miércoles, 21 de marzo de 2012

Los recuerdos de Thanquol (relato clásico, 1)

Rodeado por guardianes albinos del Consejo de los Trece y sin saber del todo si era un invitado o un prisionero, el Vidente Gris Thanquol marchaba de manera tosca por las pobladas calles de Plagaskaven hacia la Torre Partida. Mientras intentaba controlar su acelerado corazón, tragó la saliva que salía de su boca como si fuera un acto reflejo en los momentos de estrés. Golpeó el suelo tres veces con su cola tan ferozmente que incluso la enorme Alimaña albina que se encontraba detrás de él retrocedió unos pasos. -Bien-bien, –pensó – por lo menos muestran un poco de respeto.

Las multitudes se apartaron ante el paso de los guardias como por arte de magia. Mientras avanzaban en la librea incluso los orgullosos guardaespaldas de los señores de clan se apartaban hacia las desbordadas alcantarillas y asentían con obediencia. Thanquol se tranquilizó de alguna manera. Incluso si estaba prisionero, una posibilidad que aún no estaba dispuesto a admitir ni siquiera a sí mismo, aún podía causar temor en el enjambre que era la población de la ciudad.

Se sentía por todas partes la presión de los cuerpos. Plagaskaven estaba llena de ocupantes con vida. Se frotaban los unos con los otros constantemente y los colmillos asomaban en forma de sonrisas amenazantes. Una marea resacosa de hombres rata cubiertos por capuchas y desperdicios se movía por toda la ciudad, correteando de un lado a otro en pos de sus propios y oscuros asuntos. Los palanquines de los grandes señores eran llevados por la multitud, alzándose entre las masas como barcazas que navegaban en ríos de pelaje de rata.

Por aquí y allá yacen las alimañas sobre las losas partidas. Tal vez estaban durmiendo; probablemente estaban muertos, pero a Thanquol no le importaba. Había muchos más de donde salían. A Thanquol le preocupaba más esa fuente erosionada por el tiempo, aquella que todavía mostraba el vago contorno de un arquero humano, más de lo que se preocupaba por cualquier de sus compañeros Skaven, y no se preocupaba por la estatua en absoluto.

El clamor era casi ensordecedor. Solamente el ruido de las distantes máquinas bajo tierra y la molienda de los grandes molinos se alzaban sobre el barullo producido por veinte mil Skaven. Chillaban con cientos de tonos distintos: furiosos chillidos, protestas de inocencia, quejidos de súplica y llantos de atención que competían los unos con los otros.

Respiró profundamente y se llenó los pulmones de cálido y húmedo aire. Olía a una mezcla de metano, basura en descomposición y los sucios cuerpos de la multitud. El aire portaba la esencia del agua estancada y el dulce regusto picante de corrupción a sus sensibles orificios nasales. Era un reconfortante aroma que revelaba la presencia de muchos de los suyos que ocupaban la extensión del lugar por incontables generaciones de Skaven. Para Thanquol era el aroma del hogar.



Observó detenidamente a su alrededor, intentando dejar de lado la persistente sensación de que tal vez fuese la última vez que mirase por encima de ellos. Entre la turbia niebla, Plagaskaven mostraba su mayor atractivo. Las gigantescas y desmoronadas construcciones cuya silueta mostraban entre la niebla. Enjambres de ratas pululaban por cada rincón del suelo, por cada puerta y cada ventana. Los enormes apoyos de roble podrido crujían al soportar el peso de las construcciones de piedra. Entre la niebla resaltaban parpadeantes hongos luminosos. los charcos relucían con el brillo de algas fosforescentes estancadas en el machacado camino. Los Skaven lo observaban desde todos los rincones con miradas depredadoras que rebosaban hambre.

Su escolta portaba espadas desenvainadas, y esto puso nervioso a Thanquol. Acababa de ser despojado de todas sus armas en la antecámara. Únicamente los trece guardianes elegidos, todos ellos silenciosas alimañas albinas, estaban autorizados a portar armas en el interior de la Torre Partida, y eran tan leales hacia sus maestros como se le permitía ser a un Skaven. Thanquol conocía esto demasiado bien. Más de una vez había intentado sobornar o coaccionar a alguno de ellos, y siempre sin éxito. Temían a sus maestros mucho más de lo que temían su hechicería, no podía igualar el precio que compraba su lealtad.

Por la mente de Thanquol se pasó una ligera especulación. ¿Nacerían los guardianes del Consejo con el pellejo blanco, o se les quedaría así al ser asignados al servicio de los Trece?

Tal vez los rumores fuesen ciertos y todos ellos fuesen mutantes proporcionados a un alto precio por el clan Moulder. Thanquol descartó esa idea. Les proporcionaría a los Señores de las Bestias demasiado poder sobre los miembros del Consejo. ¿Y si fueran criados para atacar a la vez bajo un código verbal? Todos los miembros del Consejo podrían ser eliminados en un ataque bien sincronizado. Thanquol hizo otra nota mental que le recordase encontrar la causa de la mutación de las ratas albinas. Uno nunca sabe cuándo podría ser de utilidad ese tipo de información ni qué otros interesantes caminos por explorar podría abrir. Que sobreviviese a su entrevista con los Trece ya era mera presunción, por supuesto. de que pudiese hacerlo, no tenía duda alguna.

Cierto, el pensamiento de encontrarse con los terroríficos gobernantes de esa raza de hombres rata llenaba al Vidente Gris de pavor, y para él tal horror no le era desconocido. Los Trece eran famosos por su astucia y se adentraban en la oscuridad del mal. Se decía que eran inmortales, elegidos por la mismísima Rata Cornuda, y familiarizados con las más dañina y potente hechicería. Cada uno había llegado a lo más alto de la sociedad Skaven en virtud de su ferocidad, su astucia e innombrables actos. Únicamente pueden ser reemplazados al ser defenestrados por un Skaven más fuerte que ellos mismos. Ni un solo Señor ha cambiado en las últimas diez generaciones.

Los Señores de la Descomposición eran despiadados, sabios y no toleran alegremente el fracaso. A Thanquol le aterraba que ellos pudieran, de forma injusta, considerarle un fracaso. Empujó tal pensamiento a un lado. Los negocios con la ciudad humana de Nuln habían sido un fiasco, pero no era culpa suya. 

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