domingo, 18 de agosto de 2013

Aventuras por el Viejo Mundo (capítulo cinco)


Quinta Entrada
Pequeños asideros


El viaje se presentaba tranquilo y con un clima sosegado. Eran pocos los viajeros que se cruzaban con nosotros y aún menos las caravanas que nos adelantaban. Habían pasado dos días desde que abandonamos Nuln cuando un grupo de goblins que usaban lobos como montura atacaron nuestro campamento. Eran diez y nos rodearon en poco tiempo ya que acampamos a un lado del camino, entre este y un río que ahora nos cortaba la retirada. Aparecieron rápidamente y aunque tuve tiempo de alertar a mis compañeros la sorpresa del ataque desconcertó a Heinrich, haciendo que le fuese más difícil concentrarse en sus hechizos. Por si no fuera poco, Grimnioz se había despertado todavía borracho y no le resultaba fácil ni asestar golpes ni recibirlos, por muy enano que fuese. Aunque logré acabar con cuatro de ellos, garrotazos y mordiscos llovían sobre nosotros. Grimnioz fue herido gravemente y Heinrich y yo estábamos al límite de nuestras fuerzas.



Por fortuna para nosotros, el escándalo provocado por los aullidos de los lobos y el entrechocar de las armas consiguió alertar al guardia de una caravana que se encontraba acampada a pocos metros del lugar. Una pequeña partida de hombres liderados por el sacerdote sigmarita Otto Heishner fue suficiente para ayudarnos a reducir a pulpa verde a los goblins restantes. Agradecimos la ayuda que nos prestaron y nos invitaron a unirnos a la caravana. Dado que fuimos atacados en una zona tan próxima a una gran ciudad, aceptamos de buena gana. Durante el tiempo que duró nuestra andanza conjunta tuvimos tiempo de recobrar fuerzas, escuchar historias y reconciliarnos con el espíritu aventurero del viaje. Cuatro días más tarde llegamos al inicio de la carretera enana, y Otto Heishner y su cuadrilla continuaron su camino hacia Luddendorff.

No fue la última vez que pudimos disfrutar de la camaradería que en ocasiones se encuentra uno por el viejo mundo. Poco tiempo antes de que cayera la noche llegamos al primer refugio de la carretera enana. En él nos encontramos con Oslek, un cazador enano trotamundos que, tras haber compartido con él varias jarras de cerveza de Zhufbar nos preparó un desayuno a base de Kulgur, un guiso de carne de troll. A mí me encantó pese a que a Grimnioz y a Heinrich se les repitiera el estofado toda la mañana. Pasaron varios días de viaje. Continuamos nuestro camino hacia las Montañas del Fin del Mundo. La antigua carretera enana acababa su construcción en seco para transformarse en el llamado paso del Fuego Negro, un yermo camino rodeado de colinas y paredes rocosas. El derroche de artesanía en el camino que dejábamos a nuestras espaldas chocaba con la imagen del terreno de apariencia hostil y salvaje que percibían nuestros ojos.

La escena con que nos encontramos a nuestra llegada del primer refugio no fue más tranquilizadora. La pequeña edificación se encontraba consumida por las llamas, y habían pintado un símbolo en la pared que Heinrich reconoció como el emblema de uno de los dioses oscuros. Para colmo de males, en su interior encontramos los cuerpos de dos desgraciados enanos. La noche se cernía sobre nosotros y ante la expectativa de un posible ataque por parte de las fuerzas del caos no pudimos detenernos para darles a los enanos un entierro digno, a pesar de las constantes quejas de Grimnioz.

Nos alejamos del lugar cuanto pudimos y dos horas más tarde nos vimos obligados a acampar al raso. Durante mi guardia, Heinrich estaba teniendo un sueño que, por las muecas que hacía y los espasmos que sufría, no era tranquilizador. Al poco tiempo se calmó, pero segundos después abrió los ojos y dijo con aterrada calma que teníamos que irnos de aquí. Apenas pude imaginar la situación que vivió el mago en su sueño. Mientras corríamos en la oscuridad mencionó algo acerca de una serpiente emplumada que nos perseguía. También algo acerca de que Grimnioz brillaba, aunque no puedo hacerme una idea del por qué de esa visión. Avanzamos hasta encontrar un saliente en las rocas y nos refugiamos allí. Heinrich percibía la presencia de un ente demoníaco que andaba tras de nosotros, pero por fortuna no consiguió localizarnos y la presencia maligna acabó por alejarse del lugar. Estos sucesos sembraron la preocupación en la mente del mago y nos vimos obligados a continuar avanzando en mitad de la noche.

El camino no se presentaba muy dificultoso durante las horas de luz. Sin embargo, parecía que alguien estaba buscando algo o a alguien por estas tierras. El siguiente refugio que encontramos se encontraba en las mismas condiciones que el anterior, consumido por el fuego y con emblemas del caos pintados en el. Pero esta vez encontramos algo más. Mientras Heinrich inspeccionaba el interior del refugio, un grupo de horrendos mutantes aparecieron delante de nosotros, y por la retaguardia un segundo grupo más pequeño al que acompañaba una mole viscosa que algunos llaman engendro del caos. Alertamos a Heinrich, mientras los mutantes se acercaban. Intuía que aquella montaña de carne sería más difícil de derrotar que sus deformes compañeros así que fue el primer objetivo de mis disparos. Heinrich salió del refugio en ruinas para preparar sus hechizos y Grimnioz esperaba impaciente la llegada de la primera cosa que su martillo pudiera aplastar. Los potentes hechizos de Heinrich habían conseguido disminuir el número de mutantes al que nos enfrentaríamos cara a cara, y entre los dos debilitamos al engendro lo suficiente antes que Grimnioz descargase su martillo contra aquel monstruo. Los teníamos casi encima cuando saqué mi hacha y me dispuse a enfrentarme a aquellos seres que parecían deshacerse y deformarse a cada paso que daban.

La situación se tornaba a nuestro favor. Yo conseguía mantener alejados de mis compañeros a un reducido grupo de mutantes y Grimnioz se enfrentaba valerosamente a un monstruo cinco o más veces mayor que el. En esos momentos algo se agitó en la oscuridad de la noche. De entre las ramas de los árboles cercanos surgió una figura extraña, que se desplazaba por los aires. Heinrich no pudo pasar por alto aquella presencia, pues irradiaba magia. Se acercó lo suficiente como para que pudiésemos distinguir su figura. Una silueta encapada, sujetando un báculo que apuntaba en nuestra dirección. Mientras Grimnioz asestaba golpes al engendro y yo trataba de mantener a los mutantes a raya, a Heinrich le recorrió un sentimiento de furia hacia aquel que, seguramente, andaba tras nuestra pista. Ni siquiera me dio tiempo a ver la destreza y la furia con las que Heinrich lanzó su proyectil mágico. Tan solo pude observar como el mago saltó hacia atrás impulsado por el impacto para caer milagrosamente sobre su disco flotante, mientras aún caían trozos de carne deforme dispersados por el suelo.

Al mismo tiempo que aquel disco mágico se elevaba por los aires para poner a salvo a su tripulante, Grimnioz lograba hundir su martillo en la cabeza del engendro, haciendo que se desplomase en el suelo. Yo ya tenía una buena pila de cadáveres de mutantes a mi alrededor. El resto de ellos demostró no ser estúpidos y salieron huyendo del lugar para conservar su vida.

Tras el combate, apilamos los cuerpos alrededor de la machacada masa de carne que se enfrentó a Grimnioz y los quemamos. Vimos claramente que aquella noche tampoco íbamos a poder permitirnos el lujo de descansar, pero una noche más, seguíamos vivos. Habíamos sufrido heridas y estábamos exhaustos tras haber caminado el resto de la noche y durante la primera parte del día. A la tarde siguiente conseguimos llegar a un refugio que se había salvado de ser destruido por aquellos seres y nos atrincheramos en el como si nos fuese la vida en descansar unas horas. Preparé trampas para, si no bien detener a los intrusos, conseguir alertarnos ante un posible ataque. Llegó la hora de un merecido descanso. Tras despertamos al amanecer del día siguiente. La nota decía lo siguiente:

“Os entregaré cien coronas de oro por el escudo que porta vuestro pequeño amigo. Si no
aceptáis, os lo arrebataré junto con vuestras vidas. Fdo: Kelak”

Nuestro enemigo ya tenía un nombre. Era de esperar que el hechicero tuviese que reponer fuerzas debido a la  humillante derrota que sufrió a manos de Heinrich durante nuestro último encuentro. En efecto, pasaron días sin que encontrásemos señales del hechicero por ninguna parte, lo cual fue de agradecer pues la tranquilidad de esos días permitió que fortalecernos y al poco tiempo nos encontrábamos listos para un nuevo asalto.

Cuatro días más tarde llegamos a un refugio aparentemente tranquilo que no presentaba demasiado buen estado, pero debido exclusivamente al paso del tiempo. Sin embargo, una inspección más exhaustiva del lugar permitió a Heinrich detectar un hechizo preparado para invocar algún tipo de demonio en el momento en que alguien prendiese una hoguera. A pesar de la trampa, decidimos pasar allí la noche, montando las guardias pertinentes. Le cedí a Heinrich una de mis pistolas, con la esperanza de que pudiera defenderse rápidamente de los posibles asaltantes.

Era el turno de guardia de Heinrich, antes del amanecer. Se encontraba en la parte superior del refugio, mirando por uno de los huecos del tejado, cuando divisó a lo lejos un mutante aproximarse. Sacó la pistola y disparó, con tan buena puntería que consiguió acertar en la cabeza del mutante, haciendo que sus sesos se desparramasen por el suelo. Fue asombroso que Grimnioz y yo siguiésemos dormidos tras el incidente. Bajó para asegurarse de que todo estaba en orden y nos vio dormidos mientras que empezaba a salir humo de la madera que había en la hoguera. Tomó de manera apresurada del agua de nuestras provisiones y lo vertió en la madera, asegurándose así de que no llegara a prenderse. Heinrich nos contó al día siguiente lo sucedido durante su guardia, dejándome asombrado por la suerte que había tenido para acertar al mutante a tanta distancia y en plena noche.

Transcurrieron un par de días con calma. El camino se hacía cada vez más llevadero debido a la cantidad de días que lo llevábamos practicando, y no por lo transitable que éste fuera. Llegamos a un punto en el que divisamos a lo lejos un carruaje parado. Resultó ser una caravana enana de transporte de cerveza procedente de Zhufar a la cual se le había salido una de sus ruedas. Nos presentamos y ofrecimos nuestra ayuda para tratar de ayudar a reparar el carruaje, lo cual fue bien recibido por sus tripulantes. Vorgul Rompeforjas lideraba la cuadrilla. Ésta la formaban el rompehierros Morgrim Skafson y su hijo Skafi, el ballestero más beodo que jamás he conocido de nombre Tangrim Alientodedragón y un matador llamado Murkol, el más callado de toda la cuadrilla. Una vez les ayudamos a reparar el carruaje y volvimos a engancharlo a las mulas de carga, nos invitaron a recorrer el resto del camino en compañía, a lo cual aceptamos sin muchos remilgos.



Aquel día empezamos se respiraba una confianza y una seguridad a las cuales no estábamos acostumbrados. Mientras Vorgul dirigía a las bestias de carga, el resto de nosotros nos limitábamos a vigilar de cuando en cuando la retaguardia y a charlar. Grimnioz, animado por la presencia de sus congéneres, comenzó a relatar nuestras vivencias en el templo enano-humano de manera superficial. Evitó contar ciertos detalles que no serían vistos con buenos ojos, sobre todo por Murkol. Pese a la avanzada edad que tenía Grimnioz en comparación los dos humanos del lugar, resultaba poco más que un adolescente según los de su raza. Llegó un punto en el que Grimnioz, ante las caras de asombro que percibía en sus compañeros, decidió mostrarles a todos las reliquias que habíamos encontrado en el templo. Sus miradas emitían una inconfundible sensación de asombro, aunque no sé si era por las piezas en sí o porque no se creían que un enano tan joven hubiese tenido tal “suerte”.

Murkol, que apenas había participado en la conversación, cambió de parecer cuando sus ojos se posaron más detenidamente sobre el escudo que Grimnioz había encontrado. No solo eso, sino que se arrancó a interpretar una canción que relataba una antigua profecía acerca de la vuelta de todas las piezas de la armadura de Grimbul Yelmo de Hierro a Karak-Dum. Aquella jornada transcurrió amena y descansada, lo cual fue de agradecer.

La travesía parecía más sencilla ahora que habíamos formado un grupo numeroso. Pero, como siempre, esperaba demasiadas cosas buenas sin nada a cambio. Al atardecer del segundo día después de aquellos sucesos llegamos a un refugio en el que alguien había marcado con sangre símbolos de alguno de esos odiosos dioses oscuros. No tardaron en aparecer en la escena un numeroso grupo de mutantes, de nuevo por el frente y la retaguardia. Pero esta vez era distinto. Entre ellos avanzaban, además de otro de esos engendros del caos, tres guerreros de negra armadura., de los cuales uno de ellos me pareció mucho más aterrador que el resto. Se dio a conocer como Pútridus, y no esperaron a realizar más presentaciones antes de lanzarse a la carga.



Mientras el grueso de los mutantes y el engendro avanzaba por el frente, Pútridus y su escolta del caos nos atacaba por la retaguardia. El primero en querer participar en la batalla fue, claro está, Murkol. Se lanzó sin pensárselo dos veces hacia el oscuro paladín del caos, mientras el resto tomaba posiciones. Tangrim, Skafi y yo nos dispusimos a cubrir el frente con la esperanza de que nuestros compañeros consiguieran aguantar la carga que se avecinaba. Heinrich hizo lo propio y se alejó del centro de la batalla con la intención de poder utilizar sus dotes arcanas sin mayores preocupaciones. La retaguardia enana compuesta por Vorgul, Murkol, Morgrim y Grimnioz resistía ante el ataque de Pútridus, uno de los guerreros del caos y su mutada escolta. Al otro lado, Tangrim y yo ensartábamos al engendro con flechas y virotes. Mientras, el valeroso Skafi trataba de emularnos con gran ímpetu, pero con tan mala fortuna que la su barba se enredó en la ballesta. En el flanco de la batalla se encontraba Heinrich que hacía caer varios mutantes con su mágica y dolorosa mirada.

Para cuando el frente de mutantes llegó a nuestra posición, el engendro del caos yacía en el suelo emanando una viscosa sustancia por cada uno de las heridas que le habían provocado nuestros disparos. Skafi consiguió desenredar su barba de la ballesta a tiempo para sacar su hacha y prepararse para el combate contra los mutantes junto con Tangrim. La retaguardia enana acabó con los mutantes mientras resistía los ataques del oscuro guerrero. Murkol demostraba que los Matadores eran capaces de enfrentarse a cualquier enemigo que se interponga en su camino sin demostrar temor alguno. Heinrich consideró que la avanzada mutantes estaba acabada, por lo que cambió de objetivo y comenzó a lanzar sus hechizos en contra del guerrero del caos que se encontraba fuera de la refriega. Por desgracia para mí, yo era lo único que se interponía entre el guerrero del caos y el hechicero que mellaba su negra armadura desde la distancia. Tiré mi arco al suelo y saqué mi hacha nervioso mientras veía al guerrero acercarse. Apenas pude ver durante un breve instante al matador enano y al oscuro paladín intercambiar golpes uno tras otro.

Tangrim y Skafi lograban retener a los mutantes a costa de recibir varios golpes. Vorgul y Morgrim hacían retroceder paso a paso al otro guerrero del caos mientras Murkol lograba hacer lo mismo con Pútridus. Grimnioz había acabado con los mutantes de la zona y se dispuso a atacar por la retaguardia al guerrero que intentaba acabar conmigo. Yo no podía hacer otra cosa que parar sus ataques con mi hacha, pues por mucho que lo intentase era incapaz de herir de forma grave a mi enemigo. Heinrich continuaba infligiendo más y más dolor a mi oponente y Grimnioz llegó en mi ayuda, distrayendo al guerrero por la espalda.

Morgrim y Vorgul coordinaron sus ataques y lograron acabar con la vida del guerrero del caos. Maltrechos, decidieron no ponerse en medio del combate que el matador y el paladín del caos libraban, y fueron a ayudarnos a Grimnioz y a mí. Mientras llegaban escuchaba unas voces: “ven y acaba conmigo” decía una voz ronca; “te cortaré en pedazos” decía otra, más gutural. En estos instantes llegaban los enanos a la retaguardia de mi oponente. Todas estas distracciones fueron suficientes para que lograse levantarme del suelo, donde resistía los golpes del guerrero con mi hacha. Morgrim y Vorgul lograron atraer la atención del guerrero lo suficiente para que yo lograse levantarme del suelo y rebanarle la cabeza al guerrero del caos por la espalda. Mientras su cuerpo caía al suelo emanando sangre negra pude observar a los enanos con una cara de sorpresa como pocas he visto. Acto seguido vi a lo lejos al matador mientras lograba amputarle  un brazo y una pierna a Pútridus, que se arrastraba por el suelo mientras intentaba alcanzar su espada.

Los mutantes habían sido aniquilados o habían huido. Ya no quedaban enemigos a la vista, o por lo menos no en pie. Nos reunimos junto a Murkol, frente a un negro paladín del caos que buscaba su espada mientras se negaba a aceptar que pudiese perder un solo combate. Heinrich optó por rociar a Pútridus con alcohol que llevaban los enanos y prender fuego a la criatura. Murkol no vio con muy buenos ojos que fuese otro el que le arrebatase la vida a su oponente y se negó a que cualquiera de nosotros le quitara ese privilegio, aunque fuese el método del humano el elegido para tal acto.



Nos alejamos del lugar mientras el brillo del fuego se transformaba en una columna de humo negruzco que se fundía con la noche. Atrás dejábamos una montaña de cadáveres ardiendo sobre el cuerpo de Pútridus. Pese a que la batalla nos había dejado exhaustos los ánimos no podían estar en mejores condiciones. Incluso el matador tuvo un par de palabras de elogio hacia nosotros. De todos modos, cuando acampamos aquella noche no faltaron las guardias pertinentes, pues aún quedaban dos días hasta Karaz-a-Karak.

Mientras me encuentro escribiendo estas palabras en mi cuaderno de notas vino a mi cabeza una idea. Puede que hayamos encontrado pocas personas en nuestro periplo en las que pudiésemos confiar, pero ha merecido la pena arriesgarse. No se puede negar que fue gracias a la cooperación que sigamos con vida. Es posible que uno deba desenvolverse en este mundo solo, luchando por sobrevivir en el día a día. Sin embargo es un hecho que la unión hace la fuerza y mientras tenga cerca a mis compañeros me siento con fuerzas para soportar lo que el caos pretenda echarnos encima.

A pesar de las nauseas que siento cada mañana.

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