lunes, 19 de agosto de 2013

La condenación de Thanquol (Prólogo)


Una embrujada luz de color gris pálido comenzó a manifestarse desde la oscuridad en la que se encontraba fundida. El espeluznante relumbrar reveló una pequeña cámara de gruesos muros que se fundían con las sombras, y sus suelos y techos ocultos tras un miasma de oscuridad casi tangible. Había algo extraño en la cámara, casi irreal. Como si se encontrase fuera de los límites de la cruda materia física. El aire guardaba el helor de la magia, una atmósfera helada de los planos etéreos.

Lejos de este siniestro refugion se encontraba el reino de los hombres. Incluso si la cámara no formase parte de ese mundo, cuanto menos se trataría de su frontera. A solo unos cuantos pasos de esas paredes deformadas por las sombras, las prolíficas calles de Altdorf recorren la ciudad más grande del Viejo Mundo. Tan solo unos pocos de los ciudadanos de esa metrópolis albergan sospechas sobre la existencia de esa cámara, un sombrío santuario en ruinas del velo místico. El nombre de la deshabitada habitación aún era conocido por muchos, un nombre que se susurraba en tonos sobrecogidos y temerosos entre los ladrones, asesinos, hechiceros y herejes de la ciudad.

Mientras la grisácea luz parpadeaba, una sombría aparición se separaba de la oscuridad. Como si fuera un gran murciélago negro, la figura encapotada descendió sobre la solitaria silla situada en la cámara. La oscuridad se alejó de sus garras afiladas similares a manos, como si hubiese retirado unos oscuros guantes de sus pálidos dedos.

Una risa sibilante resonó por la cámara mientras el propietario de esas manos se reclinaba sobre la mesa que se encontraba frente a la silla.



Sobre la mesa reposa un variado surtido de curiosos objetos. Había un tazón dorado, no muy hondo y de ala ancha, y lleno de una melaza transparente. Junto al tazón reposaba un horrible ídolo de oro, de cuya lasciva boca llena de colmillos brotaba un olor a incienso. Al lado del ídolo había un disco de cristal que reposaba sobre un círculo de plata. El vidrio no era opaco ni transparente, pero era áspero y helado y su textura era similar al de un amasijo de telarañas.

Era hacia el cristal hacia donde dirigía su atención Jeremías Srivner, arcanista de las sombras protector de Altdorf en secreto. La intensa mirada del mago estaba posada sobre el curioso cristal, centrando toda su alma en el helado espejo. Podía sentir las energías mágicas emerger del espejo en respuesta a su concentración. No eran emanaciones distintas a las que había descubierto en sus anteriores investigaciones, que lo representaban en las oscuras calles  desde su oculto santuario.

El arcanista de las sombras comprendió las invocaciones místicas. Se trataban de una serie de conjuros que ningún mago podía fallar al interpretarlos. El espejo de adivinación contenía ese tipo de magia. Tras un cuidadoso ritual y larga meditación, Jeremías Scrivner había dominado un arte que muy pocos magos se habían atrevido a manipular. Muchos se habían vuelto locos en el intento.

Mientras Scrivner posaba fijamente su mirada en el espejo, su yo astral comenzó a atravesar el espejo helado, filtrándose en ese reino interior donde el pensamiento se convierte en sustancia y los sueños en realidad. Se trataba de ese plano de existencia en el cual solamente podía penetrar la más colosal de las voluntades y donde únicamente la mente más fuerte podía conservar su cordura. Al entrar en el reino, el cuerpo del mago parecía aún más espectral, convirtiéndose en la representación  de una sombra más perfecta de la que su magia podría lograr en el plano físico.

El mago sintió que su cabeza le daba vueltas mientras las estrellas atravesaban su forma espectral, mientras los soles y las lunas giraban en torno a la nada ámbar que era el. Los planetas giraban sobre sus órbitas y danzaban al son de la espectral melodía de un flautista cósmico. Observó mundos hechos trizas mientras la melodía disformaba sus núcleos y cometas de brillos glaciares que atravesaban una nebulosa carmesí.

Scrivner intentó volver a centrar sus distraídos pensamientos. Perder de vista su propósito era como exponerse a la locura. Su ser astral se despedazaría, esparciéndose por los rincones del cosmos, disperso en un vacío eterno, dividido entre la sinfonía de las esferas. El mago que se despistase de su propósito perdería su alma y tan solo dejaría un enloquecido cascarón farfullante.

Tras el esfuerzo al cual fue sometida su voluntad de acero, el sombramante silenció la disonancia. la vastedad del cosmos se colapsó sobre sí misma, adquiriendo el semblante de una forma monstruosa.  Una figura hinchada con aspecto de sapo de ojos dorados y las manchas de su piel cambiaban incesantemente, tanto en tonos como en el patrón que parecían seguir. Scrivner sabía que había que considerar al poderoso hechicero-sacerdote, el Señor Tlaco'Amoxtli'ueman como uno de los más potentados magos-reyes de los Hombres Lagarto de Lustria, el anciano Slann. De entre todas las razas pensantes, solo los slann podían transportarse a sí mismos casi sin esfuerzo a los reinos inferiores, ya que sus frías y calculadoras mentes eran inmunes al señuelo adormecedor de las vastedad del cosmos. Aquí podían retirarse de la crudeza del estado físico, pudiéndose dedicar por completo a desvelar los entresijos de la Gran Matemática.

Los imperturbables ojos dorados del slann se centraron sobre la forma astral de Scrivner. el mago se inclinó como signo de humildad ante la mentalidad sobrehumana del Señor Tlaco. Los pensamientos del mago-sacerdote comenzaron a agolparse, pensamientos que hubiesen calcinado la mente de un ser inferior. Scrivner se tambaleó confundido ante el torbellino de algoritmos y ecuaciones, filtrado a través de la multitud de contemplaciones del reptil, hasta que una corriente de pensamientos quiso comunicarse con el.

No fue un esfuerzo fácil, pero Scrivner era capaz de arreglar su mente con el conocimiento que el Señor Tlaco quisiera compartir con el, la sabiduría que había hecho que el slann se sumiera en el mundo astral.

Como un ladrón con su botín, Scrivner desapareció de la presencia del slann. No era prudente quedarse en presencia de tan vasto intelecto ya que la propia magnitud de sus pensamientos podría aplastar su mente suplicante.

Volviendo tras los planetas danzantes y brillantes cometas, la forma astral de Scrivner se retiró. La esencia espectral del mago se filtró a través de la helada superficie del espejo, regresando a su cuerpo moldeado por las sombras.

Scrivner se recostó sobre su asiento con su carne entumecida tras la breve excursión de su alma. EL mago centró sus pensamientos, intentando imbuir calor en sus huesos helados, forzando a que su cuerpo se recuperara con presteza.

El Señor Tlaco había sido perturbado por un pequeño error de cálculo, un fallo en la ecuación que había estado considerando. Ese fallo tenía un nombre que a Scrivner no le resultaba desconocido.

Vidente Gris Thanquol.


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