martes, 15 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 7)


Morvane tomó un profundo respiro, recordando su entrenamiento para oxigenar mientras éste se escapaba de su cuerpo, maldiciendo sus extremidades exhaustas y rellenándole sosegadamente de un renovado vigor. Podía sentir una infinidad de cosas al mismo tiempo. El frío suelo de mármol sobre el cual estaba pisando, una gentil brisa de mar que se filtraba a través de las diáfanas cortinas, el distante canto de las gaviotas que sobrevolaban el Mar de Sueños, y, desde todos los rincones del mundo, el curso de la magia, encaminándose hacia su mullido asiento. Por encima de todo, pensó, sentía la presencia de su maestro. Sentía sus dos mentes orbitando la una sobre la otra como cuerpos celestiales, y sabía que finalmente había comenzado el largo viaje de la comprensión. A pesar de la poderosa magia que los envolvía, un intenso sentimiento de calma llenaba la pequeña habitación, situada en la parte alta de la torre, a casi dos kilómetros de los sombríos ramajes.

Las cosas habían sido así por siempre, o durante tan solo unos segundos; no tenía sentido intentar determinar cuánto tiempo. El alma de Morvane había llegado a estar conectada tan de cerca de la de su maestro que incluso el más leve cambio en su percepción era evidente para él. De modo que, cuando su maestro abrió los ojos de repente y soltó un aullido de angustia, Morvane lo sintió de forma tan dolorosa como una fuerte bofetada en la cara. Jadeó y dejó caer el par de objetos que había olvidado que llevaba sujetos en sus manos. Un enorme libro de bordes brillantes cayó en su regazo y un candelabro de plata golpeó el suelo, derramando cera azul fundida por el suelo pulido.

Morvane se puso a dar vueltas por ha habitación circular hasta que se apoyó en la curvatura de la pared. Puso sus manos sobre su palpitante pecho y observó a su maestro alarmado.

El mago se había levantado torpemente sobre sus pies y se asomaba por la única ventana de la habitación. Su frágil cuerpo temblaba mientras apoyaba todo el peso de su cuerpo sobre su vara.
“ Maestro” pensó Morvane, mientras hacía esfuerzos por controlar su aliento. “¿Qué ha ocurrido?”

El mago le devolvió la mirada con la agonía escrita en su demacrado rostro, pero no le dio una respuesta. Alisó su túnica de color azul y plata y se mantuvo tan erguido como se lo permitía su demacrado cuerpo. Entonces cerró los ojos y agarró firmemente con ambas manos la media luna que coronaba la punta de su vara.

A pesar de la conmoción, la mente de Morvane todavía se encontraba entrelazada con la de su maestro, y mientras el mago comenzó a murmurar palabras, un torrente de imágenes llenó su mente. Vio a los jorobados hombres-rata, maquinando en las profundidades de la tierra; entonces vio a uno de los de su especie, un mago sapheriano, gritando de culpabilidad mientras una antigua y despiadada estatua lo observaba.

“Mi hermano” dijo el mago en voz alta, la primera vez que Morvane pudiera recordar. “No sobrevivirán sin nuestra ayuda.” Mientras Morvane le observaba maravillado, el mago elevó su vara a través de la ventana, y señaló con ella hacia el claro cielo azul. Saltó fuego blanco de la media luna, sacudiendo el brazo del mago que retrocedió por el poder desplegado.

El ruido de las llamas ahogó sus palabras, pero Morvane las sintió claramente en su cabeza. “Debes volar, hermano” dijo el mago. “Deja que te dé alas.”

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