viernes, 18 de noviembre de 2011

La isla de sangre (capítulo 10)


Mientras el Maestro de la Espada Kalaer levantaba la mirada desde su amplio escritorio de marfil, la luz del candelabro se reflejaba en su rostro, revelando así la intrincada red de antiguas y recientes cicatrices que la adornaban. Una de las paredes de su estudio espartano estaba repleta de antiguos manuales de espaderos y tácticas de batalla, pero eran sus cicatrices las que hablaban con mayor elocuencia de su pasado. Su esbelta silueta de elfo había sido endurecida en multitud de guerras a lo largo de los siglos debido a su propia abnegación, y mientras sus invitados se acercaban fue observándolos desde su silla como una bestia arrinconada, como si esperase el momento propicio para atacar.

“No tuvo oportunidad de escapar” dijo con voz temblorosa. Sus ojos estaban en blanco, pero su voz mostraba la furia que apenas podía contener. Se levantó de su escritorio y se fijó en la enorme espada que había sobre éste. Al igual que el rostro del maestro de la espada, resultaba obvio que había presenciado recientemente una batalla, pero el mellado acero había sido limpiado y pulido como si se tratase de una reliquia sagrada. “Tenía al enemigo a mi merced” continuó, mirando a sus invitados forma desafiante, como si esperase que se atrevieran a contradecirle. “En pocos minutos hubiera acabado con ellos, pero Kortharion...” se detuvo y sacudió su cabeza con incredulidad. “Kortharion decidió que el mejor modo sería inmolarse. Destruyó a las criaturas con su propia pira funeraria.”

La pequeña delegación reunida en el estudio de Kalaer se volvió para mirar al joven mago que esperaba tras la puerta. Al escuchar las palabras del maestro de la espada, Caladris se apoyó pesadamente sobre su vara y su semblante juvenil parecía abandonarle, dejando así caer sus hombros y permitiendo que la angustia se plasmase en su rostro. “¿Por qué haría una cosa así?” murmuró.

Mientras Kalaer observaba a Caladris, el temblor de su voz se hizo más pronunciado. “No es de mi competencia el comprender la lógica de los magos”, murmuró. “Kortharion había pasado largo tiempo en esta isla. Comenzó a sufrir a causa de horribles pesadillas. Es posible que la carencia de sueño nublara su juicio.” Sacudió su cabeza. “ Tal vez ya no le quedasen agallas para luchar.”

Caladris se puso rígido al escuchar las palabras de Kalaer. “Estoy seguro de que no os habría abandonado si hubiese visto otra salida.”

Las mejillas de Kalaer se ruborizaron y posó una mirada fulminante sobre el mago. “Kortharion se llevó sus motivos consigo a la tumba. Debemos tratar este asunto sin su ayuda.” Durante un momento parecía que su máscara de serenidad iba a desprenderse de su rostro. Entonces se alejó de Caladris y se dirigió hacia el caballero apostado a su lado, un veterano de aspecto orgulloso, que portaba un alto escudo decorado con una hermosa imagen de un dragón marino. “¿Cuántos soldados vinieron con vosotros en el navío del príncipe, Capitán Althin?”

El capitán echó un breve vistazo hacia Caladris, pero el joven mago realizó un saludo con desdén y se dirigió hacia la esquina de la habitación, de modo que Althin respondió a la pregunta del capitán. “Mi propio destacamento de guardianes marinos y también,” hizo un gesto hacia otra de las figuras acorazadas que había tras él, “Eltheus y sus caballeros.”

Eltheus dio un paso al frente, seguido de una ligera reverencia. Su casco estaba adornado con el pálido plumaje gris de un noble Ellyrion y su curtida piel reflejaba toda una vida pasada sobre una silla de montar.

Kalaer se fijó en la ligera y flexible armadura del caballero, al igual que en su larga lanza con runas grabadas. “Estamos muy alejados de las llanuras de Ellyrion, amigo mío,” dijo con una perversa sonrisa. “Tal vez aquí te encuentres cabalgando a menor velocidad de lo que estés acostumbrado.”

El caballero alzó la barbilla y dio un golpe con su lanza en el suelo de piedra. “La velocidad no es la única arma de nuestro arsenal, maestro de la espada.”

Kalaer asintió vagamente y volvió a fijar su vista en la espada que se hallaba sobre su escritorio.

Un incómodo silencio colmó la habitación.

“¿Y el príncipe llevó consigo más soldados?” preguntó Kalaer poco después.

“Así es” respondió Althin asintiendo con la cabeza. El príncipe Jinete de Tormenta debería regresar en poco tiempo, con el resto de la guardia marina. Y más están por llegar, cuando el resto de nuestra flota desembarque.”

El maestro de la espada soltó una amarga risotada. “¿Flota, dices? Bueno, bueno...” murmuró, evitando entrar en contacto con la mirada de Caladris. “No creo que esos skaven supongan ni la mitad de la amenaza que Kortharion se imaginaba. Suena como si tuviésemos un ejército a nuestra entera disposición.” Recogió su espada y señaló hacia la puerta. “No veo ninguna razón para demorarnos. Partamos a caballo ahora y enviemos a esas miserables criaturas al maldito lugar del que proceden.”

Los elfos salieron en fila del estudio de Kalaer hacia un amplio recibidor abovedado, con enormes estandartes shaferianos colgando del techo acanalado. Al igual que en el resto del templo, los elfos habían logrado disimular por completo el extraño y ondulado diseño de la arquitectura, y los recién llegados pisaban cautelosamente el suelo de la habitación, sintiendo como si avanzaran por el estómago de un horrible y polvoriento leviatán.

Los guardias avanzaban rápidamente con consternación en sus rostros y parecía haber agitación en las almenaras del exterior. A la señal de Kalaer, un soldado atravesó el recibidor. “Señor de la Espada Kalaer, los skaven se están agolpando en torno a las murallas.

El único signo de sorpresa del maestro de la espada fue reflejada en la ligera tensión que pasó por su entrecejo. “¿Ya están aquí?” Se giró hacia Caladris y el resto de caballeros. “Esas alimañas se mueven velozmente. En cualquier caso, supongo que nos han ahorrado el viaje.” Asintió hacia las armas de los caballeros. “Tal vez ni siquiera lleguéis a usarlas. Si esos idiotas han decidido llamar a la puerta principal, podríamos darles una impresionante bienvenida. Esto podría acabar muy rápido.” Volvió a dirigirse al soldado. “ Preparad los lanzavirotes. ¿O tal vez ya estén desplegados?”

El soldado vaciló. “Las ratoniles criaturas no están solas. Será mejor que venga a verlo.”
Bajaron rápidamente por una estrecha escalera de caracol para finalmente salir hacia el patio interior. Soldados y mozos de cuadra corrían por todos lados bajo la luz de la luna. Mientras los sirvientes encendían las antorchas situadas en los muros, la luz comenzó a reflejarse sobre un enorme mural de calaveras pétreas que parecían observar a los elfos mientras avanzaban por el estrecho cuello de tierra que unía el templo con el resto de la isla.

En el lejano final de la pequeña península, alcanzaron las defensas exteriores del templo: una ondeante pared que serpenteaba hasta quedar rematada en altas torretas como colmillos de quince metros de altura, que surgían desde dentadas rocas. Pudieron contemplar cientos de elfos en formación tras los parapetos, todos ellos arqueros y lanceros, pero todos ellos parecían reacios a usar sus armas.

“¿A qué están esperando?” murmuró Kalaer, mientras él y su grupo ascendían hacia los asentamientos defensivos. En el momento en que llegaban a la parte superior de las murallas, varios centinelas corrieron hacia el maestro de la espada con preguntas a punto de salir de sus bocas, pero pasó a través de ellos como si no estuvieran allí y echó un vistazo hacia la oscuridad nocturna.

“Por los dioses” jadeó Caladris mientras daba alcance a Kalaer y observaba la penumbra de la isla.

El distorsionado terreno que había delante de ellos rebosaba skaven por doquier. El ejército se aproximaba hacia ellos atravesando la oscuridad como un maremoto de sombras retorcidas. Las manchadas siluetas avanzaban con paso veloz como un pesado oleaje, haciendo que los elfos se esforzaran en distinguir los individuos que lo formaban. De todas formas, no fue esa el motivo de su falta de determinación. El grifo se encontraba sobrevolando la enorme masa de skaven, con una figura agachada sobre su lomo, esquivando flechas y otros improvisados proyectiles que le lanzaban.

“¿Supongo que ése es vuestro príncipe?” preguntó Kalaer, girándose hacia el joven mago a su lado.

El grifo estaba llevando a cabo una serie de impresionantes giros y piruetas aéreas mientras su jinete disparaba hacia las masificadas formas que se hallaban bajo ellos. Durante unos segundos, Caladris permaneció demasiado impactado por la escena como para responder darle una respuesta. Se sentía como si estuviera mirando atrás a través de eones. La visión de un noble elfo, aventurándose a batallar tan ferozmente contra tal horda monstruosa, parecía sacada de las más antiguas leyendas. “Sí” jadeó finalmente, con un gesto de asombro.

“Entonces por su propio bien, haz que venga a tu lado” precisó Kalaer. “No tengo ganas de presenciar otro sacrificio inútil.”

“Está en lo cierto, Caladris” dijo el Capitán Althin, avanzando hacia las murallas. “Mirad aquellas luces; tienen alguna clase de magia a su disposición. Está jugando a un juego muy peligroso.”

Caladris siguió las señas del capitán y comprobó que estaba en lo cierto. Destellos de un verde llameante hacían erupción entre las escurridizas masas al pie del muro. Cerró sus ojos durante un segundo y permitió al resto de sus sentidos salir volando entre las torretas para sondar el ejército frente a él. Tras unos segundos suspiró y regresó a su cuerpo con los otros, con sus ojos abiertos de par en par en señal de alerta. “Deben contar con poderosos hechiceros entre ellos. Sus armas están cargadas con magia de la disformidad.”

“Puedo verlo por mí mismo” replicó el capitán, apuntando con su brazo hacia los relucientes brillos intermitentes que emitían hacia el grifo.

“Hacedle regresar.”

Caladris asintió firmemente y cerró sus ojos de nuevo, mientras elevaba sus manos desde lo más alto de la muralla y murmurando una única y fluida sílaba.

Inmediatamente, el grifo se elevó sobre los skaven y por un momento se detuvo en el aire, batiendo sus alas con fuertes golpes y dándoles a los elfos una visión más clara del Príncipe Jinete de Tormenta mientras éste les observaba. El príncipe asintió con la cabeza, disparó una última flecha y dirigió su montura hacia el templo. Mientras avanzaba hacia los expectantes elfos, levantó su lanza en un majestuoso gesto de desafío. El fuego disforme que lo rodeaba hacía brillar su armadura de oro pulido y, mientras descendía de las parpadeantes nubes, Caladris pensó que se parecía a un Aenarion renacido, llevándose toda la furia y la tragedia de su raza con el dorado brillo de su lanza.

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