo preguntaré otra vez, - dijo la Reina, cortando sus palabras. - ¿Me consideras una Reina débil? -

- No, - respondió con humildad, - por supuesto que no. -

- Entonces imaginarás que no me voy a ir de aquí sin ver a mi hijo. -

La Reina Brunvilda llegó hasta que su barbilla casi tocaba al guerrero con armadura. A pesar de tener sus buenos quince centímetros más de altura, el rompehierros parecía empequeñecer ante su formidable presencia.

- Déjame pasar. Ahora, - dijo firmemente.

El rompehierros solo pudo sostener la mirada por un momento, tras lo que asintió con rapidez y se volvió hacia la puerta que estaba tras él. Usando una gruesa llave de bronce que llevaba atada a su cuello con una fina cadena, abrió la puerta con un sonoro chasquido metálico.

El olor a sudor y carne vieja asaltó a la vez a Brunvilda. Competían con el hedor del agua estancada y el hidromiel pasado. Entró, no sin antes echarle una mirada mordaz al rompehierros, tras lo que cerró la puerta.

Al frente había una pequeña cámara toscamente tallada, con antorchas fijas a intervalos sobre paredes que poco hacían por reflejar la luz y aliviar la penumbra. No había estatuas aquí, ni restos de antiguos de antiguos héroes o días pasados. Era húmedo y estéril. La única característica de la habitación era un agujero en el centro de la estancia, como un pozo crudo. Su propósito era evidente, pese a que Bagrik y los rompehierros dijeran lo contrario; era una cárcel.

Brunvilda se contuvo, tratando de dominar sus emociones a la vez que avanzaba soportando el hedor que emanaba del agujero. Se arrodilló con la intención de escudriñar mejor en la profundidad del pozo. Una tenue luz iluminaba la celda desde algún punto bajo el piso superior. Una oscuta figura ataviada con unas botas enanas raídas y ropas harapientas destacó bajo el haz de luz al borde de las sombras.

- Lothvar... - dijo Brunvilda de manera engatusadora. - Lothvar, te he traído comida. -

La sombra avanzó lentamente, como si por un momento reconociera la voz que lo estaba hablando. Era un enano, o por lo menos una retorcida parodia de uno. La barba le brotaba por parches de la cara y sus ojos eran de un rosa albino. Su deformada boca hacía una línea quebrada en sus rasgos. Tenía la nariz aplastada, una de sus fosas nasales era grotescamente grande pero logró detectar el aroma de la comida en el aire. A medida que Lothvar arrastraba sus pies hacia la luz atraído por el aroma, Brunvilda observó la mano seca y retorcida que mantenía cerca de su cuerpo. Su piel era pálida como el alabastro, y a pesar de que la luz era débil, soportarla le causaba un claro malestar.

- Madre... -

El sonido de la voz de su hijo casi le parte el corazón, y tuvo que girarse. La Reina trató de recomponerse, aplastando la súbita oleada de culpa que sentía ante el maltrato de Lothvar, incluso de su mera existencia. Ansiaba liberarlo de aquel lugar, pero le había jurado a su Rey que no lo haría, y aquellas palabras estaban forjadas en hierro.

Había un cesto colocado junto a la apertura de la celda. Brunvilda lo tomó y lo colgó de una polea suspendida sobre el pozo, tras lo que puso la bolsa en su interior y la descendió con suavidad. En su interior aún había restos del anterior festín, pero Lothvar los devoró con rapidez mientras Brunvilda sentía una punzada de angustia fresca mientras lo observaba.

- ¿Y padre, está ahí contigo? - preguntó con tono esperanzador. La entonación de la criatura, pues no hay otro apelativo más adecuado, era tosca y pesada. Formaba sus palabras con lentitud, como si luchase por aferrarse a ellas, con un insinuante zumbido que denotaba fuertemente la enfermedad que debilitaba su mente, así como su cuerpo.

Lothvar era el hijo primogénito de Brunvilda y se suponía que la llegada del heredero de Bagrik sería una ocasión de regocijo en Karak Ungor. Pero Lothvar se desarrolló de manera enfermiza y sus desfiguraciones de nacimiento no hacían otra cosa que empeorar a medida que se hacía mayor. Sin embargo, y a pesar de todo, Brunvilda lo amaba y le suplicó a Bagrik que no lo expulsara, de modo que no encontrara una muerte en soledad en las montañas. Tan solo un puñado de enanos conocían la existencia de Lothvar; los capitanes del Rey, Morek y Grikk, y un selecto grupo de rompehierros que protegían la celda de Lothvar de cualquier interferencia. El resto de los habitantes del hogar, aquellos que lo recordaban, creían que Lothvar había muerto durante el parto. Una gran vergüenza se echaría sobre los hombros de Bagrik si se descubriera la supervivencia de su primogénito. La misericordia guió la mano del rey aquel día, pero el resentimiento de aquella decisión aún le perduraba..

- No, hijo mío. Tu padre está reunido con los elgi. Pero me pidió que te dijera que te quiere, - mintió Brunvilda.

- ¿Los elgi están aquí?, - preguntó Lothvar, mientras movía la boca esforzándose por comprender.- Me enfrentaré a ellos junto a mi padre, - dijo finalmente con el pecho hinchado.

Brunvilda sonrió en lágrimas, amparada en la oscuridad que la rodeaba.

- No, Lothvar, - dijo, - los elgi son nuestros amigos. aprenderemos mucho los unos de los otros. -

Lothvar la miró con la mirada vacía.

- Le haré sentir orgulloso, - dijo él.

 - Sí, - susurró Brunvilda con la voz rota. - Estaría tan orgulloso. - Su rostro bajó y por un momento no pudo mirarle por temor a que su determinación le fallara completamente.

- ¿Madre? - preguntó Lothvar. - Madre, ¿estás llorando? -

- No, Lothvar, - dijo tras una larga pausa. - Estoy bien. - Se giró sobre su hombro, llamando, - Rompehierros.

- ¡Rompehierros! - repitió con urgencia, cuando vio que no obtenía respuesta.

Hubo un chasquido metálico que denotaba el abrir de la puerta, tras lo que se escuchó el sonido de las bisagras y apareció el guardia.

- ¿Está todo en orden, mi Reina?, - preguntó mientras blandía su hacha esperando que Brunvilda no se encontrase en peligro mortal.

- ¡Baja ese arma! - espetó.

El rompehierros guardó el arma con celeridad.

- Deseo bajar a ver a mi hijo, - le dijo.

La postura del rompehierros cambió, ahora erguido y firme pero era la voz de otro quien hablaba más allá de la puerta.

- No puedo permitirlo. -

- ¡Yo soy tu Reina!, - insistió, con lágrimas en los ojos. - ¿Quién eres? Exijo saber la identidad de quien se atreve a desobedecerme.

- Creo que será mejor que regreséis a vuestros aposentos, mi señora, - dijo Morek mientras se adentraba bajo la luz de las antorchas. - Espéranos afuera, - le dijo en un tono más bajo al rompehierros.

Una vez quedaron solos, Morek caminó hacia Brunvilda, arriesgando una mirada furtiva al interior de la celda antes de apartar la mirada rápidamente.

- ¿Acaso es tan repelente, Morek? - dijo con calma, de modo que Lothvar no pudiera oírla.

- El es tu hijo, eso es todo, - respondió con claridad el capitán de la guardia real.

- Creía que la diplomacia era el terreno de Kandor, - dijo Brunvilda con una sonrisa triste.

Morek hincó una rodilla y le tendió su mano. - Vamos, mi Reina, - dijo en voz baja, - ya se ha demorado aquí lo suficiente. -

La mirada desafiante de Brunvilda se había evaporado. Tomó la mano de Morek con gratitud, y el capitán de la guardia real la ayudó a ponerse en pie.

- ¿Te marchas ya, madre? - preguntó Lothvar, con desaprobación en su voz y con el sentimiento de abandono evidente en su deformada y penosa expresión.

- Regresaré pronto, mi amor, - respondió Brunvilda. - No pasará mucho tiempo hasta la próxima vez, - dijo, forzándose a sí misma para marcharse. Morek la condujo con suavidad fuera de la habitación, y el rompehierros que guardaba la puerta la cerró con llave a su paso.

Brunvilda mantuvo la cabeza alta cuando se adentró en la oscuridad del pasillo, junto a la silueta acerada de Morek en dirección a los aposentos reales. Sólo cuando el capitán se hubo marchado, cuando estuvo sola y despojada de sus ropajes reales, cuando se convirtió en una simple madre y esposa y no una reina, sólo en aquella oscuridad lloró. Y la oscuridad escondía muchos secretos.


N. del T. Dedicado a Cris Matias, quien con sus ganas de leer e insistencia lograron que sacara unos minutos de donde no los hay para terminar este capítulo. ¡Muchas gracias, espero no hacerte esperar tanto para el siguiente! :-)

6 comentarios:

  1. Muchas gracias tio, lo dicho un detallazo por tu parte. Siento ser tan tronco con el ingles jejeje, por eso hay que saber valorar este tipo de detalles. Un saludo.

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    1. Lo hago por ti, por mi y por todos mis compañeros ( y por mi, el primero) ;-P.

      Lleva tiempo, si. Pero el hecho de saber que hay alguien que lo aprecia hace que valga la pena por cien veces. :) Un saludo.

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  2. Oye, estupendo por tu curre. Gracias a gente como tú se puede disfrutar de las novelas de warhammer, ahora que GW ha cortado con Timus Man

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    1. No hay de qué, pues de eso se trata; de facilitar el acceso a este tipo de obras a quienes no puedan por las razones que sean. Un saludo.

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  3. Tambien quiero darte las gracias por el trabajo realizado...

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    1. Te agradezco mucho el detalle. :) Ojalá pudiera dedicarle más tiempo al blog y a este tipo de proyectos que son ya no para mi sino para la gente, pero se hace lo que se puede...

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