jueves, 24 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 16)


Mientras Caladris atravesaba a la carrera las cámaras vacías del templo, su pulso se aceleraba a causa del miedo. “¿Dónde puede estar?” murmuró, mientras apartaba las cortinas, fijándose en los sombríos y sinuosos corredores. Durante sus largos años de estudio en la Torre Blanca, siempre le había fascinado la leyenda de los Ulthuane. Sus olvidadas y desinteresadas acciones parecían hablar con el a través de los siglos. Morir tan lejos del hogar, y entonces atar sus almas a las estatuas, ofreciéndose a sí mismos como eternos guardianes... Fue humilde al pensar en su valor. Pero, a pesar de haber investigado incontables textos sobre el asunto, no podía ni por su vida acordarse de la localización exacta de la Piedra Fénix. Su instinto le sugirió que llegase al corazón del templo. Los elfos habían situado los barracones y los establos en los bordes de construcción y Caladris se imaginó que era porque preferían dormir lo más alejados posible de la antigua grieta. Mientras corría, varias puertas atrancadas bloqueaban su avance, pero apenas aminoró su marcha y, tras musitar una palabra encantada, las echaba abajo con un ligero giro de muñeca, dejando tras de sí las planchas de madera humeantes y trozos brillantes de metal incandescente.

Llegó a un punto en que vio unos estrechos escalones que se adentraban en las entrañas de la roca. En aquel lugar, las paredes eran aún mas retorcidas y asimétricas que en el resto del templo de aquellas escaleras y sintió una corriente de oscuro poder emanando de las rocas. Sus dudas lo abandonaron. El amuleto yacía en lo más profundo de aquellos escalones, estaba seguro de ello. Mientras descendía cuidadosamente por los desiguales escalones, permitió que un leve rayo de luz amarilla surgiese de su cetro. Relucía sobre las húmedas rocas y alejaba las sombras, haciendo que las rocas creasen la ilusión de una amplia y alargada boca que le observaba desde sus paredes.

Al final de las escaleras se encontró con otra puerta cerrada. Al igual que antes, murmuró un breve hechizo y avanzó. Ésta vez, sin embargo, sus palabras simplemente resonaron entre las sombras. Frunció el ceño y cerró los ojos para sondear la puerta con su mente. “Estoy sobre la pista” murmuró, a la vez que descubría una intrincada red de protecciones mágicas impresas en la puerta. Pocos años atrás, aquella antigua hechicería le habría desconcertado, pero recientemente los poderes de Caladris habían sobrepasado los de los señores del saber en quienes tanto pensaba. Con un gesto de aprobación, Caladris posó sus manos sobre la retorcida madera y comenzó a cantar una tenue y triste balada. Las gruesas cerraduras se abrían con un satisfactorio chasquido, tras lo cual Caladris abrió la puerta.

El siguiente corredor era incluso de una arquitectura más tosca e irregular que el resto del templo. Los elfos no habían hecho ni el más mínimo intento de disimular la fealdad de aquella parte de la construcción y al oler al viciado aire tuvo la sospecha de que era la primera persona que se adentraba en aquel lugar en siglos. En ese corredor, el habitual bochorno que dominaba la isla era reemplazado por un calor aún más sofocante y el mago se dio cuenta de que comenzaba a faltarle el aire a medida que avanzaba. No eran solamente las características del ambiente las que le hacían jadear. Mientras Caladris daba tumbos por el corredor, las rocas le jugaban malas pasadas, pareciendo que iban a lanzarse en su contra hasta el momento en que la luz de su vara las limpiaba. Se aferraba a su cetro mientras un coro de voces ininteligibles comenzaron a murmurar a espaldas de sus pensamientos. A pesar de que no podía entender sus palabras, el tono amenazador de éstas hizo que se le erizase la piel. Sentía cómo mil demonios lo acechaban desde las rocas, pasando entre sus pies e infundiendo malicia en sus pensamientos.
A medida que el corredor quedaba atrás, degeneraba en una amplia expansión de rocas desperdigadas que aparentaban ser alguna colina subterránea de algún tipo. Caladris permitió que saliese un poco más de luz de su bastón y comprobó que se hallaba en una amplia caverna natural y que la ondulada pendiente se extendía muy lejos en la distancia. Parecía que toda la edificación fue construida sobre un ancho pico subterráneo, había un claro sendero que conducía a la cima; un reguero de relucientes huesos blancos que conducían a un profundo cráter en la cima de la pendiente. Caladris trepaba sobre aquellos restos, pensando en las terribles fuerzas que habrían conducido a la muerte a aquellas pobres almas. No podía detenerse en aquel morboso pensamiento mucho tiempo; las voces de su cabeza habían alcanzado tal volumen que temía que su mente se colapsara bajo un revoltijo de maldiciones.

Nada mas alcanzar la cima del cráter, Caladris comenzó a tener dudas y a preguntarse sobre el terrible poder del artefacto que estaba a punto de contemplar. Entonces, se acordó de Kalaer y el príncipe, se calmó a sí mismo y siguió avanzando, prestando atención a las rocas de la superficie.

Estaba vacío.

Caladris gritó alarmado. “He venido al sitio equivocado” jadeó, posando su mano en el cráter y llenándolo con la luz de su vara. Mientras sus dedos de deslizaban sobre la roca, la luz hizo se reflejó sobre una superficie lisa que lo deslumbró brevemente con su brillo. Se asomó un poco más y se fijó en el agujero. Casi indistinguible de la negra roca que la acunaba se encontraba un pequeño amuleto de obsidiana. Si la luz no hubiese atravesado el lugar en aquella dirección, el objeto hubiese sido invisible ante el ojo desnudo. Caladris contuvo el aliento y extendió la mano para alcanzar el pequeño y modesto amuleto.

En el momento en que los dedos del mago rozaron el amuleto sintió una nausea que dobló su cuerpo. Se desplomó en el suelo con un llanto de dolor mientras vomitaba con violencia hacia la penumbra. “Por los dioses” gimió mientras un terrible dolor lo apuñalaba. Durante varios minutos no pudo hacer otra cosa que gritar de pánico mientras se revolcaba en el suelo en postura fetal.

Una vez que se sobrepuso al ataque que había sufrido, Caladris se limpió el vómito de su boca y se incorporó. Sentía su cabeza asquerosamente lúcida y le dolía cada músculo de su cuerpo, pero sabía que tenía que moverse. Las voces de su cabeza eran ahora una cacofonía de gritos, gruñidos y chillidos. Se las arregló para encontrar la fuerza necesaria para levantarse y mientras se apoyaba de nuevo sobre el pináculo de roca observó con renovado respeto a la Piedra Fénix. “Debo intentarlo” gruñó y se aproximó más hacia el amuleto. Ésta vez, lo hizo un sondeo previo con su mente, buscando el amuleto en la superficie de la roca con sus pensamientos y relajándose a sí mismo sobre la formación de rocas. La nausea lo golpeó de nuevo, pero esta vez se aferró con fiereza al borde del cráter y consiguió mantenerse en pie. Sacudió su cabeza ante la enormidad de la tarea. Incluso cuando simplemente dejaba fluir sus pensamientos sobre el amuleto, pudo sentir inmediatamente el peso del odio que tiraba de él hacia abajo. Sentía como si todo el mal del cosmos luchase contra ese pequeño amuleto. Se dio cuenta con disgusto de que las voces que escuchaba agitarse en su cabeza eran las demoníacas criaturas encerradas por la Piedra Fénix. Estaban arañando su mente y exigiéndole que los desencadenase con todo el peso de su voluntad. Intentó apartarlos de sus pensamientos y se acercó un poco más hacia el amuleto. Entonces se echó hacia atrás sobre sus talones y vomitó otra vez. Resultaba imposible. El odio que inundó su mente era abrumador. “No puedo” gimió, postrándose sobre sus rodillas y dejando caer su frente sobre una roca. “Es demasiado.”

Mientras Caladris se daba cuenta por completo de las consecuencias, las lágrimas comenzaron deslizarse sobre su rostro. Pensó en Kalaer y el príncipe, que estaban arriesgando sus vidas porque él se lo había pedido. El príncipe había puesto toda su fe en él y le había fallado. Se dejó caer hacia delante y permitió que la luz se desvaneciera, ocultando su vergüenza bajo un profundo manto de oscuridad.

La culpa remordía por dentro a Caladris, tanto que durante unos instantes no se percató de los sonidos que emergían de entre las sombras. Entonces se puso rígido y contuvo el aliento. Alguien se aproximaba. Escuchó varios pares de pasos que avanzaban hacia la oscuridad en la que él se encontraba. Agarró su vara y se dio la vuelta, volviendo a llenar el lugar de luz.

“Por Asuryan” dijo con su aliento mientras observaba las criaturas de pesadilla que trepaban por las rocas. Los huesos antiguos que había dejado atrás de alguna forma se habían vuelto a recomponer y se tambaleaban torpemente hacia él, como un grupo de polvorientas marionetas ruidosas. Mientras la luz de su cetro hacía relucir los blanquecinos huesos pudo observar las llamas del interior de sus cuencas vacías.

“¡Quedaos atrás!” gritó, mientras apuntaba con su vara en dirección a los horrores.

Para su sorpresa, los esqueletos se detuvieron. Entonces uno de ellos dio unos pasos al frente y le tendió un desmoronado brazo que solo tenía tres dedos en su mano.

La comprensión se apoderó de Caladris. Antiguos restos de armaduras élficas aún colgaban de sus torsos y brillantes diademas descansaban sobre sus destrozadas frentes.

“Vosotros sois los Ulthane” susurró a la vez que bajaba su vara.

Los esqueletos no dieron respuesta.

En la mente de Caladris no había lugar para la duda. Mientras que una tormenta de odio y corrupción descargaba en los bordes de su mente, sintió la pureza de las almas de los Ulthane brillar como si de faros se tratasen. Bajó del todo su vara y extendió su mano.

Las extrañas figuras continuaron avanzando adornada con el ruido de los huesos que chocaban entre sí. Mientras los ojos de Caladris se abrían con temor, formaron un círculo alrededor de él y posaron sus huesudos dedos sobre sus hombros temblorosos.

Comenzaron a fluir visiones por la mente del mago. Vio a los Ulthane como una vez fueron: orgullosos, hermosos y condenados, luchando contra inimaginables enemigos y derramando sus almas en el amuleto de obsidiana. Con sus recuerdos le vino un increíble poder. Caladris pudo sentirlo recorriendo sus venas y llenando su corazón de inimaginable vitalidad. La luz salió de él con tal ferocidad que lo volvió incandescente, abrasador como el sol mientras se dirigía de nuevo hacia el cráter.

Con las almas de los Ulthane en su interior, sujetó firmemente la Piedra Fénix entre las dos manos y se vertió en ella. Cayó como un cometa entre las chillonas sombras que se retorcían y se permitió a sí mismo convertirse en uno con las corrientes mágicas que lo rodeaban. Mientras sus pensamientos se entrelazaban con el torrente de energía, Caladris comenzó a reír de alivio y de éxtasis. Finalmente tuvo la fuerza de voluntad suficiente para acallar los gritos de los demonios y comenzó a preparar los intrincados encantamientos que lo enlazarían al amuleto.

El tiempo se volvió abstracto tan rápido como murmuraba su hechizo y dibujaba formas llameantes en el aire viciado. Solo habían pasado segundos, pero se sentía como si los Ulthane hubiesen estado con él durante siglos, prestándole su sabiduría y su fuerza para que sus antiguos votos no se rompieran.

A medida que el hechizo llegaba a su culminación, algo tiró de los bordes de la mente de Caladris, algo metálico y áspero que recorrió las relucientes runas que había dibujado. Intentó ignorarlo, desesperado por completar el ritual ahora que se encontraba tan cerca, pero la magnitud de su alteración fue aumentando, dispersando sus pensamientos, lo cual le hizo gritar de frustración. Salió del arremolinado abismo a regañadientes y se centró el la discordante ilusión. Se trataba de una campana. Tañendo como si fuese el fin del mundo. Condenación gritaba, suprimiendo su hechizo con sus siniestras y ominiosas notas. Mientras el sonido golpeaba la mente de Caladris, se aferró a sí mismo, olvidando su propósito y cayendo al suelo entre gritos de agonía.

La vara del mago cayó estrepitosamente, rodando roca abajo y dejando que la cámara se llenase de oscuridad una vez más.

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